La ignorancia de aquel sujeto era tal que desconocía cuántos vocablos tienen las lenguas, unas más que otras; pero dado que el Diccionario español (un idioma rico en vocabulario, no como el noruego o el sueco) alberga unos 93.000… Bueno, ya lo dije entonces: esos niños suyos, además de acaudalados, habían de ser por fuerza tan inventivos como J.R.R. Tolkien y George R.R. Martin.
Pero veo que la loca y tramposa tendencia al abultamiento de las cifras ha triunfado también entre los periodistas, que sueltan cosas inverosímiles, cuando no engañosas, con tal de que todo suene catastrofista y desmesurado y la gente se alarme.
Durante la larga huelga francesa contra la reforma de las pensiones, TVE y la Sexta (cada día más parecidas en su ansia apocalíptica) nos dieron la sorprendente noticia de que, debido a la falta de transporte público, “a las puertas de París” había 600 km de atasco.
El espectador se quedaba atónito, imaginando un embotellamiento ininterrumpido en la distancia que separa Madrid de Barcelona.
Lo que los brillantes reporteros habían hecho era contar 5 km por aquí, 6 por allá, 2,5 por más allá, y entonces, quizá, sumando todo eso, salían los falaces 600 pregonados.
Unas semanas después, con motivo de los gigantescos incendios no de Australia entera, como se decía, sino de los Estados de Nueva Gales del Sur y Victoria, se aseveró, con cataclísmico regodeo, que habían causado la muerte de 500 millones de animales.
Pero, como eso les debió de parecer una minucia, al día siguiente elevaron la cifra a 1.000 millones.
No pude por menos de admirarme de la cantidad de bichos existentes en esos dos Estados.
No tengo ni idea, claro, pero en principio 1.000 millones (sólo entre los perecidos) resulta algo exorbitante.
A menos, desde luego (y esto se me ocurrió gracias al término “bichos”), que se incluyeran como unidad cada rata, cada mosca, cada mosquito y cada hormiga.
Con todo y con eso, me pregunto cómo diablos alguien se ha dedicado a contabilizar y verificar la defunción por fuego de todos ellos.
Francamente, no veo a nadie rebuscando, en medio de llamas incontroladas, cadáveres de insectos achicharrados.
En fin, no descarto ser yo el equivocado, y que los animales (o lo que solemos entender por tales) se cuenten en Victoria y Nueva Gales del Sur por la fabulosa cifra de billones de billones.
- En la actualidad se oye y lee sin que nadie se inmute ni discuta ni cuestione nada.
- Lo inaudito es cotidiano. Así, varios días después de que todo el país estuviera enterado (salvo el Rey, probablemente) de quiénes iban a ser los cuatro ministros que a Unidas Podemos les han rentado sus 35 menguados escaños, su jefe salió en una entrevista aduciendo que la discreción, y lo acordado con el PSOE panoli (qué genio de la negociación, Lastra), le impedían revelar esos nombramientos… que sólo él había hecho y sólo él podía conocer en primera instancia.
- Un prodigio de discreción, el suyo.
Una chica cargada de razón argumentaba en televisión lo siguiente (cito de memoria): “Es que yo tengo derecho a meterme en una red de contactos, establecer una cita con quien me dé la gana, salir con esa persona y que no me pase nada”.
Daban ganas de contestarle: “Mire, no, tiene derecho a hacer lo que le plazca, a quedar con un desconocido y a irse con él a la cama, al Polo Norte o al desierto de Gobi, pero no a que no le pase nada.
A nadie puede garantizársele eso”. También vi a otra joven quejarse en tono agraviado:
“Nos instan a que seamos emprendedores, pero es que nadie te enseña a emprender…” Como si a los emprendedores de la historia se les hubieran impartido cursos.
Alguien en verdad emprendedor lo es espontáneamente, santo cielo.
Lo mismo que un escritor, desde Cervantes a Faulkner, ¿o creen que acudieron a talleres para que unos burócratas los adiestraran? Se han arrojado ya al mundo varias generaciones frágiles como la porcelana, a las que hay que guiar de la mano hasta el último peldaño de sus ambiciosas carreras, y a las que hay que proteger del aire.
He oído al director de un museo anunciando unas “innovaciones” idiotas “para que la gente no se sienta intimidada por el arte”. Intimidatorio es un matón, un terrorista, un mafioso, pero ¿por qué habría de serlo el arte?
¿O por qué las librerías, algo que se oye asimismo a menudo? Ni en ellas ni en ningún museo se va a asustar al visitante, ni siquiera se lo va a someter a un examen.
Una cantante internacional se lamentaba en una entrevista, hace semanas: “Hay una carga que las mujeres seguimos acarreando: la presión de ser comparadas unas con otras”.
Ay Señor, ¿qué es lo que se creerá que les ocurre a los hombres? Y desde hace muchos más siglos.
O bien cabría responderle: “¿Y qué quiere? No se meta usted a ser diva, que nadie la obliga”.
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