La tradición insiste en considerar al marido el cabeza de familia e imponer su apellido a la esposa.
Una de las sorpresas negativas que depara Francia es la dificultad
que afrontan las mujeres para mantener su identidad.
En el país de la igualdad, el tratamiento de señora o señorita sigue estando a la orden del día.
Y en todo tipo de formularios se exige el nombre de casada.
El de soltera, por cierto, se llama “de jeune fille”, es decir, de jovencita, como si mantenerse soltera condenara a la mujer a la inmadurez.
De nada han servido las leyes y normas para cambiar las cosas.
En Francia ya no es obligatorio adoptar el apellido del varón y el llamado nombre de “jeune fille” se ha cambiado por el “de familia”. Pero la tradición pesa, lo que el diputado de Los Republicanos traduce como que “no se puede imponer la felicidad”; un argumento sorprendente.
El problema es que esa diferencia de trato social tiene algunas consecuencias más profundas.
Así, las grandes empresas (bancos y operadoras telefónicas fundamentalmente) tienden a nombrar como cliente principal a los hombres hasta el punto de exigir su permiso para multitud de operaciones, aunque las cuentas sean conjuntas y las tarjetas y móviles estén a nombre de cada uno.
La inseminación artificial está prohibida para las mujeres solteras y el Gobierno socialista ha incumplido su promesa de terminar con tal discriminación.
España, Portugal, Bélgica o Reino Unido lo permiten desde hace tiempo.
“Este es un país que está todavía en un conservadurismo excepcional”, lamenta la senadora ecologista Esther Benbassa.
“La cultura francesa mezcla seducción, galantería, machismo y poder”.
Para intentar comprender este fenómeno tan insólito en el país de la igualdad, esta periodista pidió al Centro Nacional de Investigación Científica contactos con personas especializadas en discriminación sexual.
El listado enviado dos días más tarde contenía los nombres de siete sociólogas
. Tres de ellas eran señoras y cuatro, señoritas, según constaba claramente en el correo electrónico enviado.
Solo un octavo contacto se facilitaba sin especificar el estado civil de la investigadora.
Una española ya jubilada que estuvo brevemente casada en su juventud y vive en Francia desde hace décadas sigue hoy en día encarándose con los funcionarios cada vez que le exigen el nombre de casada.
La ley está de su parte. La costumbre, no.
“Pero, oiga, ¿usted les va a exigir a todos estos señores que están detrás de mí que especifiquen su estado civil?”.
En la ventanilla, la mujer la mira impasible; e inflexible.
La excepción es Ségolène Royal, ministra de Energía y Medio Ambiente y ex candidata a la presidencia de la República.
Royal ha mantenido su identidad gracias a que nunca se casó con el presidente François Hollande, aunque ha tenido cuatro hijos con él.
Ni siquiera la que fuera ministra de igualdad con Hollande ha ido tan lejos.
Najat Vallaud-Belkacem luce este apellido compuesto (una modernidad en este país) porque hace once años se casó con el alto funcionario Boris Vallaud.
Nombrada en 2014 ministra de Educación, es, por cierto, la primera mujer en la historia de Francia que ocupa tal cartera.
En el país de la igualdad, el tratamiento de señora o señorita sigue estando a la orden del día.
Y en todo tipo de formularios se exige el nombre de casada.
El de soltera, por cierto, se llama “de jeune fille”, es decir, de jovencita, como si mantenerse soltera condenara a la mujer a la inmadurez.
De nada han servido las leyes y normas para cambiar las cosas.
En Francia ya no es obligatorio adoptar el apellido del varón y el llamado nombre de “jeune fille” se ha cambiado por el “de familia”. Pero la tradición pesa, lo que el diputado de Los Republicanos traduce como que “no se puede imponer la felicidad”; un argumento sorprendente.
El problema es que esa diferencia de trato social tiene algunas consecuencias más profundas.
Así, las grandes empresas (bancos y operadoras telefónicas fundamentalmente) tienden a nombrar como cliente principal a los hombres hasta el punto de exigir su permiso para multitud de operaciones, aunque las cuentas sean conjuntas y las tarjetas y móviles estén a nombre de cada uno.
La inseminación artificial está prohibida para las mujeres solteras y el Gobierno socialista ha incumplido su promesa de terminar con tal discriminación.
España, Portugal, Bélgica o Reino Unido lo permiten desde hace tiempo.
“Este es un país que está todavía en un conservadurismo excepcional”, lamenta la senadora ecologista Esther Benbassa.
“La cultura francesa mezcla seducción, galantería, machismo y poder”.
Para intentar comprender este fenómeno tan insólito en el país de la igualdad, esta periodista pidió al Centro Nacional de Investigación Científica contactos con personas especializadas en discriminación sexual.
El listado enviado dos días más tarde contenía los nombres de siete sociólogas
. Tres de ellas eran señoras y cuatro, señoritas, según constaba claramente en el correo electrónico enviado.
Solo un octavo contacto se facilitaba sin especificar el estado civil de la investigadora.
Una española ya jubilada que estuvo brevemente casada en su juventud y vive en Francia desde hace décadas sigue hoy en día encarándose con los funcionarios cada vez que le exigen el nombre de casada.
La ley está de su parte. La costumbre, no.
“Pero, oiga, ¿usted les va a exigir a todos estos señores que están detrás de mí que especifiquen su estado civil?”.
En la ventanilla, la mujer la mira impasible; e inflexible.
La excepción es Ségolène Royal, ministra de Energía y Medio Ambiente y ex candidata a la presidencia de la República.
Royal ha mantenido su identidad gracias a que nunca se casó con el presidente François Hollande, aunque ha tenido cuatro hijos con él.
Ni siquiera la que fuera ministra de igualdad con Hollande ha ido tan lejos.
Najat Vallaud-Belkacem luce este apellido compuesto (una modernidad en este país) porque hace once años se casó con el alto funcionario Boris Vallaud.
Nombrada en 2014 ministra de Educación, es, por cierto, la primera mujer en la historia de Francia que ocupa tal cartera.
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