Se cumple un año de la muerte del menor. El caso supuso un punto de inflexión en la cobertura de las desapariciones.
La primera noticia sobre Gabriel Cruz,
un niño almeriense de ocho años, llegó en forma de imagen: la de su
rostro con una simpática sonrisa, enmarcado con las palabras rojo en
"Urgente" y "Menor desaparecido".
Era la primera fotografía que encontró su madre, Patricia Ramírez, en su teléfono móvil, cuando denunciaron su desaparición el 27 de febrero de 2018.
Correspondía al fin de semana anterior. Habían estado de excursión en la sierra; y después, aprovechando el puente del día de Andalucía (28 de febrero), se había ido con su padre y su abuela a Las Hortichuelas, una pequeña pedanía de Níjar inmersa en el Parque Natural del Cabo de Gata de Almería.
Gabriel llevaba un pañuelo azul al cuello, el mismo que llevaría después Patricia Ramírez anudado a su garganta durante los 12 días que duró la búsqueda del menor.
El mismo fular que le regalaría ella al ministro del Interior, Juan Ignacio Zoido, y que este llevaría atado a su mano el día del funeral del pequeño.
Finalmente, Zoido, con quien creó un vínculo amistoso, se lo devolvería porque "sentía que no podía aceptar una cosa así".
La sonrisa de Gabriel conquistó a cientos de miles de españoles que siguieron en directo, con equipos de televisión adosados a bomberos, guardias civiles, agentes de protección civil, o buceadores, los pormenores de una búsqueda que ha marcado un punto de inflexión en la cobertura de las desapariciones y de la que se derivan algunas enseñanzas.
Un sospechoso perfecto. El caso de Gabriel demostró que, muchas veces, los medios de comunicación quieren ir más rápido que los investigadores.
Uno de los primeros sospechosos de la muerte del menor fue un hombre de 42 años de Antas, un pequeño pueblo al este de la provincia de Almería, que había acosado durante dos años a la madre de Gabriel.
En cuestión de días, el acosador se convirtió en acosado. Decenas de medios de comunicación hicieron guardia a la puerta de su casa (la de sus padres), escrutaron su pasado, desvelaron sus manías y le dejaron marcado para siempre.
Mientras, los investigadores, que le interrogaron durante dos días, iban desatando los cabos que lo soltaban. Una pulsera que llevaba por tener una orden de alejamiento de la madre del menor despistó a los agentes y demostró, también, que ese sistema de alerta sufre bastantes imperfecciones.
El hombre no tuvo nada que ver con la desaparición de Gabriel.
La respuesta humana. Cientos de personas acudieron voluntariamente en esos primeros días para participar en las labores de búsqueda del niño.
La sociedad civil, conmovida por la imagen viral del niño, se movilizaba ante la desesperación de unos padres.
Al punto de coordinación establecido por la Guardia Civil en Las Negras, a escasos kilómetros de Las Hortichuelas, acudía gente de otros pueblos, pero también de otras provincias dispuestos a peinar la zona y a acompañar a esos padres echados al monte en su angustiosa búsqueda.
En un mundo poco acostumbrado a la humanidad, comenzaba a crearse la "marea de buena gente" que haría flotar al pescaíto, en palabras de su madre, cuya expresión de dolor y bondad conmocionaron a la sociedad.
Una noticia viral. Todo lo que tenía que ver con Gabriel hacía subir los índices de audiencia hasta niveles casi desconocidos.
Las televisiones, las radios, los periódicos, entrevistaban a familiares, amigos, vecinos, amigos que no eran amigos..., y dedicaban varios espacios diarios a un tema que había tocado la fibra sensible de España.
La pequeña pedanía de Las Hortichuelas, el último lugar en el que se vio al niño, se llenó de focos y cámaras de televisión hasta que ese genuino entorno natural almeriense, donde apenas había cobertura para los móviles, se convirtió en una suerte de improvisado plató, desde el que se hacían conexiones en directo varias veces al día por medios diversos.
Los escasos 100 metros de camino que separaban la casa de la abuela de Gabriel de la de sus tíos, adonde supuestamente se dirigía el niño después de comer la tarde que desapareció, fueron inspeccionados casi al milímetro, tanto por los investigadores como por los periodistas.
Una investigación interferida. A medida que pasaban los días y avanzaban las pesquisas y la investigación —liderada por la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil y el grupo de homicidios de la comandancia de Almería— se centraba en el entorno más próximo al menor, esa casa familiar de Las Hortichuelas se quedaba cada vez más pequeña, casi encajonada entre coches de la Guardia Civil y vehículos de medios de comunicación.
