Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

19 feb 2012

Otros muelen el grano por Jose Carlos Cataño

Otros muelen el grano.
 Yo muelo el tiempo. Aquellos se aplican con gusto; yo con desidia. Trabajan para extender sus redes, alturas y consistencias. Yo dejo que se arremoline, se levante todo, se pierda sin pena. Tienen el rostro firme, las manos manifiestas. Yo soy arenilla leve, rastro de polvo, lo que viene después y no es nada, el sol otra vez sobre el yermo. Ellos son indudables
. Yo soy un préstamo, fe cedida, miraje de nadie. Avanzan.
 Yo soy atravesado. El viento me toma, me revuelve. Soy como los restos, una hoguera que esparce el anochecer sobre el cielo. Ellos crecen. Yo vuelvo a mí mismo. Como sombras que se amontonan sin peso, sin ser de noche, sin ser la sombra.

La isla Maldita de Jose Carlos Cataño.

La isla maldita.
 La verdad es que hace tiempo que no pensaba en ella, espléndida de sol y verdura, anclada en los miserables, sobre unas aguas de topacios y esmeraldas. Ha sido apenas hace un rato, retomando el contacto con un joven escritor de Allá, cuando le he soltado eso, la isla maldita, la próxima vez para nacer pediré Borneo.
El joven escritor ahora reside en Madrid, después de haber estado en Londres. Pasó unos años en Barcelona, donde nos conocimos, y ha viajado mucho. Es un isleño ventilado.
En cuanto a esto -le he confesado-, en cuanto a mi aquí, ya ni me irritan sus políticos y su nacionalismo podridos. Las gentes a las que trato son los marroquíes de los Encantes, y poco más.
Yo ya pienso en póstumo, he concluido redondo como un nimbo.
Todo ello no impide que a veces parpadee y vea los perales de San Diego, las flores de la vega, los líquenes de San Roque.
Solo en el mar podría volver a sumergir la cabeza y limpiarla de recuerdos. Y esas son las ganas, a veces, de nacer otra vez y de vivir de modo distinto. 
Quién sabe si habiendo abierto los ojos en Borneo todo hubiera sido distinto.
Lo cual no significa arrepentimiento, salvo en los errores por los que puedo pedir (y he pedido) perdón. Es la carga cansina de la tanta gente que sin desearlo yo han seguido de cerca en mi ruta.

