El actor nació hace 25 años en A Coruña y se mudó a Barcelona con seis.
Allí se matriculó en un instituto de Esparraguera, para luego cursar bachillerato artístico en Martorell. Sus padres, con los que apenas se lleva 17 años, trabajan en la construcción, él, y de ama de casa, ella. Heidi y Ramón, como le gusta llamarles, por su nombre de pila, aprendieron a ser padres al tenerlo.
Luego llegaron otros tres hermanos. Mario se ha tatuado las iniciales de los cinco. La R, por su padre; la H, por su madre; la S, por Sheila; la C, por Christian, y la O, por Óscar.
Animada por unas amigas, Heidi apuntó a su hijo a unos castings publicitarios
. A la segunda ya sonó la flauta. Maggi, Boomer, Scalextric, Telepizza… Casas resultaba angelical y travieso, resuelto y con arrojo. También participó como polemista en un especial infantil de Crónicas marcianas, donde, con 10 años, se revelaba como un pequeño castigador.
“Yo no quiero tener mujer. Son unas pesadas. No soy machista, ¿eh? He tenido un montón de novias, pero si las empiezo a enumerar no acabo nunca”, le soltó a Javier Sardá. Así, y no en ninguna filmoteca, se le metió el gusanillo de la interpretación.
A los 17 se mudó a Madrid, donde compartió piso y compaginó trabajos de operador o carpintero con sus estudios de interpretación en la escuela Cristina Rota. Lugar en el que conocería a buena parte de los jóvenes actores españoles que más han trabajado en la última década, y en el que, voluntariamente o no, marcaría con algunos de ellos una distancia que resultaría clave en su carrera.
“Cuando entras tan joven en una escuela de método, donde tienes que ser antes de actuar, puede resultar conflictivo. Son como clases de psicología. Y hay que tener cuidado; si eres débil, te puede afectar. He visto cómo ocurre”.
Con todo, Casas aprovechó bien, dice, las seis horas diarias de clase. “Me gustaba la improvisación, y hacer amigos, pasarlo bien.
Quizá me llevara algunas broncas de los profesores, que decían que no me lo estaba tomando del todo en serio. Pero es mi manera de hacer las cosas.
Yo respeto ese método de trabajo, pero no es para mí. Si voy amargado, pensando ‘uy, hoy lo voy a pasar fatal’, me entran las inseguridades y no disfruto actuando, y al final eso se va a notar”.
Mario representa sin demasiadas complicaciones ni disculpas un nuevo perfil en la industria: el galán profesional.
El que permite el culto a su imagen sin trasladarlo a su personalidad.
El actor que no tiene experiencias ultracorporales subiéndose a un escenario para hacer su particular interpretación del color verde. Que ahorra a los entrevistadores fatídicas consideraciones sobre sus papeles o el modo de prepararlos.
Alguien consciente de su atractivo y que no lo vive como una carga.
Que cultiva la fama en un término intermedio que se antoja saludable, sin sentimiento de culpa, ni tampoco asumiéndola como una farragosa responsabilidad hacia la sociedad.
“Prefiero mantenerme al margen de cualquier posicionamiento político público, no quiero ser portavoz de nada”, es lo máximo que concede. Su personaje empieza y acaba en la imagen y cualquier extrapolación a su forma de ser o pensar es un exceso periodístico
. Efectivamente, es más habitual en las páginas de la revistaCuore que en las entregas de premios. Carne de aargs y objeto de desesperadas declaraciones de amor en las redes sociales, con ración extra de hormonas y faltas de ortografía. Pero la tentación de tildarlo de engranaje dentro de una industria se disipa tras dos horas con él. Si algo trasciende del encuentro es que genuinamente se la trae al pairo.
