La película 'Una cuestión de género' debería ser de visionado obligatorio como mínimo en todas las Facultades de Derecho.
Hay películas que han de verse más allá de sus valores
cinematográficos.
Por lo que enseñan, por lo que emocionan, por lo que vuelven visible.
Una cuestión de género es una de esas películas que, sin ser más que un buen producto norteamericano, academicista y poco innovador, incluso con alguna trampa narrativa, debería ser de visionado obligatorio como mínimo en todas las Facultades de Derecho, además de en Colegios de la Abogacía y demás instancias en las que todavía cuesta tanto reconocer que el Derecho también tiene género.
La historia de la abogada norteamericana Ruth Bader Ginsburg, otro de esos nombres que no suelen aparecer en las referencias construidas por y para los hombres, tiene mucho interés más allá del caso concreto que plantea: la lucha por desmontar un sistema jurídico discriminatorio contra las mujeres a partir de un caso que, paradójicamente, discriminaba a un varón al negarle una exención fiscal como cuidador de su madre.
Un caso, por cierto, que guarda muchas similitudes con un supuesto que resolvió nuestro Tribunal Constitucional en 2011 y en el que también era un hombre el que reclamaba un cambio de turno en su trabajo para poder cuidar de sus hijos.
Además de comprobar cómo Ruth tuvo que hacerse hueco en un mundo, el de la Justicia, absolutamente androcéntrico y masculino en los EE UU de los años sesenta, la película nos ofrece una serie de lecciones que no estaría de más recordar en estos tiempos de reacciones machistas y de miedo al feminismo.
Lo más interesante de Una cuestión de género,
que no creo que sea casual que esté dirigida por una mujer, Mimi Leder,
reside en mostrarnos con evidencias, es decir, en probarnos como
habitualmente tiene que hacerse ante un tribunal, que nuestro mundo ha
sido históricamente construido a partir de un reparto jerárquico de roles entre hombres y mujeres.
Y que eso que el feminismo
ha llamado contrato sexual, sobre el que a su vez se negocia el pacto
social, ha condicionado, y todavía lo sigue haciendo, la igualdad real y
efectiva de los seres humanos en función de su sexo.
Lo que, desde el Derecho, y otras instancias de poder patriarcales, se ha concebido como un orden natural no ha sido sino una construcción cultural y política que ha mantenido a las mujeres en un lugar subordinado.
Como ciudadanas de segunda clase. Este reparto desigual de poder ha sido y es confirmado por las estructuras jurídicas y por quienes históricamente las han administrado.
Esos hombres omnipotentes y dominantes que, como vemos en la película, monopolizaron Harvard, los tribunales y los parlamentos.
Como dice en su alegato fina la abogada, encarnada con entusiasmo y emoción por Felicity Jones, el Derecho no solo no ha de ir por demás de una sociedad que ya entonces, los años 70 (tercera ola feminista), sino que también ha de ser un instrumento que posibilite un avance en derechos y, por tanto, en justicia social y democracia. Un Derecho que, como bien nos revela la pantalla, es una instancia de poder —una de las más firmes y cómplices con las que cuenta el patriarcado— y que por tanto tiene la capacidad no solo de establecer reglas del juego sino también configurar subjetividades. Es decir, de crear y reproducir género, esa palabra que tanto pavor suele provocar en quienes ven tambalear sus púlpitos ante las reclamaciones de más de la mitad de la ciudadanía.
Por lo que enseñan, por lo que emocionan, por lo que vuelven visible.
Una cuestión de género es una de esas películas que, sin ser más que un buen producto norteamericano, academicista y poco innovador, incluso con alguna trampa narrativa, debería ser de visionado obligatorio como mínimo en todas las Facultades de Derecho, además de en Colegios de la Abogacía y demás instancias en las que todavía cuesta tanto reconocer que el Derecho también tiene género.
La historia de la abogada norteamericana Ruth Bader Ginsburg, otro de esos nombres que no suelen aparecer en las referencias construidas por y para los hombres, tiene mucho interés más allá del caso concreto que plantea: la lucha por desmontar un sistema jurídico discriminatorio contra las mujeres a partir de un caso que, paradójicamente, discriminaba a un varón al negarle una exención fiscal como cuidador de su madre.
Un caso, por cierto, que guarda muchas similitudes con un supuesto que resolvió nuestro Tribunal Constitucional en 2011 y en el que también era un hombre el que reclamaba un cambio de turno en su trabajo para poder cuidar de sus hijos.
Además de comprobar cómo Ruth tuvo que hacerse hueco en un mundo, el de la Justicia, absolutamente androcéntrico y masculino en los EE UU de los años sesenta, la película nos ofrece una serie de lecciones que no estaría de más recordar en estos tiempos de reacciones machistas y de miedo al feminismo.
Lo que, desde el Derecho, y otras instancias de poder patriarcales, se ha concebido como un orden natural no ha sido sino una construcción cultural y política que ha mantenido a las mujeres en un lugar subordinado.
Como ciudadanas de segunda clase. Este reparto desigual de poder ha sido y es confirmado por las estructuras jurídicas y por quienes históricamente las han administrado.
Esos hombres omnipotentes y dominantes que, como vemos en la película, monopolizaron Harvard, los tribunales y los parlamentos.
Como dice en su alegato fina la abogada, encarnada con entusiasmo y emoción por Felicity Jones, el Derecho no solo no ha de ir por demás de una sociedad que ya entonces, los años 70 (tercera ola feminista), sino que también ha de ser un instrumento que posibilite un avance en derechos y, por tanto, en justicia social y democracia. Un Derecho que, como bien nos revela la pantalla, es una instancia de poder —una de las más firmes y cómplices con las que cuenta el patriarcado— y que por tanto tiene la capacidad no solo de establecer reglas del juego sino también configurar subjetividades. Es decir, de crear y reproducir género, esa palabra que tanto pavor suele provocar en quienes ven tambalear sus púlpitos ante las reclamaciones de más de la mitad de la ciudadanía.
Una lucha que es necesariamente intergeneracional, como lo demuestra en la película la relación de la protagonista con la abogada veterana y con su propia hija, y en la que también es necesario contar con los apoyos de hombres comprometidos.
El marido que de manera admirable se convierte en cómplice de Ruth, encarnado con la compostura propia de un galán clásico por el atractivo Armie Hammer, y tal vez construido como un personaje excesivamente amable y sin aristas, es también un buen ejemplo de cómo a nosotros nos corresponde la a veces compleja tarea de apoyar sin asumir el protagonismo.
Y, sobre todo, es una historia que me gustaría que todos mis alumnos y todas mis alumnas, tan ensimismadas en sus brillantes carreras de futuros depredadoras, digirieran para que, al fin, asumieran la parte de responsabilidad que tienen en superar un mundo en el que el modelo de correcto comportamiento se sigue identificado con el buen padre de familia.
En fin, Una cuestión de género, que es una de esas películas que hacen que salgas del cine con el ánimo lleno de argumentos para seguir batallando al día siguiente, debería ser vista por todos esos políticos que cuestionan tan alegremente la perspectiva de género y las leyes que en los últimos años han hecho avanzar la democracia, por tantos juristas que siguen atrapados por la formalidad de la igualdad liberal y por una ciudadanía que, con frecuencia, no es consciente de cómo el Derecho nos limita pero también nos refuerza como seres autónomos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario