El escritor irlandés habla sobre la identidad, la literatura y los grandes problemas de su país.
John Banville,
alias Benjamin Black (Wexford, 1945), deja una inconfundible marca de
estilo según se aproxima al lugar de la entrevista por la calle Juan
Bravo de Segovia, donde ha acudido como estrella invitada del Hay Festival.
Fino traje de rayas, pañuelo de lunares en el bolsillo, sempiterno
sombrero para protegerle del sol en una deliciosa mañana de sábado.
Durante la sesión de fotos, que aguanta estoico y educado, y en sus
respuestas a El PAÍS — tranquilas, duras y frías a veces, divertidas y
anecdóticas otras—, Banville se confunde con su otro yo, se esconde en
Black, castiga a Banville, bromea, deja en el aire la duda sobre quién
es realmente.
“Me
encanta ser Black, odio ser Banville”, asegura sin la pausa que sí está
presente en su discurso sobre el estilo literario o los grandes
problemas de Irlanda. En una dicotomía imposible, propia de su
protagonista Quirke, ese patólogo forense perdido en la vida, Black se
arrepiente de haber sido Black, de haberse adentrado en ese laberinto que tantos frutos le ha dado.
“Queria pensar que estaba en un juego, que era Pessoa o Borges. Quería
que la gente supiera que esto eran novelas negras y nada más, y para eso
tenía que diferenciarme, tomar distancia de Banville.
Ahora lo siento,
creo que no me tendría que haber escondido detrás de Black, que eso
hubiera sido mucho más divertido.
Creo también que hubiera vendido mucho
más libros”, sostiene segundos antes de volver a loar a su versión
negra: “Banville trata de ser un artista, signifique eso lo que
signifique.
Me gusta escribir rápido cuando soy Benjamin Black, porque
Banville tacha mucho, una y otra vez, tarda mucho en escribir una o dos
frases mientras que Black escribe y escribe y es muy divertido”,
asegura.
Emocionado como un amigo algo ebrio que te recomienda algo,
la mirada de Banville, prescriptor de primer orden, adquiere un brillo
extraño cuando glosa las virtudes de George Simenon o Richard Stark.
El premio Príncipe de Asturias
está inevitablemente en el centro del eterno debate sobre los géneros,
el negro en particular, y la calidad literaria.
Si le hacemos caso, el
debate nació muerto:"No sé si en España hacéis esa distinción entre la gran
literatura y la literatura popular, pero es una distinción ridícula.
Si
estuviera trabajando en una librería mi orden sería puramente
alfabético.
Todo mezclado: historia, novela negra, filosofía… Claro que
la literatura criminal puede ser tan literaria como otra cualquiera.
La
buena literatura puede ocurrir en cualquier parte”, zanja con una
seguridad que solo su bonhomía salva de la vehemencia.
La curiosidad y la culpa
Quirke es uno de los grandes hallazgos de la novela negra
contemporánea.
Definido a partes iguales por su creador como “triste,
solitario, cargado de ira y culpabilidad”, este forense de curiosidad
inagotable ha protagonizado seis excelentes novelas (todas en
Alfagurara), la séptima llega a España en febrero (Las sombras de Quirke),
en las que cae casi por casualidad en tramas urdidas por hombres
poderosos y detrás de las que siempre, es Irlanda, se encuentra de una u
otra manera la iglesia católica.
“Sí, la Iglesia ha sido uno de los
grandes actores de la escena criminal en Irlanda en las últimas décadas.
Conozco a muchos curas y monjas decentes, gente honesta y trabajadora.
La iglesia católica ha sacado de la nada para Irlanda un sistema
educativo y de salud cuando no teníamos dinero.
Y hay que reconocerlo.
Pero al mismo tiempo, un número considerable de monjas y curas han
cometido crímenes terribles contra los niños y eso hay que decirlo.
Y la
iglesia lo ha ocultado y ese es su mayor crimen”, asegura.
El otro gran problema de Irlanda, el alcoholismo, queda
zanjado o abierto de manera irresoluble por el propio Black:
“Quirke no
es alcohólico, simplemente bebe como un irlandés.
Un amigo mío italiano
solía decir que para nosotros el alcohol es como el sol para la gente de
los países del sur”.
Pero la fuerza de Quirke se ve contrarrestada por el empuje
de unos personajes femeninos construidos desde la grandeza y la miseria
y cuyo mundo interior ayuda a elevar a los altares literarios las
novelas de Black.
“Mi agente me dice que estoy enamorado de Phoebe (la
hija de Quirke). No me pidas que te lo explique, pero si tengo que
elegir un personaje, yo diría que soy Phoebe”, sentencia antes de coger
su sombrero y marcharse, encantador, elegante y ambiguo.
Una fiesta, un milagro
JUAN CARLOS GALINDO
Alguien comentaba en una larga cola de espera para ver uno
de los actos del Hay Festival el milagro que supone en el mundo de hoy
en día organizar un evento con cientos de actividades, muchas de ellas a
la vez, y llenarlas de un público que no sólo asiste encantado sino que
paga por escuchar a escritores, periodistas, arquitectos, artistas,
profesores y politólogos.
Durante toda la semana, la cultura invade
Segovia en la undécima edición de esta multinacional de la cultura en su
versión castellana. “El tiempo es infinito cuando tenemos fe en él”
decía el poeta Antonio Colinas el sábado en la pequeña iglesia de San
Nicolás. Pero lo cierto es que hay que tener más que fe para no dejarse
nada en un programa que ha tratado igual el Brexit (excelente clase
magistral del profesor Michael Cox) que la poesía, bellos recitales en
el bello jardín del Romeral de San Marcos, o la literatura india, país
invitado de este año con estrellas como Anuradha Roy.
Un lugar en el que
en dos horas se puede asistir a una charla del tenor Juan Diego Florez y
escuchar al súper ventas Santiago Posteguillo merece la pena ser
contado y vivido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario