Las memorias de la cantante son un retrato íntimo y audaz de uno de los grandes iconos de la música pop.
Cuando apareció en Francia, la autobiografía de Françoise Hardy, Les désespoir des singes…et autres bagatelles
(Robert Laffont, 2008), título extenso y misterioso con referencias a
un parque próximo al domicilio de la cantante, la plana mayor de la
crítica se deshizo en elogios para lo que parecía de entrada otro
volumen cosido de trivialidades y lugares comunes de una intérprete de varietés,
ese término francés que sirve para etiquetar la música más ligera y
popular.
Nada más lejos de la realidad.
Las memorias de aquella adolescente que encandiló a medio mundo a principios de los años sesenta cantando al amanecer de los jóvenes, ofrecían un penetrante autorretrato carente de pudor en una artista que siempre había mostrado una imagen de discreción y elegancia.
Al descubierto quedaban en el texto sus heridas más dolorosas, así como las profundas cicatrices de una vida vivida sin tapujos.
Desde el amor fou e imposible que sintió al lado de Jacques Dutronc a sus relaciones de amor-odio con su madre, a la que ayudó a morir al practicarle la eutanasia.
El libro, todo un éxito, sobrepasó los 300.000 ejemplares.
Las memorias llegan en español con el título de La desesperación de los simios… y otras bagatelas a cargo de Expediciones Polares, en la traducción de Felipe Cabrerizo —y con prólogo de Diego A. Manrique—.
El resultado suma cerca de 400 páginas, en las que la cantante desvela los casi siempre desgarradores pasajes de su vida, a veces con la precisión del bisturí de un entomólogo y otras, haciendo gala de frialdad o, directamente, indiferencia, como cuando narra desapasionadamente la pérdida de la virginidad.
Hija de un padre ausente y homosexual, que aparece puntualmente como un fantasma, y de una madre posesiva, creció junto a una hermana aquejada de una terrible esquizofrenia.
La pequeña Hardy encontró en la música un escape vital, que, con el tiempo, devendría en profesión.
Aquel oficio terminó convirtiéndose en una especie de prisión dorada para una artista, como ella misma confiesa, que nunca se ha sentido “animal escénico”.
Retirada de las actuaciones desde finales de los años sesenta, sigue componiendo y editando álbumes que la revelan como una artista sensible y dúctil más allá de la ola ye-ye de sus primeros tiempos.
Françoise Hardy fue también ese icono luminoso de la década de los sesenta que sedujo a Bob Dylan.
El cantautor colocó su disco, Tous les garçons et les filles, en la portada de su álbum Bringing It All Back Home junto a otros de sus elepés favoritos.
Dylan también la hizo escuchar en primicia en su hotel de George V la canción Just Like a Woman.
Hardy también se revela en el libro como esa estrella pop que se presenta en el cabaret del Hotel Savoy cada año como embajadora de la moda francesa vestida por Courrèges y Paco Rabanne en medio de la explosión del Swinging London.
El relato autobiográfico está salpicado de esas y otras sabrosas confidencias, como cuando relata una equívoca cena en el domicilio de Brian Jones, miembro de Rolling Stones, y su compañera en aquellos momentos, la actriz Anita Pallenberg.
La noche estuvo determinada por torpeza de la cantante, que no supo si el encuentro responde a una invitación de carácter sexual.
Hay también referencias a sus frustradas colaboraciones con la industria del cine —se vio embarcada en una gran superproducción de Hollywood, Gran Prix (John Frankenheimer, 1966) que pretendía lanzarla como estrella cinematográfica— o reflexiones sobre la industria discográfica, contemplada por una cantante que ha visto su evolución y transformación a lo largo de este último medio siglo.
Es esa misma cantante que descubría en la radio las primeras voces del rock: Elvis Presley, Eddie Cochran, Brenda Lee y el dúo The Everly Brothers.
Años después les rindió tributo junto a Etienne Daho con esa preciosa balada titulada Sad Song.
Al lado de los temas más personales o amorosos —de nuevo, esa relación tempestuosa con Jacques Dutronc— la cantante desvela los pormenores de muchas de sus grabaciones, sus encuentros más felices con la brasileña Tuca, en el álbum La Question, o Michel Berger (Message Personnel) o la aflicción que aún le provocan sus primeros discos.
