Ve la luz ‘Rubberband’, álbum grabado por Miles Davis en 1985 y rechazado por Warner.
Otro regalo inesperado: el rescate de una banda sonora de Coltrane.
Puede que todo comenzara con Betty Mabry. Modelo y cantante, se movía
por los círculos neoyorquinos del rock y del soul.
Fue casualidad que coincidiera con Miles Davis y que entre ambos surgiera una relación abrasadora.
En 1968, se convirtió en la segunda esposa legal del trompetista y cambió tanto su música como su look.
Por entonces, Davis mantenía su rutina profesional, ante públicos decrecientes.
Reconvertida en Betty Davis, ella le hizo ver que estaba descolocado.
El jazz parecía aspirar al suicidio comercial, tras la eclosión del free; Betty le llevó al territorio donde estaba la acción.
Primero, renovó su vestuario.
Segundo, le sumergió en discos de Hendrix, Otis, Sly, Cream. Poco a poco, Miles se fue electrificando.
Hay indicios en Miles in The Sky (1968), pero se hace evidente al año siguiente, con In a Silent Way.
LiPuma prefería que Miles colaborara con Marcus Miller: tocaba prácticamente todos los instrumentos, tenía olfato comercial, sus producciones encajaban en el sonido esterilizado de los ochenta y… era flexible a la hora de los créditos.
Funcionó, hay que decirlo, con Tutu (1986) y Amandla (1989). El truco: LiPuma exigía firmar como coproductor, multiplicando su sueldo.
Tampoco Miles está exento de culpa: no peleó por Rubberband. Y cometió errores de primerizo: fiándose de David Franklin, abogado que también guiaba la carrera de su esposa actriz, firmó sin advertir que cedía sus derechos editoriales a Warner Chappell.
Los adelantos tampoco fueron generosos: recibía casi medio millón de dólares para gastos de producción de cada disco… pero se gastaba mucho más, con lo que empezaba endeudándose con Warner.
Lamentablemente, el sello tampoco ha sido capaz de honrar la memoria de Miles.
No ha llegado a materializar The Last Word, la tantas veces anunciada panorámica de sus seis últimos años.
Su único lanzamiento comparable con las exhaustivas cajas de Columbia es The Complete Miles Davis at Montreux 1973-1991, una iniciativa de Claude Nobs, fundador del festival suizo. Tampoco ha logrado juntar en un disco las grabaciones confeccionadas por Prince para el trompetista, reinventadas en giras y en un estudio alemán.
No esperen grandes revelaciones, pero todavía queda Miles por descubrir.
Fue casualidad que coincidiera con Miles Davis y que entre ambos surgiera una relación abrasadora.
En 1968, se convirtió en la segunda esposa legal del trompetista y cambió tanto su música como su look.
Por entonces, Davis mantenía su rutina profesional, ante públicos decrecientes.
Puede que todo comenzara con Betty Mabry. Modelo y cantante, se movía
por los círculos neoyorquinos del rock y del soul.
Fue casualidad que coincidiera con Miles Davis y que entre ambos surgiera una relación abrasadora.
En 1968, se convirtió en la segunda esposa legal del trompetista y cambió tanto su música como su look.
Por entonces, Davis mantenía su rutina profesional, ante públicos decrecientes.
Reconvertida en Betty Davis, ella le hizo ver que estaba descolocado.
El jazz parecía aspirar al suicidio comercial, tras la eclosión del free; Betty le llevó al territorio donde estaba la acción. Primero, renovó su vestuario.
Segundo, le sumergió en discos de Hendrix, Otis, Sly, Cream. Poco a poco, Miles se fue electrificando.
Hay indicios en Miles in The Sky (1968), pero se hace evidente al año siguiente, con In a Silent Way.
Davis controlaba su evolución con pulso firme; no ocurría lo mismo con su matrimonio, envenenado de celos y violencia.
Los temas dedicados a Betty reflejan ese deterioro, del exquisito Mademoiselle Mabry al despectivo Back Seat Betty.
Se divorciaron en 1969, sin romper el contacto.
Con su apellido de casada, Betty se reinventó como lúbrica vocalista de funk-rock, sin lograr gran impacto.
Miles se estableció en la emergente escena del jazz-rock, creando escuela con discos dobles como Bitches Brew y On the Corner.
Sin embargo, tampoco logró entrar en el mainstream de la música negra.
No formaba parte de la dieta sonora del gueto: su ámbito eran los palacios del rock, el circuito europeo del jazz, Japón.
Entre 1976 y 1980, Miles desapareció de la circulación, perdido entre
cocaína, dolorosos achaques y confusión íntima: se transformó en el
Príncipe de la Oscuridad, como decía su leyenda. Le salvó una
intervención familiar, encabezada por su hermana Dorothy y su futura
tercera esposa, la actriz Cicely Tyson. Reapareció en 1981 con una
balada que pegó en la radio: Time After Time, de Cindy Lauper.
Todavía no había recuperado su pericia en la trompeta, pero lo disimulaba con una banda que incluía bestias como el guitarrista Mike Stern, el saxofonista Bill Evans y el bajista Marcus Miller.
Aunque hubo algunas recaídas en las drogas, aprovechando ausencias de Cicely, todo funcionaba perfectamente hasta que dio un puñetazo encima de la mesa: abandonó Columbia, su hogar desde 1955.
Le molestó algún gesto de tacañería, aunque la disquera le había mantenido durante sus años de inactividad.
Y le indignaba el asunto Wynton Marsalis: la nueva estrella de la trompeta también grababa para Columbia y, mientras ascendía a capo del jazz en Nueva York, no ocultaba su antipatía por el Miles eléctrico.
También había roto amarras con Teo Macero, su productor en Columbia.
Sin avisar a esa compañía, en 1985 fichó con Warner. Decidió debutar con un disco que le estableciera como figura del funk.
El álbum, que nunca se publicó y verá la luz el próximo 6 de septiembre (mes en el que habrá otra operación de rescate en la sección de leyendas del jazz con otra referencia olvidada de John Coltrane), tenía título, Rubberband, y los cómplices adecuados: chavales de Chicago a los que había conocido a través de su sobrino, el baterista Vince Wilburn Jr.
Ya habían trabajado con Miles y sabían de sus peculiaridades: les dejaba solos en el estudio y, al final, él sumaba su trompeta.
Aparte de Vince, al proyecto Rubberband se unieron Randy Hall y Attala Zane Giles, músicos y productores de soul contemporáneo. Nada de jazz: Miles quería “el sonido de la calle”.
Usaron Ameraycan, estudio del guitarrista Ray Parker Jr., situado en North Hollywood (Los Ángeles).
Hasta el ingeniero tenía pedigrí: Reggie Dozier era hermano de Lamont Dozier, gran constructor del Sonido Motown.
Soportaban los arrebatos de Miles: insultos, golpes de boxeo, groserías varias.
Dozier se quedó aterrado al comprobar que podía tocar fuera de micro; intentaba, luego lo explicaría, explorar los armónicos y asegurarse de que no desafinaba.
Terminaron contentos: Miles añadió su trompeta (y algo de sintetizador) en 11 temas. Faltaba rematar uno e incorporar las voces de Al Jarreau y Chaka Khan cuando cayó el mazazo: Tommy LiPuma, responsable de jazz en Warner, decretó que aquello no se debía publicar. ¿Tan horrible era?
No para los oídos de Miles: Rubberband, Carnival Time, Wrinkle y I Love What We Make Together sonaron en muchos conciertos; otras dos piezas fueron recicladas en Doo-Bop, su disco póstumo.
Con la publicación de Rubberband constatamos que no se
trataba de un disco radical.
Aunque ahora se haya endulzado con las gargantas de Ledisi y Lalah Hathaway, el moderno r&b estaba compensado con música trepidante a lo Miami Vice, algunas baladas y hasta un exotismo smooth jazz (Paradise).
Fue casualidad que coincidiera con Miles Davis y que entre ambos surgiera una relación abrasadora.
En 1968, se convirtió en la segunda esposa legal del trompetista y cambió tanto su música como su look.
Por entonces, Davis mantenía su rutina profesional, ante públicos decrecientes.
Reconvertida en Betty Davis, ella le hizo ver que estaba descolocado.
El jazz parecía aspirar al suicidio comercial, tras la eclosión del free; Betty le llevó al territorio donde estaba la acción. Primero, renovó su vestuario.
Segundo, le sumergió en discos de Hendrix, Otis, Sly, Cream. Poco a poco, Miles se fue electrificando.
Hay indicios en Miles in The Sky (1968), pero se hace evidente al año siguiente, con In a Silent Way.
Davis controlaba su evolución con pulso firme; no ocurría lo mismo con su matrimonio, envenenado de celos y violencia.
Los temas dedicados a Betty reflejan ese deterioro, del exquisito Mademoiselle Mabry al despectivo Back Seat Betty.
Se divorciaron en 1969, sin romper el contacto.
Con su apellido de casada, Betty se reinventó como lúbrica vocalista de funk-rock, sin lograr gran impacto.
Miles se estableció en la emergente escena del jazz-rock, creando escuela con discos dobles como Bitches Brew y On the Corner.
Sin embargo, tampoco logró entrar en el mainstream de la música negra.
No formaba parte de la dieta sonora del gueto: su ámbito eran los palacios del rock, el circuito europeo del jazz, Japón.