Es más, el actor parece razonablemente cómodo en su dimensión de ídolo 2.0. Es fácil encontrar un viejo vídeo en YouTube en el que aparece haciendo el ganso con un playback de Andy y Lucas. O contestando vía webcam a sus más de 600.000 seguidores en Twitter. “Mario es inteligente, sabe que esto es parte de su profesión, que sus fans le dan de comer, y lo cuida”, resume Alberto Rodríguez. Más complicados de gestionar le resultan los novios celosos de algunas fans. “Los encuentras en un supermercado, en la calle, en un bar, te vacilan o te insultan a la cara. Y al principio te pones de mal humor y les miras mal”, admite el actor. “Pero aprendes que lo mejor es pasar. Aunque a veces sea peor, porque también te pueden llamar borde de mierda por no entrar al trapo. Hagas lo que hagas, no hay salida acertada”.
González Molina celebra la singularidad de Casas (“si lo elijo una y otra vez a él es porque no he encontrado a nadie mejor”) y se extraña de que no lo hayan nominado nunca a actor revelación en los Goya. “Repasando a algunos de los candidatos de los últimos años pienso: ‘¿Perdona? ¿Pero qué revelación hay ahí? ¿Quién demonios es ese tío?’
. El fenómeno mediático que rodea a Mario es tan enorme que impide que se vea el talento interpretativo que hay”, reivindica el director, que descubrió al intérprete en el pasillo de un plató televisivo donde Casas rodaba la serie SMS. Quedó, dice, prendado de su mirada, y lo propuso –contra la opinión generalizada de que era “demasiado pequeño, demasiado friki”– para Los hombres de Paco y Fuga de cerebros, convencido de que poseía “una cosa salvaje y animal que se tiene o no se tiene”.
El papel en el que más le apasionó, confiesa, no es de una película suya, sino de Mentiras y gordas, de Albacete y Menkes, su debut, donde Casas se enamoraba trágicamente de Yon González: “Un perfil absolutamente alejado del suyo. Mario es profundamente heterosexual, probablemente nunca haya tenido ningún tipo de problema de adaptación, ni mucho menos haber estado enamorado de su mejor amigo.
Y muy pocas veces habrá sido no correspondido.
Pero consiguió construir todo eso de una manera francamente especial”, termina González Molina.
El actor nació hace 25 años en A Coruña y se mudó a Barcelona con seis. Allí se matriculó en un instituto de Esparraguera, para luego cursar bachillerato artístico en Martorell. Sus padres, con los que apenas se lleva 17 años, trabajan en la construcción, él, y de ama de casa, ella. Heidi y Ramón, como le gusta llamarles, por su nombre de pila, aprendieron a ser padres al tenerlo. Luego llegaron otros tres hermanos. Mario se ha tatuado las iniciales de los cinco. La R, por su padre; la H, por su madre; la S, por Sheila; la C, por Christian, y la O, por Óscar.
Animada por unas amigas, Heidi apuntó a su hijo a unos castings publicitarios. A la segunda ya sonó la flauta. Maggi, Boomer, Scalextric, Telepizza… Casas resultaba angelical y travieso, resuelto y con arrojo. También participó como polemista en un especial infantil de Crónicas marcianas, donde, con 10 años, se revelaba como un pequeño castigador. “Yo no quiero tener mujer. Son unas pesadas. No soy machista, ¿eh? He tenido un montón de novias, pero si las empiezo a enumerar no acabo nunca”, le soltó a Javier Sardá. Así, y no en ninguna filmoteca, se le metió el gusanillo de la interpretación.
A los 17 se mudó a Madrid, donde compartió piso y compaginó trabajos de operador o carpintero con sus estudios de interpretación en la escuela Cristina Rota. Lugar en el que conocería a buena parte de los jóvenes actores españoles que más han trabajado en la última década, y en el que, voluntariamente o no, marcaría con algunos de ellos una distancia que resultaría clave en su carrera. “Cuando entras tan joven en una escuela de método, donde tienes que ser antes de actuar, puede resultar conflictivo. Son como clases de psicología. Y hay que tener cuidado; si eres débil, te puede afectar. He visto cómo ocurre”. Con todo, Casas aprovechó bien, dice, las seis horas diarias de clase. “Me gustaba la improvisación, y hacer amigos, pasarlo bien. Quizá me llevara algunas broncas de los profesores, que decían que no me lo estaba tomando del todo en serio. Pero es mi manera de hacer las cosas. Yo respeto ese método de trabajo, pero no es para mí. Si voy amargado, pensando ‘uy, hoy lo voy a pasar fatal’, me entran las inseguridades y no disfruto actuando, y al final eso se va a notar”.
