La actuación de los Ballets Rusos entre 1916 y 1921 rompió la costuras de la mojigatería.
El Teatro Real alojó la irrupción de Igor Stravinsky en el ejercicio de 1921, dirigiendo él mismo el ballet de Petrushka.
Conocían los madrileños la obra porque ya se había presentado un lustro
antes en el propio coliseo, precisamente cuando recalaron los
asombrosos Ballets Rusos de la compañía de Diaghilev.
No cupo en su lujuria el rey Alfonso XIII de tanto frecuentar y cortejar a las bailarinas.
Y tuvo tiempo al menos de estrechar la mano de Stravinsky.
Que no participó en el foso en aquellas ocasiones -junio de 1916-, pero sí fue conminado a saludar, del mismo modo que aceptó dirigir Petrushka cuando regresó en marzo de 1921 al Teatro Real.
Ya se había producido la incendiaria revolución de La consagración de la primavera, incluso el propio Stravinsky había escapado a sus propios rescoldos.
Su visita a Madrid le sorprende en la transición hacia el neoclasicismo, pero la idea de dirigir Petrushka todavía le retrotrae a su pasado inmediato.
Y remarca en el Teatro Real el recelo de libertinaje y de transgresión que supuso la orgía artística de los Ballets Rusos.
Fue una ceremonia de la voluptuosidad en las costuras de una sociedad mojigata, hasta el extremo de que las familias de la burguesía y de la aristocracia, indignadas con la lujuria del rey, hicieron ademán de censurar el acontecimiento, presionaron para sabotearlo.
Lo cuenta Matilde Muñoz en su
historia del Teatro Real.
Y recrea el espacio de libertad y de desinhibición que sugestionaron las grandes estrellas de la compañía rusa.
No llevaban mallas las bailarinas ni los bailarines. Se besaban “de verdad” sobre el escenario.
Turbaron y masturbaron al público de las funciones convencionales.
Eran pocos los espectadores que asistieron a las primeras sesiones, pero muchísimos más los que terminaron abarrotando el paraíso del Teatro Real, confortados en el beneplácito regio y fascinados por la ensoñación de los sentidos que procuraron aquellas criaturas paganas.
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Tiene escrito Nietszche que lo divino
camina con pies ligeros. Ligeros eran esos faunos y esas ninfas que
revolotearon en la tarima del Real.
Alegórica y hasta literalmente, pues Lydia Lopokova era en sí misma un pájaro menudo y dorado que se jactaba de su propia ingravidez, igual que lo hacía la Tchernechieva, aunque el rasgo distintivo de ésta carismática bailarina rusa eran su palidez, su piel de mármol, sus ojos imposibles y enormes.
“Los baliles rusos (sic) hicieron trepidar la vieja moral y aventaron el relente rancio de la malicia pacata (...) El viejo amor clandestino de los boudoirs.
El olor a polvos de arroz, la galantería manida, se sintió de pronto desgakada y lanzada bajo el sol y la luna de un gran bosque pagano.
Las madres prohibieron a sus hijas asistir al espectáculo.
Se rogó a la empresa que, por lo menos, unas malla ciñeran las musculaturas, las piernas, los flancos, de aquellas vivas estatuas. Los bailarines se rieron y se indignaron”. escribe en su libro
No cupo en su lujuria el rey Alfonso XIII de tanto frecuentar y cortejar a las bailarinas.
Y tuvo tiempo al menos de estrechar la mano de Stravinsky.
Que no participó en el foso en aquellas ocasiones -junio de 1916-, pero sí fue conminado a saludar, del mismo modo que aceptó dirigir Petrushka cuando regresó en marzo de 1921 al Teatro Real.
Ya se había producido la incendiaria revolución de La consagración de la primavera, incluso el propio Stravinsky había escapado a sus propios rescoldos.
Su visita a Madrid le sorprende en la transición hacia el neoclasicismo, pero la idea de dirigir Petrushka todavía le retrotrae a su pasado inmediato.
Y remarca en el Teatro Real el recelo de libertinaje y de transgresión que supuso la orgía artística de los Ballets Rusos.
Fue una ceremonia de la voluptuosidad en las costuras de una sociedad mojigata, hasta el extremo de que las familias de la burguesía y de la aristocracia, indignadas con la lujuria del rey, hicieron ademán de censurar el acontecimiento, presionaron para sabotearlo.
Y recrea el espacio de libertad y de desinhibición que sugestionaron las grandes estrellas de la compañía rusa.
No llevaban mallas las bailarinas ni los bailarines. Se besaban “de verdad” sobre el escenario.
Turbaron y masturbaron al público de las funciones convencionales.
Eran pocos los espectadores que asistieron a las primeras sesiones, pero muchísimos más los que terminaron abarrotando el paraíso del Teatro Real, confortados en el beneplácito regio y fascinados por la ensoñación de los sentidos que procuraron aquellas criaturas paganas.
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Alegórica y hasta literalmente, pues Lydia Lopokova era en sí misma un pájaro menudo y dorado que se jactaba de su propia ingravidez, igual que lo hacía la Tchernechieva, aunque el rasgo distintivo de ésta carismática bailarina rusa eran su palidez, su piel de mármol, sus ojos imposibles y enormes.
“Los baliles rusos (sic) hicieron trepidar la vieja moral y aventaron el relente rancio de la malicia pacata (...) El viejo amor clandestino de los boudoirs.
El olor a polvos de arroz, la galantería manida, se sintió de pronto desgakada y lanzada bajo el sol y la luna de un gran bosque pagano.
Las madres prohibieron a sus hijas asistir al espectáculo.
Se rogó a la empresa que, por lo menos, unas malla ciñeran las musculaturas, las piernas, los flancos, de aquellas vivas estatuas. Los bailarines se rieron y se indignaron”. escribe en su libro
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