Todavía no había recuperado su pericia en la trompeta, pero lo disimulaba con una banda que incluía bestias como el guitarrista Mike Stern, el saxofonista Bill Evans y el bajista Marcus Miller.
Aunque hubo algunas recaídas en las drogas, aprovechando ausencias de Cicely, todo funcionaba perfectamente hasta que dio un puñetazo encima de la mesa: abandonó Columbia, su hogar desde 1955.
Le molestó algún gesto de tacañería, aunque la disquera le había mantenido durante sus años de inactividad.
Y le indignaba el asunto Wynton Marsalis: la nueva estrella de la trompeta también grababa para Columbia y, mientras ascendía a capo del jazz en Nueva York, no ocultaba su antipatía por el Miles eléctrico.
También había roto amarras con Teo Macero, su productor en Columbia.
El álbum, que nunca se publicó y verá la luz el próximo 6 de septiembre (mes en el que habrá otra operación de rescate en la sección de leyendas del jazz con otra referencia olvidada de John Coltrane), tenía título, Rubberband, y los cómplices adecuados: chavales de Chicago a los que había conocido a través de su sobrino, el baterista Vince Wilburn Jr.
Ya habían trabajado con Miles y sabían de sus peculiaridades: les dejaba solos en el estudio y, al final, él sumaba su trompeta.
Aparte de Vince, al proyecto Rubberband se unieron Randy Hall y Attala Zane Giles, músicos y productores de soul contemporáneo. Nada de jazz: Miles quería “el sonido de la calle”.
Usaron Ameraycan, estudio del guitarrista Ray Parker Jr., situado en North Hollywood (Los Ángeles).
Hasta el ingeniero tenía pedigrí: Reggie Dozier era hermano de Lamont Dozier, gran constructor del Sonido Motown.
Soportaban los arrebatos de Miles: insultos, golpes de boxeo, groserías varias.
Dozier se quedó aterrado al comprobar que podía tocar fuera de micro; intentaba, luego lo explicaría, explorar los armónicos y asegurarse de que no desafinaba.
Terminaron contentos: Miles añadió su trompeta (y algo de sintetizador) en 11 temas. Faltaba rematar uno e incorporar las voces de Al Jarreau y Chaka Khan cuando cayó el mazazo: Tommy LiPuma, responsable de jazz en Warner, decretó que aquello no se debía publicar. ¿Tan horrible era?
No para los oídos de Miles: Rubberband, Carnival Time, Wrinkle y I Love What We Make Together sonaron en muchos conciertos; otras dos piezas fueron recicladas en Doo-Bop, su disco póstumo.
Aunque ahora se haya endulzado con las gargantas de Ledisi y Lalah Hathaway, el moderno r&b estaba compensado con música trepidante a lo Miami Vice, algunas baladas y hasta un exotismo smooth jazz (Paradise).
Reconvertida en Betty Davis, ella le hizo ver que estaba descolocado.
El jazz parecía aspirar al suicidio comercial, tras la eclosión del free; Betty le llevó al territorio donde estaba la acción.
Primero, renovó su vestuario.
Segundo, le sumergió en discos de Hendrix, Otis, Sly, Cream. Poco a poco, Miles se fue electrificando.
Hay indicios en Miles in The Sky (1968), pero se hace evidente al año siguiente, con In a Silent Way.
LiPuma prefería que Miles colaborara con Marcus Miller: tocaba prácticamente todos los instrumentos, tenía olfato comercial, sus producciones encajaban en el sonido esterilizado de los ochenta y… era flexible a la hora de los créditos.
Funcionó, hay que decirlo, con Tutu (1986) y Amandla (1989). El truco: LiPuma exigía firmar como coproductor, multiplicando su sueldo.
Tampoco Miles está exento de culpa: no peleó por Rubberband. Y cometió errores de primerizo: fiándose de David Franklin, abogado que también guiaba la carrera de su esposa actriz, firmó sin advertir que cedía sus derechos editoriales a Warner Chappell.
Los adelantos tampoco fueron generosos: recibía casi medio millón de dólares para gastos de producción de cada disco… pero se gastaba mucho más, con lo que empezaba endeudándose con Warner.
Lamentablemente, el sello tampoco ha sido capaz de honrar la memoria de Miles.
No ha llegado a materializar The Last Word, la tantas veces anunciada panorámica de sus seis últimos años.
Su único lanzamiento comparable con las exhaustivas cajas de Columbia es The Complete Miles Davis at Montreux 1973-1991, una iniciativa de Claude Nobs, fundador del festival suizo. Tampoco ha logrado juntar en un disco las grabaciones confeccionadas por Prince para el trompetista, reinventadas en giras y en un estudio alemán.
No esperen grandes revelaciones, pero todavía queda Miles por descubrir.
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