Mario representa sin demasiadas complicaciones ni disculpas un nuevo perfil en la industria: el galán profesional. El que permite el culto a su imagen sin trasladarlo a su personalidad. El actor que no tiene experiencias ultracorporales subiéndose a un escenario para hacer su particular interpretación del color verde. Que ahorra a los entrevistadores fatídicas consideraciones sobre sus papeles o el modo de prepararlos. Alguien consciente de su atractivo y que no lo vive como una carga. Que cultiva la fama en un término intermedio que se antoja saludable, sin sentimiento de culpa, ni tampoco asumiéndola como una farragosa responsabilidad hacia la sociedad. “Prefiero mantenerme al margen de cualquier posicionamiento político público, no quiero ser portavoz de nada”, es lo máximo que concede. Su personaje empieza y acaba en la imagen y cualquier extrapolación a su forma de ser o pensar es un exceso periodístico. Efectivamente, es más habitual en las páginas de la revistaCuore que en las entregas de premios. Carne de aargs y objeto de desesperadas declaraciones de amor en las redes sociales, con ración extra de hormonas y faltas de ortografía. Pero la tentación de tildarlo de engranaje dentro de una industria se disipa tras dos horas con él. Si algo trasciende del encuentro es que genuinamente se la trae al pairo.
Es más, el actor parece razonablemente cómodo en su dimensión de ídolo 2.0. Es fácil encontrar un viejo vídeo en YouTube en el que aparece haciendo el ganso con un playback de Andy y Lucas. O contestando vía webcam a sus más de 600.000 seguidores en Twitter. “Mario es inteligente, sabe que esto es parte de su profesión, que sus fans le dan de comer, y lo cuida”, resume Alberto Rodríguez. Más complicados de gestionar le resultan los novios celosos de algunas fans. “Los encuentras en un supermercado, en la calle, en un bar, te vacilan o te insultan a la cara. Y al principio te pones de mal humor y les miras mal”, admite el actor. “Pero aprendes que lo mejor es pasar. Aunque a veces sea peor, porque también te pueden llamar borde de mierda por no entrar al trapo. Hagas lo que hagas, no hay salida acertada”.
González Molina celebra la singularidad de Casas (“si lo elijo una y otra vez a él es porque no he encontrado a nadie mejor”) y se extraña de que no lo hayan nominado nunca a actor revelación en los Goya. “Repasando a algunos de los candidatos de los últimos años pienso: ‘¿Perdona? ¿Pero qué revelación hay ahí? ¿Quién demonios es ese tío?’. El fenómeno mediático que rodea a Mario es tan enorme que impide que se vea el talento interpretativo que hay”, reivindica el director, que descubrió al intérprete en el pasillo de un plató televisivo donde Casas rodaba la serie SMS. Quedó, dice, prendado de su mirada, y lo propuso –contra la opinión generalizada de que era “demasiado pequeño, demasiado friki”– para Los hombres de Paco y Fuga de cerebros, convencido de que poseía “una cosa salvaje y animal que se tiene o no se tiene”. El papel en el que más le apasionó, confiesa, no es de una película suya, sino de Mentiras y gordas, de Albacete y Menkes, su debut, donde Casas se enamoraba trágicamente de Yon González:
“Un perfil absolutamente alejado del suyo. Mario es profundamente heterosexual, probablemente nunca haya tenido ningún tipo de problema de adaptación, ni mucho menos haber estado enamorado de su mejor amigo. Y muy pocas veces habrá sido no correspondido. Pero consiguió construir todo eso de una manera francamente especial”, termina González Molina.
26 mar 2012
Por el dolor de llamar
¿Qué diablos hemos venido a hacer aquí?
