En el andén del metro. De ese metro en el que a poco que uno deje la mirada fija en los raíles aprecia el movimiento de una rata que se camufla entre las viejas venas de hierro.
Una invasión de roedores que ha aumentado en los últimos meses, hasta el punto de que el Ayuntamiento está planteándose prohibir que se coma en el metro. Los pasajeros tiran restos de comida a las vías, como el que echa pan a los patos.
El sindicato de trabajadores del metro convocó un concurso para ver quién conseguía la imagen más impactante de la presencia de los malditos roedores y el ganador fue un tío que captó en vídeo cómo una rata recorría el cuerpo de un pasajero dormido hasta llegar a olisquearle la cara.
El concurso ha presionado a Bloomberg para que añada una cuadrilla más de desratizadores a los ya existentes.
Pero, como decía, eso no disuade a nadie de viajar en este medio viejo y cochambroso, pero también útil y rápido, y en esa noche de san Valentín, la del pasado martes, los andenes estaban plagados de parejillas cuyos rostros delataban si habría o no habría polvo, si la energía y el dinero invertidos tendrían su recompensa. Yo me entretenía aventurando el futuro inmediato de cada par. Estos sí, estos no. No era difícil, la cara siempre delata la esperanza de un encuentro sexual.
La cadena HBO tuvo una manera original y valiosa de celebrar esta cita con el santo de la cual es imposible escaparse en este país. De la misma forma que en España se dice que fue un invento de El Corte Inglés, aquí le achacan la paternidad a Macy’s. Sea como sea nadie se libra de ser felicitado. Incluso el portero me deseó un feliz día. A mí y a una anciana con andador que camina siempre a punto del derrumbe final. Con lo cual, he de confesar que hay un sentido en la celebración que se me escapa. Así que HBO, inteligentemente, en vez de obviar los milagros de san Valentín decidió contar uno que sin duda lo fue: el reconocimiento por parte de la Corte Suprema de los matrimonios interraciales en el año 1967. La historia tiene nombre y apellidos, los de Mildred y Richard Loving, una pareja de un pueblo de Virginia que cometió el delito de casarse en Washington burlando así la ley de su Estado en el que estaba prohibido la pareja entre una persona blanca y alguien de otra raza. Richard era blanco; Mildred, una negra con sangre cheroqui. Se enamoraron siendo muy jóvenes, casi niños, y compartieron juegos y bailes ajenos de alguna manera a la segregación. Richard, consciente de que casarse en Virginia era ilegal, tomó a su prometida y se la llevó a la capital. Allí contrajeron matrimonio. Volvieron al campo esa noche y la policía entró de madrugada en la casa y los metió en la cárcel. Cuando salieron, se vieron forzados a vivir en Washington donde su convivencia estaba permitida, pero la joven Mildred echaba de menos la vida rural, a sus hermanas, a su madre. Tímida, bella, no cultivada pero con un pensamiento muy bien articulado, escribió una carta apelando a la justicia. ¿Su deseo? Poder vivir en paz en su tierra con su marido y sus hijos.
El litigio duró diecisiete años. Amor, dignidad y valentía fueron de la mano.
Y la tozudez de dos abogados que se tomaron el caso como algo personal. Debían conseguir que la Corte Suprema invalidara las leyes discriminatorias de un Estado. Y no lo consiguieron hasta las vísperas de los años setenta, una fecha tan cercana que provoca escalofríos al pensarlo. La historia de amor está bellísimamente documentada porque una fotógrafa acudió al piso de Washington y al campo virginiano a certificar en imágenes un amor tan sólido que deja por los suelos los amores que son incapaces de sobrevivir a una pequeña dificultad. Alrededor de los amantes, unos niños medio rubios con rasgos indios o medio morenos con ojos azules, sonríen ajenos a la ansiedad de sus padres. Las fotos, en blanco y negro, parecen la versión real de un cuadro de Hopper, de esos óleos en los que pintaba a mujeres meditabundas apoyadas contra la columna de un porche solitario. Mildred y Richard eran gente guapa y sana del campo, en absoluto cultivada, enfrentada a las trampas de la justicia y al racismo profundo del sur, pero sería difícil que estrellas del cine, que todo lo embellece, pudieran reproducir y superar las dosis impactantes de belleza natural que poseían estos dos enamorados.
Su caso cambió la historia de muchos futuros amores. Mildred conocía de oídas a Martin Luther King, pero jamás pensó en pertenecer, contaba, a ningún movimiento antisegregacionista.
Sin embargo, cuánto puede hacer una sola voluntad, o mejor aún, dos voluntades unidas por un mismo sentimiento.
Por desgracia, el racismo sigue siendo una herencia que aún supura veneno y que no sólo la justicia puede paliar. Aumentan los matrimonios interraciales y eso se celebra en la prensa, pero me atrevería a decir que son más abundantes y menos traumáticos si se dan entre asiáticos y blancos, o entre hispanos integrados y blancos. Mildred y Richard, una historia de amor defendida a diario. Tan difícil como eso.
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