Y es que, por mucho filtro que nos pongamos, se nos acaba viendo todo.
Hay esperanza, incrédulos, no todo es mentira ahí fuera.
En plena era del bótox, la impostura y la ultracorrección política, a veces emerge una foto que retrata a los poderosos como su madre los trajo al mundo.
Esta semana hemos visto un par de desnudos integrales sin que sus protagonistas enseñaran un milímetro más de lo canónico.
Uno, el de Melania Trump, primera dama de Estados Unidos que, después de disfrazarse de lo que fuera preciso para saludar a jeques, papas y rabinos, se quedó en cueros vivos rechazando la manaza de su marido con inequívoco rictus de métete la diestra donde te quepa, que tú y yo sabemos por qué estamos de morros, Donald.
Otro, el de Susana Díaz, la derrotada en las primarias del PSOE, quien, después de agotar las existencias de camisas blancas de Inditex para parecernos prístina y pura, se quedó en pololos al tener que darle la mano al ganador como si fueran íntimos con gesto de trágame, tierra.
Y es que, por mucho filtro que nos pongamos, se nos acaba viendo todo.
La ira, la envidia, la soberbia, la gula, la pereza, la lujuria, la avaricia y todos los pecados capitales, sí.
Pero también la tontería y el pavazo y la alegría de estar vivos y bombeando sangre, aunque sea envenenadita, a los ventrículos.
Hay quien se extraña de que Despacito, esa sucesión de ripios que lleva meses machacándonos tímpanos y meninges, haya llegado al top 1 en USA.
Yo, en absoluto. El himno no es Imagine, pero nos llama por nuestro nombre.
Apela a nuestras pulsiones.
Las altas, las bajas y las medianitas.
Da igual que seamos de Vicálvaro o de Wichita, que llevemos corbata o rastas, tacones o alpargatas.
Debajo de la farfolla y la prosopopeya, todos podemos en algún momento tonto berrearle al aire que le enseñe a nuestra boca sus lugares favoritos, sube, sube, sube, y quedarnos más anchos que largos.
Y acabo, que me sofoco y olvido mis apellidos. Ay, bendito.
En plena era del bótox, la impostura y la ultracorrección política, a veces emerge una foto que retrata a los poderosos como su madre los trajo al mundo.
Esta semana hemos visto un par de desnudos integrales sin que sus protagonistas enseñaran un milímetro más de lo canónico.
Uno, el de Melania Trump, primera dama de Estados Unidos que, después de disfrazarse de lo que fuera preciso para saludar a jeques, papas y rabinos, se quedó en cueros vivos rechazando la manaza de su marido con inequívoco rictus de métete la diestra donde te quepa, que tú y yo sabemos por qué estamos de morros, Donald.
Otro, el de Susana Díaz, la derrotada en las primarias del PSOE, quien, después de agotar las existencias de camisas blancas de Inditex para parecernos prístina y pura, se quedó en pololos al tener que darle la mano al ganador como si fueran íntimos con gesto de trágame, tierra.
Y es que, por mucho filtro que nos pongamos, se nos acaba viendo todo.
La ira, la envidia, la soberbia, la gula, la pereza, la lujuria, la avaricia y todos los pecados capitales, sí.
Pero también la tontería y el pavazo y la alegría de estar vivos y bombeando sangre, aunque sea envenenadita, a los ventrículos.
Hay quien se extraña de que Despacito, esa sucesión de ripios que lleva meses machacándonos tímpanos y meninges, haya llegado al top 1 en USA.
Yo, en absoluto. El himno no es Imagine, pero nos llama por nuestro nombre.
Apela a nuestras pulsiones.
Las altas, las bajas y las medianitas.
Da igual que seamos de Vicálvaro o de Wichita, que llevemos corbata o rastas, tacones o alpargatas.
Debajo de la farfolla y la prosopopeya, todos podemos en algún momento tonto berrearle al aire que le enseñe a nuestra boca sus lugares favoritos, sube, sube, sube, y quedarnos más anchos que largos.
Y acabo, que me sofoco y olvido mis apellidos. Ay, bendito.
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