Creo tener una ligera idea de lo que respondería Tabucchi. Admiro en él su imaginación y también su capacidad para investigar en la realidad y terminar llegando a una realidad paralela, más profunda, esa realidad que a veces acompaña a la visible.
Recuerdo que le gustaba Drummond de Andrade, que veía el misterio del más allá como si fuera solo un viejo palacio helado.
Pienso en esto, mientras toco en el portón del tiempo perdido y veo que nadie responde.
Vuelvo a tocar, y de nuevo la sensación de que golpeo en vano.
La casa del tiempo perdido está cubierta de hiedra por un lado, y de cenizas por el otro.
Casa donde nadie vive, y yo aquí golpeando y llamando por el dolor de llamar y no ser escuchado. Nada tan cierto como que el tiempo perdido no existe, solo el caserón vacío y condenado. Y el viejo palacio helado.
Llegó a casa hace siete días un mensaje de Tabucchi, en respuesta a unos recuerdos que inventé sobre Porto Pim: "Me hablas de una época remota, de cuando existían los cachalotes. Época de antes del diluvio, y sin embargo vivida. Qué raro, querido amigo". Es verdad, qué extraño.
Hoy Porto Pim –hiedra y cenizas en el lugar donde nadie vive- es también un paisaje del tiempo perdido.
Junto al inventor de recuerdos y el hacedor de ficciones había un Tabucchi comprometido con la realidad, un escritor que entendía que Berlusconi había creado un mundo ficticio gracias a su imperio televisivo y mediático y que los italianos habían terminado por caer en una especie de Show de Truman del que no saldrían en años, por mucho que Berlusconi se hubiera ya largado.
No había que olvidar, decía, que el show había producido leyes muy concretas y un pavoroso régimen. Y menos aún olvidar las responsabilidades de quienes habían sido condescendientes con tan grotesco espectáculo.
Tabucchi tuvo que huir cuando aquel espectáculo italiano infame afectó ya seriamente a su vida.
Se marchó a Lisboa, y allí a veces escribía sobre la isla de Corvo y sobre la lejanía.
Yo he escrito toda la vida sobre Dama de Porto Pim, libro de cabecera y artefacto literario que en ocasiones contemplo como si fuera un Moby Dick en miniatura.
Sus menos de cien páginas componen un buen ejemplo de libro de frontera, de artilugio compuesto de cuentos breves, fragmentos de memorias, diarios de traslados metafísicos, notas personales, biografía y suicidio de Antero de Quental, astillas de una historia cazada en la cubierta de un barco, mapas, bibliografía, abstrusos textos legales, canciones de amor: elementos a primera vista enemistados entre sí y, sobre todo, con la literatura, transformados por una firme voluntad literaria en ficción pura.
Un libro memorable, como tantos otros suyos: Réquiem, Nocturno hindú, Pequeños equívocos sin importancia, Sostiene Pereira, Se está haciendo cada vez más tarde.
En cuanto a Corvo, se trata de la isla más remota de las Azores.
Solo se puede llegar a ella en barco.
Nunca olvidaré el día en que desembarcó allí Tabucchi y vio a un hombre que tenía un molino de viento para triturar el grano y que le preguntó estupefacto: "Señor, ¿qué es lo que ha venido a hacer a esta isla?". A Corvo se va por ir, supe luego que pensó Tabucchi, a quien le habría gustado ser uno de los portugueses que llegaron en el siglo XV por primera vez a las Azores y encontraron un paraíso.
Era aquella una época sin duda remota y en la que aún existían los cachalotes.
Época que se ve hoy, con profundo dolor, ya tan lejana, y sin embargo, por raro que parezca, verdaderamente vivida.
Creo tener una ligera idea de lo que respondería Tabucchi. Admiro en él su imaginación y también su capacidad para investigar en la realidad y terminar llegando a una realidad paralela, más profunda, esa realidad que a veces acompaña a la visible.
Recuerdo que le gustaba Drummond de Andrade, que veía el misterio del más allá como si fuera solo un viejo palacio helado.