La princesa del imperio Zara se casa


Marta Ortega llega con su padre a la ceremonia. / GABRIEL TIZ
Marta Ortega y Sergio Álvarez tienen desde ayer más vida en común que los concursos hípicos
. A última hora de la tarde formalizaron su matrimonio en la capilla del Pazo de Drozo, una de las casas paternas. Un festejo que, más que el guión de un cuento de hadas, siguió el habitual de una pareja con padres de posibles (de más que posibles, desde luego). Entre los 200 invitados había pocos compromisos de la familia, pocos representantes de la empresa familiar y sí muchos amigos de los novios, o compañeros de afición/trabajo del mundo de la hípica. Los más conocidos y únicas celebrities, Athina Onassis y Ainhoa Arteta, parejas de jinetes.
“Feliz” y “nada nervioso”, se declaró Amancio Ortega horas antes, al salir del hotel coruñés donde estaban alojados prácticamente todos los invitados al enlace. Su hija sí reconocía estar nerviosa. Pasadas las siete de la tarde comenzaron a desfilar las furgonetas con los invitados. Desde las seis, el tráfico en la estrecha pista que bordea parte del pazo, y es parte del Camino Inglés a Compostela, tuvo que ser regulado para evitar el atasco entre las furgonetas que daban servicio al acto, los coches de los vecinos y los numerosos vehículos que parecían convocados por el lema “podíamos ir a dar una vuelta a Anceis, a ver si vemos algo”.
Esa intención es la que atrajo a tres amigas que llegaron a las cinco desde Santiago -“por eso del glamur”- y que no querían identificarse, o como otro grupo que eran y no eran de Anceis -“tenemos aquí una segunda residencia”- y cuya portavoz, María, explicaba la espera: "Estamos aquí en vez de encender el televisor”.
 Con ellos, un cada vez más nutrido y más aterido grupo de cámaras e informadores (alguno también famoso, o por lo menos objetivo de las cámaras de los móviles). “¡Mira, como en la casa de Belén Esteban, no me extraña que se enfade!”, señalaba una vecina de Anceis de toda la vida al grupo que obstaculizaba la carretera. “Belén Esteban se lo busca”, le matizaba una vecina.
Sergio Álvarez cruzó el portalón y la nube de flashes a las 19.50. Veinte minutos después, entre algún grito tímido de “¡guapa!”, lo hacía el coche que llevaba en la parte de atrás, sonrientes, a Marta Ortega y a su padre. Ella, con vestido hecho en (y no de) Zara. El novio, con un traje más homologado de Massimo Dutti. El ramo, inspirado en la primitiva pintura flamenca, confeccionado por el francés Thierry Boutemy, a tono con la decoración floral. Una ceremonia tradicional, con la salvedad de que en la capilla prácticamente solo cabían los celebrantes y los protagonistas.
 El resto de los invitados siguieron los “sí quiero” en unas pantallas de plasma encastradas. Ainhoa Arteta interpretó el Ave María de Charles Gounod (ese fue su regalo de boda).
 Un cañón de luz enfocado a la vidriera desde el exterior proporcionaba ese halo de luz que figura en el imaginario de todas las ceremonias decisivas.
La carpa no era la de las fiestas en el jardín o las levantadas para los actos institucionales de colocación de primeras piedras
. Era, según ha venido detallando La Voz de Galicia, una estructura que engloba a varias, que a última hora se ha revestido de un muro imitando piedra y que ha sido diseñada para las necesidades específicas del acto. La conexión con la capilla se ha hecho mediante un pasillo con bancos como si fuese la nave una iglesia, en donde los asistentes han seguido la retransmisión de la ceremonia.
 Al finalizar, los invitados han pasado a un salón de casi mil metros cuadrados, decorado con cuadros de Fernando Sotomayor, un pintor costumbrista de la burguesía gallega y de las escenas populares de principios del siglo XX, con fotografías de los novios y con algunos de sus trofeos en concursos hípicos.
El menú, de Marcelo Tejedor, chef del restaurante compostelano Casa Marcelo (estrella Michelin), con entrantes y postres de Nacho Manzano (chef asturiano de Casa Marcial, dos estrellas Michelin), estará regado con albariño Pedralonga y rioja Roda I. La mantelería es de hilo con encaje de Camariñas, pero la cubertería es de Zara Home. Amplio escenario con piano e instrumentos de cuerda (se supone que para amenizar la cena) y eléctricos (para la sobremesa).
 Eso sí, el viaje de novios no será normal. Sea a las Canarias o a Santo Domingo, será en el jet paterno.

Dos Enamorados por Elvira Lindo

Mildred y Richard Loving, tras fallar el Supremo a su favor, en 1967. / FRANCIS MILLER (TIME AND LIFE PICTURES)
Había parejas que se besaban en los labios y había parejas que ni tan siquiera se miraban a los ojos, achispados todos, disfrutando unos de su conquista y rumiando otros el fracaso de la cita. Noche de san Valentín.
En el andén del metro. De ese metro en el que a poco que uno deje la mirada fija en los raíles aprecia el movimiento de una rata que se camufla entre las viejas venas de hierro.
Una invasión de roedores que ha aumentado en los últimos meses, hasta el punto de que el Ayuntamiento está planteándose prohibir que se coma en el metro. Los pasajeros tiran restos de comida a las vías, como el que echa pan a los patos.
 El sindicato de trabajadores del metro convocó un concurso para ver quién conseguía la imagen más impactante de la presencia de los malditos roedores y el ganador fue un tío que captó en vídeo cómo una rata recorría el cuerpo de un pasajero dormido hasta llegar a olisquearle la cara.
 El concurso ha presionado a Bloomberg para que añada una cuadrilla más de desratizadores a los ya existentes.
 Pero, como decía, eso no disuade a nadie de viajar en este medio viejo y cochambroso, pero también útil y rápido, y en esa noche de san Valentín, la del pasado martes, los andenes estaban plagados de parejillas cuyos rostros delataban si habría o no habría polvo, si la energía y el dinero invertidos tendrían su recompensa. Yo me entretenía aventurando el futuro inmediato de cada par. Estos sí, estos no. No era difícil, la cara siempre delata la esperanza de un encuentro sexual.

