'Siempre estuvieron ellas' repasa los semblantes poco conocidos, maltratados u olvidados de protagonistas femeninas de la historia española, desde la Edad Media a la Segunda República.
España, historia, política y cultura acaban en a.
Cuatro conceptos que el autor de Siempre estuvieron ellas, el historiador y politólogo Javier Santamarta (Madrid, 57 años), entremezcla a partes iguales en una entretenida obra que ofrece un abanico de pequeñas biografías de algunas de las mujeres más destacadas del pasado español.
Saltando de Al-Ándalus a la Segunda Guerra Mundial, el escritor recupera relatos poco conocidos u olvidados de científicas, periodistas, reinas o campesinas.
"Hispanas memorables", las llama. Santamarta deja, sin embargo, muchas preguntas en el aire, lo que lleva al lector a desear saber más sobre algunos personajes que, sin duda, merecen un estudio más profundo.
Es el caso, por ejemplo, de las mujeres que defendieron la ciudad de Palencia del ataque del duque de Lancaster en mayo de 1388. Sin hombres en la ciudad –todos habían sido reclutados por Juan I de Castilla y se encontraban a muchas leguas– las palentinas se encaramaron a murallas y campanarios listas a defender sus vidas. Risas y bromas del ejército invasor al descubrir la supuesta debilidad militar de sus enemigas.
“Aceite hirviendo convertido en cascadas que abrasan a los soldados que más se aproximan.
Escalas rechazadas por mujeres, que las empujan con las orcas que tienen.
Cuerdas, cortadas con hachas”, escribe Santamarta.
Tras la victoria, el monarca les concedió el llamado derecho de toca, “de este modo no tenían ya que inclinarse ante el rey”.
Podían lucir en sus tocados una banda de color rojo y oro. “Las mujeres de Palencia lo ostentan hasta hoy en sus trajes típicos, con lo que muestran, orgullosas, ser herederas de quienes supieron luchar.
De quienes supieron morir".
Y blande el caso, que “no es baladí, hoy en día en aquellos países que se dicen más avanzados, la envidia que crean las españolas cuando mantienen sus apellidos, cásense o no, siendo siempre ellas mismas; y nominadas todas, como los varones, con el apellido paterno, pero también con el materno.
Y en la posición que se quiera.
¿Hemos de recordar que el universal Velázquez es conocido por el apellido de su madre? ¿O que, con igual ejemplo, Luis de Argote es conocido como Góngora?”.
Santamarta escribe que “España tendría que estar tan orgullosa de su ascendencia femenina, que hasta el primer rey de España fue reina, Juana de Castilla, que habremos de considerarla no tanto como la loca que nos han querido mostrar, sino como el primer rey de la Historia Moderna de una España unificada”.
Es verdad, recuerda, que acabaría encerrada, “pero una cosa es cierta, las Cortes de Castilla jamás le quitaron el título de reina ni la inhabilitaron.
Fue la primera reina de esa España, origen de la nación actual española”.
El historiador salta de un semblante a otro y rememora a personajes tan distintos como Isabel Barreto, la primera almirante de la Armada y que capitaneó la flota del pacífico en el siglo XVI;
Clara Campoamor, diputada del Partido Republicano Radical, e impulsora del sufragio femenino en 1931; Ángela Ruiz Robles, precursora de las actuales tablets y que se negó a vender en 1971 la patente a una firma estadounidense; o Isabel Cendal Gómez, nacida en 1773, la primera enfermera de la historia en misión internacional, tal y como la considera la Organización Mundial de la Salud.
O el triste caso de Elena de Céspedes, una cirujana acusada por el Santo Oficio de sodomía y que se automutiló para poder ejercer.
“Yo no soy mujer. Nadie es perfecto”, se lee en las primeras líneas del libro, que acaba así:
“Mujeres que merecen ser recordadas, muchas de las cuales vivieron en lugares lejanos, exóticos y hasta peligrosos. Son mujeres poderosas, inteligentes, luchadoras…
Es sorprendente que las hayamos olvidado, porque a lo largo de nuestra Historia, siempre estuvieron ellas”.
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