Pienso en esto, mientras toco en el portón del tiempo perdido y veo que nadie responde.
Vuelvo a tocar, y de nuevo la sensación de que golpeo en vano.
La casa del tiempo perdido está cubierta de hiedra por un lado, y de cenizas por el otro.
Casa donde nadie vive, y yo aquí golpeando y llamando por el dolor de llamar y no ser escuchado. Nada tan cierto como que el tiempo perdido no existe, solo el caserón vacío y condenado. Y el viejo palacio helado.
Llegó a casa hace siete días un mensaje de Tabucchi, en respuesta a unos recuerdos que inventé sobre Porto Pim: "Me hablas de una época remota, de cuando existían los cachalotes. Época de antes del diluvio, y sin embargo vivida. Qué raro, querido amigo". Es verdad, qué extraño.
Hoy Porto Pim –hiedra y cenizas en el lugar donde nadie vive- es también un paisaje del tiempo perdido.
Junto al inventor de recuerdos y el hacedor de ficciones había un Tabucchi comprometido con la realidad, un escritor que entendía que Berlusconi había creado un mundo ficticio gracias a su imperio televisivo y mediático y que los italianos habían terminado por caer en una especie de Show de Truman del que no saldrían en años, por mucho que Berlusconi se hubiera ya largado.
No había que olvidar, decía, que el show había producido leyes muy concretas y un pavoroso régimen. Y menos aún olvidar las responsabilidades de quienes habían sido condescendientes con tan grotesco espectáculo.
Tabucchi tuvo que huir cuando aquel espectáculo italiano infame afectó ya seriamente a su vida.
Se marchó a Lisboa, y allí a veces escribía sobre la isla de Corvo y sobre la lejanía.
Yo he escrito toda la vida sobre Dama de Porto Pim, libro de cabecera y artefacto literario que en ocasiones contemplo como si fuera un Moby Dick en miniatura.
Sus menos de cien páginas componen un buen ejemplo de libro de frontera, de artilugio compuesto de cuentos breves, fragmentos de memorias, diarios de traslados metafísicos, notas personales, biografía y suicidio de Antero de Quental, astillas de una historia cazada en la cubierta de un barco, mapas, bibliografía, abstrusos textos legales, canciones de amor: elementos a primera vista enemistados entre sí y, sobre todo, con la literatura, transformados por una firme voluntad literaria en ficción pura.
Un libro memorable, como tantos otros suyos: Réquiem, Nocturno hindú, Pequeños equívocos sin importancia, Sostiene Pereira, Se está haciendo cada vez más tarde.
En cuanto a Corvo, se trata de la isla más remota de las Azores.
Solo se puede llegar a ella en barco.
Nunca olvidaré el día en que desembarcó allí Tabucchi y vio a un hombre que tenía un molino de viento para triturar el grano y que le preguntó estupefacto: "Señor, ¿qué es lo que ha venido a hacer a esta isla?". A Corvo se va por ir, supe luego que pensó Tabucchi, a quien le habría gustado ser uno de los portugueses que llegaron en el siglo XV por primera vez a las Azores y encontraron un paraíso.
Era aquella una época sin duda remota y en la que aún existían los cachalotes.
Época que se ve hoy, con profundo dolor, ya tan lejana, y sin embargo, por raro que parezca, verdaderamente vivida.
Un Bartleby ibérico
Un Bartleby ibérico
Por: Juan Cruz | 25 de marzo de 2012
Antonio Tabucchi, que acaba de morir tempranamente, creó una figura singular e inolvidable en la narrativa de los personajes literarios, Pereira, el obsesivo necrólogo que convirtió su oficio en una especie de manifiesto de la resistencia contra la mediocridad de la sociedad ibérica representada por el Portugal dictatorial en el que desarrollaba su oficio.
Con la paciencia del orfebre que no quería el alimento del brillo, en contra del brillo precisamente, puliendo el periodismo hasta las últimas consecuencias de sabiduría y modestia, aquel Pereira se mezcló con los personajes de Saramago o Pessoa para retratar de un solo trazo a los que resistían en medio de los temblores mezquinos del mundo en que vivían.
