Arte 10, artistas 0
El artista no tiene derecho a hacer cualquier cosa, ni siquiera a buitrear la vida de los demás y exponerla.
QUÉ LE HUBIERA pasado a la humanidad si no hubiera existido
Cervantes? Absolutamente nada. ¿Y si Shakespeare no hubiera nacido? Lo
mismo.
¿Habría cambiado el mundo si la obra de Velázquez o de Leonardo da Vinci no hubiera sido creada? Pues no.
Ahora bien: si no existiera el arte, la pintura, la música; si no hubiera novelas ni poesía ni narración, la vida sería inhumana e inhabitable.
Somos quienes somos justamente porque vibramos en el ansia de buscar la belleza, esa inutilidad tan necesaria.
La belleza es el sentido del caos, o al menos el intento de encontrar ese sentido.
Y se trata de un esfuerzo colectivo.
Lo que quiero decir es que el arte es un exudado social, que forma parte esencial de lo que todos somos, y que el artista individual no es más que una especie de médium, un peón de ese mandato de la especie.
Lo importante es el arte, no el artista. Ni siquiera los artistas más grandes son imprescindibles.
Todo esto viene a cuento del último (por ahora) escándalo en torno a la supuesta sacrosanta libertad del creador, un tema recurrente a lo largo de los años.
Hablo, ya saben, del francés Gabriel Matzneff, que ahora tiene 83 años y que ha visto cómo su editorial, Gallimard, retiraba de las librerías todos sus diarios después de que Vanessa Springora publicara un libro titulado Le consentement (El consentimiento), en donde cuenta la espeluznante y abusiva relación que Matzneff tuvo con ella en los años ochenta, cuando Vanessa tenía 14 años y él 50. Pero el verdadero escándalo es que Matzneff nunca ha ocultado su pedofilia, sino que ha hecho gala de ello en sus libros y en las entrevistas, hasta el punto de que hace años fue presentado en uno de los programas televisivos del celebérrimo Apostrophes como “profesor de educación sexual especializado en estudiantes y menores”.
Grandes risas cómplices de la concurrencia ante el chistecito.
De hecho, creo que en la radicalidad de la medida de Gallimard se transparente la mala conciencia de la editorial por haberle estado publicando sus alardes pedófilos tan tranquilamente.
En todo esto subyace esa estúpida, ignorante, elitista creencia en la impunidad del artista, como si estuviera por encima de las leyes y el sufrimiento del mundo.
¿Habría cambiado el mundo si la obra de Velázquez o de Leonardo da Vinci no hubiera sido creada? Pues no.
Ahora bien: si no existiera el arte, la pintura, la música; si no hubiera novelas ni poesía ni narración, la vida sería inhumana e inhabitable.
Somos quienes somos justamente porque vibramos en el ansia de buscar la belleza, esa inutilidad tan necesaria.
La belleza es el sentido del caos, o al menos el intento de encontrar ese sentido.
Y se trata de un esfuerzo colectivo.
Lo que quiero decir es que el arte es un exudado social, que forma parte esencial de lo que todos somos, y que el artista individual no es más que una especie de médium, un peón de ese mandato de la especie.
Lo importante es el arte, no el artista. Ni siquiera los artistas más grandes son imprescindibles.
Todo esto viene a cuento del último (por ahora) escándalo en torno a la supuesta sacrosanta libertad del creador, un tema recurrente a lo largo de los años.
Hablo, ya saben, del francés Gabriel Matzneff, que ahora tiene 83 años y que ha visto cómo su editorial, Gallimard, retiraba de las librerías todos sus diarios después de que Vanessa Springora publicara un libro titulado Le consentement (El consentimiento), en donde cuenta la espeluznante y abusiva relación que Matzneff tuvo con ella en los años ochenta, cuando Vanessa tenía 14 años y él 50. Pero el verdadero escándalo es que Matzneff nunca ha ocultado su pedofilia, sino que ha hecho gala de ello en sus libros y en las entrevistas, hasta el punto de que hace años fue presentado en uno de los programas televisivos del celebérrimo Apostrophes como “profesor de educación sexual especializado en estudiantes y menores”.
Grandes risas cómplices de la concurrencia ante el chistecito.
De hecho, creo que en la radicalidad de la medida de Gallimard se transparente la mala conciencia de la editorial por haberle estado publicando sus alardes pedófilos tan tranquilamente.
En todo esto subyace esa estúpida, ignorante, elitista creencia en la impunidad del artista, como si estuviera por encima de las leyes y el sufrimiento del mundo.
Aquí hubo un caso parecido hace 10 años, cuando Sánchez Dragó sacó un libro en el que decía haberse acostado en 1967 en Tokio con dos niñas de 13 años:
“Con unas lolitas de esas —ahora hay muchas— que visten como zorritas,
con los labios pintados, carmín, rímel, tacones, minifalda (…) las muy
putas se pusieron a turnarse”.
Ante el pollo que se montó, el escritor
se apresuró a decir que no había pasado nada y que era una anécdota
convertida en literatura (o sea, que es un fantasma), aunque lo más
terrible es que le encontrara esa gracia a contarlo y que la editorial
(Planeta) lo publicara como si nada.
Hay otros escritores, como Arthur C. Clarke, autor de 2001: una odisea del espacio
y otros magníficos libros, que también bordearon el escándalo pedófilo,
pero en realidad es un problema que va mucho más allá de acostarse con
niños.
Hablamos de todo tipo de abuso y de un narcisismo canalla, como
el de ese pseudoartista costarricense, no voy a decir su maldito nombre,
que en 2007 ató a un perro callejero en la galería Códice de Managua y
lo dejó morir de hambre.
Que la galería y las autoridades fueran
cómplices de esa lenta atrocidad resulta aún más desolador.
Y es que no, desde luego que no, el artista no tiene derecho a hacer
cualquier cosa, ni siquiera creo que tenga derecho a buitrear la vida de
los demás y exponerla abiertamente, como hizo Truman Capote en su inacabado libro Plegarias atendidas:
es probable que el escritor incluso provocara el suicidio de Ann
Woodward, que mató a su marido en un tiroteo oficialmente accidental,
pero a quien Capote retrataba en su personaje Ann Hopkins como asesina
premeditada.
Por todos los santos, ni un escritor de la talla de Capote
puede hacer esas cosas.
Y además, ¿saben qué? Plegarias atendidas
fue lo peor que escribió.
Porque el arte, ese arte colectivo del que
somos simples médiums, es el modo en el que los humanos intentamos ser
mejores, y no puede existir sin la conciencia aguda de los otros y sin
empatía.
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