Los investigadores, que aún confiaban en encontrar a Gabriel con vida, necesitaban investigar los movimientos de quien era ya la principal sospechosa, Ana Julia Quezada, la compañera sentimental del padre de Gabriel, separado hacía unos años de su madre, aunque mantenía con esta una buena relación.
Sin embargo, la presencia de cámaras desnaturalizaba el contexto y condicionaba los movimientos de la sospechosa, que hacía declaraciones, hablaba y lloraba con periodistas y que se terminó de poner en el punto de mira al encontrar durante una de las batidas una camiseta del niño.
Con el avance de la investigación, y a la espera de que ella diera algún paso en falso, los agentes tuvieron que despistar a los medios de comunicación para permitir que ella se sintiera más libre y les condujera, como así fue, hasta el lugar donde estaba el niño.
Tocar el Mal o la peor "bruja" de todos los cuentos. Nadie quería creérselo.
Era la primera fotografía que encontró su madre, Patricia Ramírez, en su teléfono móvil, cuando denunciaron su desaparición el 27 de febrero de 2018.
Correspondía al fin de semana anterior. Habían estado de excursión en la sierra; y después, aprovechando el puente del día de Andalucía (28 de febrero), se había ido con su padre y su abuela a Las Hortichuelas, una pequeña pedanía de Níjar inmersa en el Parque Natural del Cabo de Gata de Almería.
Gabriel llevaba un pañuelo azul al cuello, el mismo que llevaría después Patricia Ramírez anudado a su garganta durante los 12 días que duró la búsqueda del menor.
El mismo fular que le regalaría ella al ministro del Interior, Juan Ignacio Zoido, y que este llevaría atado a su mano el día del funeral del pequeño.
Finalmente, Zoido, con quien creó un vínculo amistoso, se lo devolvería porque "sentía que no podía aceptar una cosa así".
La sonrisa de Gabriel conquistó a cientos de miles de españoles que siguieron en directo, con equipos de televisión adosados a bomberos, guardias civiles, agentes de protección civil, o buceadores, los pormenores de una búsqueda que ha marcado un punto de inflexión en la cobertura de las desapariciones y de la que se derivan algunas enseñanzas.
Un sospechoso perfecto. El caso de Gabriel demostró que, muchas veces, los medios de comunicación quieren ir más rápido que los investigadores.
Uno de los primeros sospechosos de la muerte del menor fue un hombre de 42 años de Antas, un pequeño pueblo al este de la provincia de Almería, que había acosado durante dos años a la madre de Gabriel.
En cuestión de días, el acosador se convirtió en acosado. Decenas de medios de comunicación hicieron guardia a la puerta de su casa (la de sus padres), escrutaron su pasado, desvelaron sus manías y le dejaron marcado para siempre.
Mientras, los investigadores, que le interrogaron durante dos días, iban desatando los cabos que lo soltaban. Una pulsera que llevaba por tener una orden de alejamiento de la madre del menor despistó a los agentes y demostró, también, que ese sistema de alerta sufre bastantes imperfecciones.
El hombre no tuvo nada que ver con la desaparición de Gabriel.
La respuesta humana. Cientos de personas acudieron voluntariamente en esos primeros días para participar en las labores de búsqueda del niño.
La sociedad civil, conmovida por la imagen viral del niño, se movilizaba ante la desesperación de unos padres.
Al punto de coordinación establecido por la Guardia Civil en Las Negras, a escasos kilómetros de Las Hortichuelas, acudía gente de otros pueblos, pero también de otras provincias dispuestos a peinar la zona y a acompañar a esos padres echados al monte en su angustiosa búsqueda.
En un mundo poco acostumbrado a la humanidad, comenzaba a crearse la "marea de buena gente" que haría flotar al pescaíto, en palabras de su madre, cuya expresión de dolor y bondad conmocionaron a la sociedad.
Una noticia viral. Todo lo que tenía que ver con Gabriel hacía subir los índices de audiencia hasta niveles casi desconocidos.
Las televisiones, las radios, los periódicos, entrevistaban a familiares, amigos, vecinos, amigos que no eran amigos..., y dedicaban varios espacios diarios a un tema que había tocado la fibra sensible de España.
La pequeña pedanía de Las Hortichuelas, el último lugar en el que se vio al niño, se llenó de focos y cámaras de televisión hasta que ese genuino entorno natural almeriense, donde apenas había cobertura para los móviles, se convirtió en una suerte de improvisado plató, desde el que se hacían conexiones en directo varias veces al día por medios diversos.