La paciencia suicida de Pereira viene ahora a mi memoria, con la noticia triste de la muerte de Tabucchi, mezclada con la propia presencia del escritor, orgulloso y modesto al mismo tiempo, amarrado como un aliento a su cigarro emboquillado, mirando fieramente pero atentamente desde detrás de sus gafas sin montura.
Tabucchi tenía, en su apariencia, en el juego estricto de sus manos, en esa poderosa mirada, en su modo de cruzar las piernas como si defendiera su intimidad de los intrusos, cierto aire del propio Pereira, o del Bartlkeby de Melville, y seguramente tanto de Bartleby como de sí mismo tomó el aire que le dio a ese personaje ahora legendario que, de modo inevitable, se mezcla, en la hora de su propia muerte, también con la recreación fantástica que hizo de él el mejor Marcello Mastroiani.
Lo que tienen las grandes figuras de ficción es que pasan a la historia adheridas a sus autores, a la figura misma de sus autores (Cervantes y el Quijote, Bovary y Flaubert, Pereira y Tabucchi), y este Tabucchi que se nos va es este Pereira que se nos queda para siempre entre los personajes que nos ayudaron a entender la paciencia y la tragedia de un oficio que ahora parece estar, como aquel escribiente terco, en la más pura de sus agonías.
Con la paciencia del orfebre que no quería el alimento del brillo, en contra del brillo precisamente, puliendo el periodismo hasta las últimas consecuencias de sabiduría y modestia, aquel Pereira se mezcló con los personajes de Saramago o Pessoa para retratar de un solo trazo a los que resistían en medio de los temblores mezquinos del mundo en que vivían.
La paciencia suicida de Pereira viene ahora a mi memoria, con la noticia triste de la muerte de Tabucchi, mezclada con la propia presencia del escritor, orgulloso y modesto al mismo tiempo, amarrado como un aliento a su cigarro emboquillado, mirando fieramente pero atentamente desde detrás de sus gafas sin montura.
Tabucchi tenía, en su apariencia, en el juego estricto de sus manos, en esa poderosa mirada, en su modo de cruzar las piernas como si defendiera su intimidad de los intrusos, cierto aire del propio Pereira, o del Bartlkeby de Melville, y seguramente tanto de Bartleby como de sí mismo tomó el aire que le dio a ese personaje ahora legendario que, de modo inevitable, se mezcla, en la hora de su propia muerte, también con la recreación fantástica que hizo de él el mejor Marcello Mastroiani.
Lo que tienen las grandes figuras de ficción es que pasan a la historia adheridas a sus autores, a la figura misma de sus autores (Cervantes y el Quijote, Bovary y Flaubert, Pereira y Tabucchi), y este Tabucchi que se nos va es este Pereira que se nos queda para siempre entre los personajes que nos ayudaron a entender la paciencia y la tragedia de un oficio que ahora parece estar, como aquel escribiente terco, en la más pura de sus agonías.
25 mar 2012
Una tristeza insoportable
En El caballo de Turín no aparece Turín. Bueno, no aparece la ciudad de Turín; todo ocurre en un villorrio. Solo hay una habitación para que duerman los humanos, el padre y la hija, y una cuadra para guardar al caballo. Hay un pozo. Y luego el viento. Sopla todo el rato, levanta las hojas y los rastrojos, sopla y sopla. Su sonido, su presencia, sus efectos y su maniática perseverancia forman parte del hilo conductor de la película. Es la última que ha rodado el director húngaro Béla Tarr.
El viento es una presencia obsesiva, una pesadilla. Luego hay un apagón (ya al final): se va la luz de mundo y también cesa la ventisca.
¿De qué va esta historia? ¿Cómo resumirla? El arranque, narrado en off, cuenta que el 3 de enero de 1889 Nietzsche salió a dar un paseo.