La cadena HBO tuvo una manera original y valiosa de celebrar esta cita con el santo de la cual es imposible escaparse en este país. De la misma forma que en España se dice que fue un invento de El Corte Inglés, aquí le achacan la paternidad a Macy’s. Sea como sea nadie se libra de ser felicitado. Incluso el portero me deseó un feliz día. A mí y a una anciana con andador que camina siempre a punto del derrumbe final. Con lo cual, he de confesar que hay un sentido en la celebración que se me escapa. Así que HBO, inteligentemente, en vez de obviar los milagros de san Valentín decidió contar uno que sin duda lo fue: el reconocimiento por parte de la Corte Suprema de los matrimonios interraciales en el año 1967. La historia tiene nombre y apellidos, los de Mildred y Richard Loving, una pareja de un pueblo de Virginia que cometió el delito de casarse en Washington burlando así la ley de su Estado en el que estaba prohibido la pareja entre una persona blanca y alguien de otra raza. Richard era blanco; Mildred, una negra con sangre cheroqui. Se enamoraron siendo muy jóvenes, casi niños, y compartieron juegos y bailes ajenos de alguna manera a la segregación. Richard, consciente de que casarse en Virginia era ilegal, tomó a su prometida y se la llevó a la capital. Allí contrajeron matrimonio. Volvieron al campo esa noche y la policía entró de madrugada en la casa y los metió en la cárcel. Cuando salieron, se vieron forzados a vivir en Washington donde su convivencia estaba permitida, pero la joven Mildred echaba de menos la vida rural, a sus hermanas, a su madre. Tímida, bella, no cultivada pero con un pensamiento muy bien articulado, escribió una carta apelando a la justicia. ¿Su deseo? Poder vivir en paz en su tierra con su marido y sus hijos.
El litigio duró diecisiete años. Amor, dignidad y valentía fueron de la mano.
Y la tozudez de dos abogados que se tomaron el caso como algo personal. Debían conseguir que la Corte Suprema invalidara las leyes discriminatorias de un Estado. Y no lo consiguieron hasta las vísperas de los años setenta, una fecha tan cercana que provoca escalofríos al pensarlo. La historia de amor está bellísimamente documentada porque una fotógrafa acudió al piso de Washington y al campo virginiano a certificar en imágenes un amor tan sólido que deja por los suelos los amores que son incapaces de sobrevivir a una pequeña dificultad. Alrededor de los amantes, unos niños medio rubios con rasgos indios o medio morenos con ojos azules, sonríen ajenos a la ansiedad de sus padres. Las fotos, en blanco y negro, parecen la versión real de un cuadro de Hopper, de esos óleos en los que pintaba a mujeres meditabundas apoyadas contra la columna de un porche solitario. Mildred y Richard eran gente guapa y sana del campo, en absoluto cultivada, enfrentada a las trampas de la justicia y al racismo profundo del sur, pero sería difícil que estrellas del cine, que todo lo embellece, pudieran reproducir y superar las dosis impactantes de belleza natural que poseían estos dos enamorados.
 Su caso cambió la historia de muchos futuros amores. Mildred conocía de oídas a Martin Luther King, pero jamás pensó en pertenecer, contaba, a ningún movimiento antisegregacionista.
Sin embargo, cuánto puede hacer una sola voluntad, o mejor aún, dos voluntades unidas por un mismo sentimiento.
 Por desgracia, el racismo sigue siendo una herencia que aún supura veneno y que no sólo la justicia puede paliar. Aumentan los matrimonios interraciales y eso se celebra en la prensa, pero me atrevería a decir que son más abundantes y menos traumáticos si se dan entre asiáticos y blancos, o entre hispanos integrados y blancos. Mildred y Richard, una historia de amor defendida a diario. Tan difícil como eso.