Lo que ofrece el libro es una Hardy en su mejor retrato en blanco y negro, con el permiso de los tomados por Jean-Marie Périer, su fotógrafo y pigmalión.
Nada más lejos de la realidad.
Las memorias de aquella adolescente que encandiló a medio mundo a principios de los años sesenta cantando al amanecer de los jóvenes, ofrecían un penetrante autorretrato carente de pudor en una artista que siempre había mostrado una imagen de discreción y elegancia.
Al descubierto quedaban en el texto sus heridas más dolorosas, así como las profundas cicatrices de una vida vivida sin tapujos.
Desde el amor fou e imposible que sintió al lado de Jacques Dutronc a sus relaciones de amor-odio con su madre, a la que ayudó a morir al practicarle la eutanasia.
El libro, todo un éxito, sobrepasó los 300.000 ejemplares.
Las memorias llegan en español con el título de La desesperación de los simios… y otras bagatelas a cargo de Expediciones Polares, en la traducción de Felipe Cabrerizo —y con prólogo de Diego A. Manrique—.
El resultado suma cerca de 400 páginas, en las que la cantante desvela los casi siempre desgarradores pasajes de su vida, a veces con la precisión del bisturí de un entomólogo y otras, haciendo gala de frialdad o, directamente, indiferencia, como cuando narra desapasionadamente la pérdida de la virginidad.
Hija de un padre ausente y homosexual, que aparece puntualmente como un fantasma, y de una madre posesiva, creció junto a una hermana aquejada de una terrible esquizofrenia.
La pequeña Hardy encontró en la música un escape vital, que, con el tiempo, devendría en profesión.
Aquel oficio terminó convirtiéndose en una especie de prisión dorada para una artista, como ella misma confiesa, que nunca se ha sentido “animal escénico”.
Retirada de las actuaciones desde finales de los años sesenta, sigue componiendo y editando álbumes que la revelan como una artista sensible y dúctil más allá de la ola ye-ye de sus primeros tiempos.
Françoise Hardy fue también ese icono luminoso de la década de los sesenta que sedujo a Bob Dylan.
El cantautor colocó su disco, Tous les garçons et les filles, en la portada de su álbum Bringing It All Back Home junto a otros de sus elepés favoritos.
Dylan también la hizo escuchar en primicia en su hotel de George V la canción Just Like a Woman.
Hardy también se revela en el libro como esa estrella pop que se presenta en el cabaret del Hotel Savoy cada año como embajadora de la moda francesa vestida por Courrèges y Paco Rabanne en medio de la explosión del Swinging London.
El relato autobiográfico está salpicado de esas y otras sabrosas confidencias, como cuando relata una equívoca cena en el domicilio de Brian Jones, miembro de Rolling Stones, y su compañera en aquellos momentos, la actriz Anita Pallenberg.
La noche estuvo determinada por torpeza de la cantante, que no supo si el encuentro responde a una invitación de carácter sexual.
Hay también referencias a sus frustradas colaboraciones con la industria del cine —se vio embarcada en una gran superproducción de Hollywood, Gran Prix (John Frankenheimer, 1966) que pretendía lanzarla como estrella cinematográfica— o reflexiones sobre la industria discográfica, contemplada por una cantante que ha visto su evolución y transformación a lo largo de este último medio siglo.
Es esa misma cantante que descubría en la radio las primeras voces del rock: Elvis Presley, Eddie Cochran, Brenda Lee y el dúo The Everly Brothers.
Años después les rindió tributo junto a Etienne Daho con esa preciosa balada titulada Sad Song.
Al lado de los temas más personales o amorosos —de nuevo, esa relación tempestuosa con Jacques Dutronc— la cantante desvela los pormenores de muchas de sus grabaciones, sus encuentros más felices con la brasileña Tuca, en el álbum La Question, o Michel Berger (Message Personnel) o la aflicción que aún le provocan sus primeros discos.
Lo que ofrece el libro es una Hardy en su mejor retrato en blanco y negro, con el permiso de los tomados por Jean-Marie Périer, su fotógrafo y pigmalión.
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