Vio que en una de las plazas de Turín un cochero estaba maltratando a su caballo, así que se abrió paso entre la gente y se lanzó al cuello del animal para abrazarlo y detener, así, los latigazos que le estaba propinando su amo.
A partir de ese momento el pensador alemán se precipitó en la locura, de la que ya no saldría hasta su muerte el 25 de agosto de 1900. La película arranca cuando el cochero y su caballo regresan a casa.
Es una larga secuencia, acompañada de una sobria y repetitiva melodía y que avisa desde el principio cuál va a ser el ritmo de la película.
Vemos al caballo avanzar dificultosamente, vemos al hombre que lo azuza, vemos la dureza con que la naturaleza golpea la frágil marcha del carruaje. Por fin llegan a casa. La cámara sigue con todo detalle cada uno de los movimientos que hacen los personajes.
La hija del cochero sale a ayudarlo, y se descubre entonces que el brazo derecho de este no responde, que lo tiene paralizado. Liberar al caballo del coche, conducirlo a la cuadra, arrastrar el vehículo a una estancia contigua, dar de comer al animal, cerrar las puertas, dirigirse finalmente a casa. Paso a paso, con todo detalle, en un blanco y negro que aprecia cada una de las minúsculas variaciones de los grises, y con una deslumbrante belleza en algunas de las tomas donde las cosas parecen estar llenas de vida, aunque su vida sea muy pobre. Y expresan mucho más de lo que caso podrían decir las palabras.
Las patatas, por ejemplo. Béla Tarr no hace ninguna concesión, le importa un bledo la hipótesis de ponérselo fácil al espectador
. Quiere, seguramente, llevarlo ahí: a ese mundo desamparado, olvidado, apartado y condenado a los márgenes de la historia. Así pasan los días este hombre y su hija, eso es ni más ni menos lo que cuenta. Ella tiene que ayudarlo a quitarse la ropa y a vestirse.
Por eso se detiene en cada gesto: cómo lo va despojando del abrigo y el jersey y los pantalones y las botas: paso a paso, sin saltarse una coma. Y también muestra cómo hierve el agua para que cuezan unas patatas, y cómo la joven pone la mesa (esa hermosa mesa desnuda con esos hermosos platos de madera: tan hermosos y dignos en su pobreza), y sirve la comida.
Nada más que una patata por plato, una patata grande y humeante. Y la mano, la única que le sirve al hombre, arañando la piel y procurando no quemarse. Un poco de sal. Soplar cada bocado. ¡Qué vida más insoportablemente triste!
En la película no pasa nada más que eso: guardar el caballo, desvestir al padre para acostarlo, comer una patata, recoger los restos, levantarse por la mañana y buscar agua en el pozo, beber un sorbo de aguardiente para tirar adelante, ensillar el caballo, volverlo a guardar porque no quiere caminar, cortar leña.
Un día viene un vecino a comprar aguardiente y lanza una filípica contra la corrupción.
Otro día aparece un carromato con gitanos, y uno de ellos le regala un libro a la chica. Incluso el padre y su hija llegan a intentar marcharse (y luego regresan). Hablan poco. Al principio el hombre dice que, tras decenas de años, ha dejado de oír a las carcomas. Béla Tarr ha dicho que esta ha sido su última película, así que el que quiera puede tomársela como su testamento y barruntar símbolos.
El caso es que el caballo se está dejando morir.
No quiere moverse, no quiere comer ni beber. Lo vemos todavía de pie, pero ya lo imaginamos derrumbado. Como Nietzsche, que se derrumbó después de abrazarlo. Béla Tarr ha filmado con una exasperante morosidad esa agonía.
Llega un momento en que ya no hay agua, calla el viento y la luz se va. Toca retirarse.
A mí me ha gustado la película. No se la recomiendo a nadie por pura prudencia: por su lentitud y la radicalidad de sus retos podría ser fusilado al instante.
El viento es una presencia obsesiva, una pesadilla. Luego hay un apagón (ya al final): se va la luz de mundo y también cesa la ventisca.
