‘Sorry We Missed You’ logra implicarte en los problemas de unos supervivientes
Mati Diop, autora de 'Atlantique', ha realizado una película insufrible.
Me he encontrado a un señor de 83 años, acompañado de una anciana con
apariencia tan apacible y digna como la de él, en un bar minúsculo y
anónimo especializado en panini, nada que ver con la opulencia y
el famoseo de Cannes.
Y he estado a punto de acercarme a él, algo que no he hecho jamás con nadie, para darle las gracias por la película que acabo de ver. Me he cortado, por pudor, por respeto.
Ese hombre se llama Ken Loach y lleva toda su carrera hablando con lenguaje realista y algunas veces conmocionante de injusticias cotidianas, de gente anónima y legal que se siente acorralada por el estado de las cosas, víctimas que intentan sobrevivir sin pisar a nadie, a las que les van cayendo hostias continuas que no se merecen.
Y a estos personajes reconocibles, con derecho a encontrar un poco de respiro y un pedacito de sus antiguos sueños, a espantar su asfixia laboral, económica y vital, Loach les ofrece su cámara y su oído, haciendo retratos de situaciones intolerables que empiezan mal y acaban peor.
A este director le acusan en los últimos tiempos los idiotas e impostores de siempre, expertos en disfraces según las modas, de hacer un cine panfletario y facilón.
Admito que hay subidas y desfallecimientos en su obra, que a veces ha sido simplista o cercano al maniqueísmo en su concepción de buenos y malos, pero cuando acierta tiene la capacidad para removerme, creérmelo, hacerme sentir indignación y piedad, implicarme en sus reivindicativas y humanistas historias.
Lo hizo en Kes, Family Life, Agenda oculta, Riff-Raff, Lloviendo piedras, Mi nombre es Joe y Yo, Daniel Blake.
Y vuelvo a sentir lo mismo con Sorry We Missed You
. La familia que describe y el agobio que siente resultan tan verosímiles como cercanos.
Intentan algo tan razonable como comer todos los días, ofrecer un poco de futuro a sus hijos, una cría que se entera de todo y un adolescente enganchado permanentemente a su teléfono y a pintar grafitis que le pueden crear problemas.
También alimentan el deseo de unos ingresos regulares y tal vez poseer alguna vez una casa propia.
En otra época pudieron pertenecer a la clase media baja, pero saben que los tiempos actuales ya no admiten ni eso, que la pobreza les está rozando.
Y trabajan como bestias, él transportando paquetes a domicilio y ella cuidando a discapacitados y ancianos.
Pero todo está amenazado por la explotación más dura, la ruina, las tensiones cercando a la estabilidad familiar.
El angustioso guion pertenece a Paul Laverty, colaborador habitual de Loach.
Y este lo traslada a imágenes que desprenden verdad y sentimiento.
Utilizando a intérpretes que yo desconocía y que parecen sacados de la calle.
Y logra implicarte en los problemas de estos acosados supervivientes.
He sentido un ligero temblor a medida que se acercaba el desenlace. Optar por la negrura absoluta sería una tentación fácil. Loach la elude.
El padre de esta afligida familia hace lo que tiene que hacer.
Yo espero que a este director, a este Pepito Grillo del cine, le queden fuerzas y ganas para seguir haciendo películas tan personales como necesarias.
Y he estado a punto de acercarme a él, algo que no he hecho jamás con nadie, para darle las gracias por la película que acabo de ver. Me he cortado, por pudor, por respeto.
Ese hombre se llama Ken Loach y lleva toda su carrera hablando con lenguaje realista y algunas veces conmocionante de injusticias cotidianas, de gente anónima y legal que se siente acorralada por el estado de las cosas, víctimas que intentan sobrevivir sin pisar a nadie, a las que les van cayendo hostias continuas que no se merecen.
Y a estos personajes reconocibles, con derecho a encontrar un poco de respiro y un pedacito de sus antiguos sueños, a espantar su asfixia laboral, económica y vital, Loach les ofrece su cámara y su oído, haciendo retratos de situaciones intolerables que empiezan mal y acaban peor.
A este director le acusan en los últimos tiempos los idiotas e impostores de siempre, expertos en disfraces según las modas, de hacer un cine panfletario y facilón.
Admito que hay subidas y desfallecimientos en su obra, que a veces ha sido simplista o cercano al maniqueísmo en su concepción de buenos y malos, pero cuando acierta tiene la capacidad para removerme, creérmelo, hacerme sentir indignación y piedad, implicarme en sus reivindicativas y humanistas historias.
Lo hizo en Kes, Family Life, Agenda oculta, Riff-Raff, Lloviendo piedras, Mi nombre es Joe y Yo, Daniel Blake.
. La familia que describe y el agobio que siente resultan tan verosímiles como cercanos.
Intentan algo tan razonable como comer todos los días, ofrecer un poco de futuro a sus hijos, una cría que se entera de todo y un adolescente enganchado permanentemente a su teléfono y a pintar grafitis que le pueden crear problemas.
También alimentan el deseo de unos ingresos regulares y tal vez poseer alguna vez una casa propia.
En otra época pudieron pertenecer a la clase media baja, pero saben que los tiempos actuales ya no admiten ni eso, que la pobreza les está rozando.
Y trabajan como bestias, él transportando paquetes a domicilio y ella cuidando a discapacitados y ancianos.
Pero todo está amenazado por la explotación más dura, la ruina, las tensiones cercando a la estabilidad familiar.
El angustioso guion pertenece a Paul Laverty, colaborador habitual de Loach.
Y este lo traslada a imágenes que desprenden verdad y sentimiento.
Utilizando a intérpretes que yo desconocía y que parecen sacados de la calle.
Y logra implicarte en los problemas de estos acosados supervivientes.
He sentido un ligero temblor a medida que se acercaba el desenlace. Optar por la negrura absoluta sería una tentación fácil. Loach la elude.
El padre de esta afligida familia hace lo que tiene que hacer.
Yo espero que a este director, a este Pepito Grillo del cine, le queden fuerzas y ganas para seguir haciendo películas tan personales como necesarias.
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