Antonio Tabucchi, que acaba de morir tempranamente, creó una figura singular e inolvidable en la narrativa de los personajes literarios, Pereira, el obsesivo necrólogo que convirtió su oficio en una especie de manifiesto de la resistencia contra la mediocridad de la sociedad ibérica representada por el Portugal dictatorial en el que desarrollaba su oficio.
Con la paciencia del orfebre que no quería el alimento del brillo, en contra del brillo precisamente, puliendo el periodismo hasta las últimas consecuencias de sabiduría y modestia, aquel Pereira se mezcló con los personajes de Saramago o Pessoa para retratar de un solo trazo a los que resistían en medio de los temblores mezquinos del mundo en que vivían.
La paciencia suicida de Pereira viene ahora a mi memoria, con la noticia triste de la muerte de Tabucchi, mezclada con la propia presencia del escritor, orgulloso y modesto al mismo tiempo, amarrado como un aliento a su cigarro emboquillado, mirando fieramente pero atentamente desde detrás de sus gafas sin montura.
Tabucchi tenía, en su apariencia, en el juego estricto de sus manos, en esa poderosa mirada, en su modo de cruzar las piernas como si defendiera su intimidad de los intrusos, cierto aire del propio Pereira, o del Bartlkeby de Melville, y seguramente tanto de Bartleby como de sí mismo tomó el aire que le dio a ese personaje ahora legendario que, de modo inevitable, se mezcla, en la hora de su propia muerte, también con la recreación fantástica que hizo de él el mejor Marcello Mastroiani.
Lo que tienen las grandes figuras de ficción es que pasan a la historia adheridas a sus autores, a la figura misma de sus autores (Cervantes y el Quijote, Bovary y Flaubert, Pereira y Tabucchi), y este Tabucchi que se nos va es este Pereira que se nos queda para siempre entre los personajes que nos ayudaron a entender la paciencia y la tragedia de un oficio que ahora parece estar, como aquel escribiente terco, en la más pura de sus agonías.
Con la paciencia del orfebre que no quería el alimento del brillo, en contra del brillo precisamente, puliendo el periodismo hasta las últimas consecuencias de sabiduría y modestia, aquel Pereira se mezcló con los personajes de Saramago o Pessoa para retratar de un solo trazo a los que resistían en medio de los temblores mezquinos del mundo en que vivían.
La paciencia suicida de Pereira viene ahora a mi memoria, con la noticia triste de la muerte de Tabucchi, mezclada con la propia presencia del escritor, orgulloso y modesto al mismo tiempo, amarrado como un aliento a su cigarro emboquillado, mirando fieramente pero atentamente desde detrás de sus gafas sin montura.
Tabucchi tenía, en su apariencia, en el juego estricto de sus manos, en esa poderosa mirada, en su modo de cruzar las piernas como si defendiera su intimidad de los intrusos, cierto aire del propio Pereira, o del Bartlkeby de Melville, y seguramente tanto de Bartleby como de sí mismo tomó el aire que le dio a ese personaje ahora legendario que, de modo inevitable, se mezcla, en la hora de su propia muerte, también con la recreación fantástica que hizo de él el mejor Marcello Mastroiani.
Lo que tienen las grandes figuras de ficción es que pasan a la historia adheridas a sus autores, a la figura misma de sus autores (Cervantes y el Quijote, Bovary y Flaubert, Pereira y Tabucchi), y este Tabucchi que se nos va es este Pereira que se nos queda para siempre entre los personajes que nos ayudaron a entender la paciencia y la tragedia de un oficio que ahora parece estar, como aquel escribiente terco, en la más pura de sus agonías.
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