Soponcios, sorpresas y previsibilidad. Telecinco no engancha con el manido formato de ‘Volverte a ver’.
Al rato de poner Volverte a ver una empieza a echar de menos al perro de Ricky Martin.
Veinte años después de Sorpresa, sorpresa y la leyenda urbana sobre la niña, el bote de mermelada y el latin lover en el armario, aquella mentira es la única historia que permanece en la memoria colectiva de los miles de dramas humanos verdaderos que durante dos décadas han desfilado por talk shows sentimentales.
A veces la realidad no supera a la ficción.
A veces, la realidad es un bodrio.
Volverte a ver (producido por Telecinco y Bulldog TV), que ha conseguido unas audiencias mediocres en torno al 10% el jueves por la noche, regurgita un formato mil veces ensayado en programas como Hay una carta para ti o Hay una cosa que te quiero decir.
Todo empieza con una persona que tiene un mensaje para otra, variaciones de “te quiero mucho” o “perdón”, así de simple es la vida.
En esta enésima resurrección, un emisario famosete (un extronista, un triunfito, la hija de Rocío Jurado, la de Bárbara Rey) hace llegar el mensaje en forma de un objeto simbólico que funciona como una ambigua pista sobre quién es el remitente.
No es un objeto personal, sino una pieza de decorado artificiosamente traída por los pelos en el guion.
Ejemplo: en la tercera entrega del programa, que se estrenó el 18 de enero, Miguel Ángel (aquí solo tiene apellido Carlos Sobera), de Bollullos del Condado, le manda un gorro de chef a Reyes, su pareja, porque “es cocinera y nadie mejor que ella cocina la receta del amor”. Aysh.
“Haz que llore, que llore más”.
Uno de los momentos de más grimilla se produce cuando los invitados sorpresa –Paula Echevarría, Antonio Carmona– intercalan su genuina emoción por la historia de superación del fan al que tienen que sorprender con la implacable autopromoción de su próxima serie o concierto.
En cada programa hay alguien con labia y un brillo especial.
Como Damiana y Loli, las vecinas enfrentadas por “una tontuna” que se perdonaron después de decirse de todo (“ladrona”, “puta”, y “te has acostado con mi hermano, el muerto”), o Mari Carmen, la peluquera con un incurable cáncer (“la enfermedad” no, Sobera) que se enfrenta a lo que le queda con una alegría que desarma.
Pero son solo destellos, la mayoría de los participantes son simplemente gente maja y valiente, que está enamorada o arrepentida…
En las más de tres horas por las que se arrastra el programa hay mucha humanidad, pero narrativamente, es todo un aburrimiento.
Y al final la buena gente se funde en unos abrazos ante los que no cabe el cinismo.
Volverte a ver está más allá de la ironía.
Hasta los comentarios de Twitter son un rollo, no da para ponerse tróspido.
Los participantes marchan del plató felices, encantados de tener un recuerdo para toda la vida, pero para el espectador no hay nada que recordar en Volverte a ver.
A no ser que alguien empiece ya una leyenda urbana sobre las bambalinas de tanto llanto emocionado.
Si el receptor acepta el “reto”, acaban los dos en un plató con mucho brilli brilli, separados por una pantalla gigante que no perdona un poro, meticulosamente maquillados con rímel waterproof porque todos lloran a moco tendido. El momento '¿sabes quién te ha enviado esto?' se resuelve con un plano cerrado de los ojos del remitente (que en este punto ya están tipo Candy, Candy; Remi en latinoamérica). Antes del encuentro final, un vídeo con sentida voz en off, fotos de los implicados y escenas interpretadas por actores, cuenta la historia de la pareja que luego repite machaconamente una y otra parte, azuzada por la campechanía y las tablas de Sobera. En el pinganillo del presentador una imagina despiadadas comandas tipo “Pregúntale por lo más duro de tener un cáncer terminal y dos niños pequeños”; “dile que si alguien sospecha que está pidiendo los apellidos a su padre adoptivo no por amor, sino por interés económico”
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