Los escasos 100 metros de camino que separaban la casa de la abuela de Gabriel de la de sus tíos, adonde supuestamente se dirigía el niño después de comer la tarde que desapareció, fueron inspeccionados casi al milímetro, tanto por los investigadores como por los periodistas.
Una investigación interferida. A medida que pasaban los días y avanzaban las pesquisas y la investigación —liderada por la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil y el grupo de homicidios de la comandancia de Almería— se centraba en el entorno más próximo al menor, esa casa familiar de Las Hortichuelas se quedaba cada vez más pequeña, casi encajonada entre coches de la Guardia Civil y vehículos de medios de comunicación.
Los investigadores, que aún confiaban en encontrar a Gabriel con vida, necesitaban investigar los movimientos de quien era ya la principal sospechosa, Ana Julia Quezada, la compañera sentimental del padre de Gabriel, separado hacía unos años de su madre, aunque mantenía con esta una buena relación.
Sin embargo, la presencia de cámaras desnaturalizaba el contexto y condicionaba los movimientos de la sospechosa, que hacía declaraciones, hablaba y lloraba con periodistas y que se terminó de poner en el punto de mira al encontrar durante una de las batidas una camiseta del niño.
Con el avance de la investigación, y a la espera de que ella diera algún paso en falso, los agentes tuvieron que despistar a los medios de comunicación para permitir que ella se sintiera más libre y les condujera, como así fue, hasta el lugar donde estaba el niño.
Tocar el Mal o la peor "bruja" de todos los cuentos. Nadie quería creérselo.
Todos habían estado a su lado. Su pareja, el
padre de Gabriel, dormía con ella cada noche. Patricia Ramírez, madre
del niño, se había dejado acompañar por ella en las labores de búsqueda.
La abuela del menor la hospedaba en su casa.
Los periodistas tenían su
teléfono móvil, hablaban con ella, la consolaban...
Los investigadores,
mientras descubrían el turbio pasado de la sospechosa en Burgos
(una hija de cuatro años supuestamente se le tiró por la ventana), no
habían logrado recuperar su teléfono móvil (dos veces dijo haberlo
perdido), ni que declarara porque supuestamente le había dado un ataque
de ansiedad.
Cuando la grabaron yendo al cortijo cercano a Las Hortichuelas, donde
se estaba construyendo una casa con el padre de Gabriel, y vieron como sacaba de un agujero en el suelo el cuerpo del niño para meterlo en el maletero de su coche,
terminaron de confirmar sus peores sospechas.
Ana Julia se convirtió
así en la encarnación del Mal, del cinismo y la perversión máximos, en
la "bruja mala del cuento", como se refirió a ella la madre del pequeño
tras el funeral, capaz de matar a un niño por celos y por el temor a
perder el control de su padre.
Las lágrimas del Comandante Reina. La expectación pública provocó la celebración de una rueda de prensa posterior a la resolución del caso, también retransmitida en directo,
y que puso de manifiesto que los investigadores de homicidios y
desaparecidos no son de piedra.
Pese a toparse habitualmente con los peores sentimientos humanos, el caso de Gabriel trastocó las emociones de los agentes implicados.
Hasta el final mantuvieron la esperanza de poder encontrarlo con vida porque Ana Julia Quezada, en las conversaciones que mantenía con los familiares dentro de la casa, siempre les animaba a pedir un rescate.
El fatal desenlace, junto a los enormes esfuerzos realizados durante casi dos semanas sin descanso, hicieron brotar las lágrimas del comandante Reina, al frente de la operación, ante los ojos de todo un país, que seguía su comparecencia por televisión.
Lecciones de una madre. Patricia Ramírez, rota por el dolor de haber perdido a su único hijo, fue capaz de apelar a los buenos sentimientos de las personas, convirtió la canción de Los Girasoles de Rozalén —que habla de la gente buena y que le gustaba a su hijo— en una suerte de himno unido al nombre de Gabriel, pidió que no se extendiera la rabia, provocó un recuerdo de su hijo que no estuviese manchado por el de "la bruja", y no profirió ni la más mínima expresión de odio ante un desgarro salvaje.
Se erigió así en una especie de encarnación de la bondad frente a la máxima expresión del mal, en un momento en el que muchas personas sentían justificado el linchamiento de la presunta asesina. Con pocas palabras, esa mujer acostumbrada a guiar como speaker a los corredores en las carreras de fondo, guio a la masa, de manera que los mejores sentimientos humanos se impusieron a los peores.