¿De qué va esta historia? ¿Cómo resumirla? El arranque, narrado en off, cuenta que el 3 de enero de 1889 Nietzsche salió a dar un paseo.
Vio que en una de las plazas de Turín un cochero estaba maltratando a su caballo, así que se abrió paso entre la gente y se lanzó al cuello del animal para abrazarlo y detener, así, los latigazos que le estaba propinando su amo.
A partir de ese momento el pensador alemán se precipitó en la locura, de la que ya no saldría hasta su muerte el 25 de agosto de 1900. La película arranca cuando el cochero y su caballo regresan a casa.
Es una larga secuencia, acompañada de una sobria y repetitiva melodía y que avisa desde el principio cuál va a ser el ritmo de la película.
Vemos al caballo avanzar dificultosamente, vemos al hombre que lo azuza, vemos la dureza con que la naturaleza golpea la frágil marcha del carruaje. Por fin llegan a casa. La cámara sigue con todo detalle cada uno de los movimientos que hacen los personajes.
La hija del cochero sale a ayudarlo, y se descubre entonces que el brazo derecho de este no responde, que lo tiene paralizado. Liberar al caballo del coche, conducirlo a la cuadra, arrastrar el vehículo a una estancia contigua, dar de comer al animal, cerrar las puertas, dirigirse finalmente a casa. Paso a paso, con todo detalle, en un blanco y negro que aprecia cada una de las minúsculas variaciones de los grises, y con una deslumbrante belleza en algunas de las tomas donde las cosas parecen estar llenas de vida, aunque su vida sea muy pobre. Y expresan mucho más de lo que caso podrían decir las palabras.
Las patatas, por ejemplo. Béla Tarr no hace ninguna concesión, le importa un bledo la hipótesis de ponérselo fácil al espectador
. Quiere, seguramente, llevarlo ahí: a ese mundo desamparado, olvidado, apartado y condenado a los márgenes de la historia. Así pasan los días este hombre y su hija, eso es ni más ni menos lo que cuenta. Ella tiene que ayudarlo a quitarse la ropa y a vestirse.
Por eso se detiene en cada gesto: cómo lo va despojando del abrigo y el jersey y los pantalones y las botas: paso a paso, sin saltarse una coma. Y también muestra cómo hierve el agua para que cuezan unas patatas, y cómo la joven pone la mesa (esa hermosa mesa desnuda con esos hermosos platos de madera: tan hermosos y dignos en su pobreza), y sirve la comida.
Nada más que una patata por plato, una patata grande y humeante. Y la mano, la única que le sirve al hombre, arañando la piel y procurando no quemarse. Un poco de sal. Soplar cada bocado. ¡Qué vida más insoportablemente triste!
En la película no pasa nada más que eso: guardar el caballo, desvestir al padre para acostarlo, comer una patata, recoger los restos, levantarse por la mañana y buscar agua en el pozo, beber un sorbo de aguardiente para tirar adelante, ensillar el caballo, volverlo a guardar porque no quiere caminar, cortar leña.
Un día viene un vecino a comprar aguardiente y lanza una filípica contra la corrupción.
Otro día aparece un carromato con gitanos, y uno de ellos le regala un libro a la chica. Incluso el padre y su hija llegan a intentar marcharse (y luego regresan). Hablan poco. Al principio el hombre dice que, tras decenas de años, ha dejado de oír a las carcomas. Béla Tarr ha dicho que esta ha sido su última película, así que el que quiera puede tomársela como su testamento y barruntar símbolos.
El caso es que el caballo se está dejando morir.
No quiere moverse, no quiere comer ni beber. Lo vemos todavía de pie, pero ya lo imaginamos derrumbado. Como Nietzsche, que se derrumbó después de abrazarlo. Béla Tarr ha filmado con una exasperante morosidad esa agonía.
Llega un momento en que ya no hay agua, calla el viento y la luz se va. Toca retirarse.
A mí me ha gustado la película. No se la recomiendo a nadie por pura prudencia: por su lentitud y la radicalidad de sus retos podría ser fusilado al instante.
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