El luto compartido: "Todos somos Gabriel". Cientos de personas y de autoridades, políticos nacionales, andaluces y almerienses, miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad, acompañaron a los padres de Gabriel Cruz en el funeral celebrado en la catedral de Almería.
Decenas de famosos mostraron su pesar en las redes sociales. Padres y niños inundaron plazas públicas y muros de Facebook con dibujos de peces que recordaban al pescaíto.
España estuvo embargada por el luto. En Almería se construyó posteriormente el parque de la Ballena dedicado a Gabriel.
Casi un año más tarde España escuchaba un grito similar: "Todos somos Laura", tras el hallazgo del cuerpo de la joven Laura Luelmo.
Una estela de discreción. Los meses posteriores a la muerte de Gabriel Cruz han estado marcados por la discreción de su familia, que —frente a lo ocurrido en casos como los padres de Diana Quer o Mariluz— ha eludido cámaras y ha mantenido un escrupuloso control del procedimiento judicial abierto, evitando injerencias que pudiesen desvirtuarlo, hasta el punto de que Patricia Ramírez llegó a pedir la retirada de dos acusaciones populares para evitar más circo mediático.
La instrucción está a punto de concluir, después de que este martes los abogados de Ana Julia Quezada renunciaran a su comparecencia.
Quezada, que envió alguna carta desde la cárcel a algún medio de comunicación, será juzgada por un jurado popular (pendiente de conformarse aún) y se enfrenta a la prisión permanente revisable.
Pese a toparse habitualmente con los peores sentimientos humanos, el caso de Gabriel trastocó las emociones de los agentes implicados.
Hasta el final mantuvieron la esperanza de poder encontrarlo con vida porque Ana Julia Quezada, en las conversaciones que mantenía con los familiares dentro de la casa, siempre les animaba a pedir un rescate.
El fatal desenlace, junto a los enormes esfuerzos realizados durante casi dos semanas sin descanso, hicieron brotar las lágrimas del comandante Reina, al frente de la operación, ante los ojos de todo un país, que seguía su comparecencia por televisión.
Lecciones de una madre. Patricia Ramírez, rota por el dolor de haber perdido a su único hijo, fue capaz de apelar a los buenos sentimientos de las personas, convirtió la canción de Los Girasoles de Rozalén —que habla de la gente buena y que le gustaba a su hijo— en una suerte de himno unido al nombre de Gabriel, pidió que no se extendiera la rabia, provocó un recuerdo de su hijo que no estuviese manchado por el de "la bruja", y no profirió ni la más mínima expresión de odio ante un desgarro salvaje.
Se erigió así en una especie de encarnación de la bondad frente a la máxima expresión del mal, en un momento en el que muchas personas sentían justificado el linchamiento de la presunta asesina. Con pocas palabras, esa mujer acostumbrada a guiar como speaker a los corredores en las carreras de fondo, guio a la masa, de manera que los mejores sentimientos humanos se impusieron a los peores.
El luto compartido: "Todos somos Gabriel". Cientos de personas y de autoridades, políticos nacionales, andaluces y almerienses, miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad, acompañaron a los padres de Gabriel Cruz en el funeral celebrado en la catedral de Almería.
Decenas de famosos mostraron su pesar en las redes sociales. Padres y niños inundaron plazas públicas y muros de Facebook con dibujos de peces que recordaban al pescaíto.
España estuvo embargada por el luto. En Almería se construyó posteriormente el parque de la Ballena dedicado a Gabriel.
Casi un año más tarde España escuchaba un grito similar: "Todos somos Laura", tras el hallazgo del cuerpo de la joven Laura Luelmo.
Una estela de discreción. Los meses posteriores a la muerte de Gabriel Cruz han estado marcados por la discreción de su familia, que —frente a lo ocurrido en casos como los padres de Diana Quer o Mariluz— ha eludido cámaras y ha mantenido un escrupuloso control del procedimiento judicial abierto, evitando injerencias que pudiesen desvirtuarlo, hasta el punto de que Patricia Ramírez llegó a pedir la retirada de dos acusaciones populares para evitar más circo mediático.
La instrucción está a punto de concluir, después de que este martes los abogados de Ana Julia Quezada renunciaran a su comparecencia.
Quezada, que envió alguna carta desde la cárcel a algún medio de comunicación, será juzgada por un jurado popular (pendiente de conformarse aún) y se enfrenta a la prisión permanente revisable.
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