Esta fórmula ómnibus convoca en exceso asuntos, temas y personas, y dura en exceso.
Desde hace mucho tiempo me acuesto tarde los sábados por la noche porque veo La Sexta Noche y Un Tiempo Nuevo.
Confieso que esos dos programas ómnibus de La Sexta y de Telecinco
ocupan desde las nueve y media de la noche del penúltimo día de la
semana la actividad de mis ojos, de mis dedos y de mi intelecto.
No sé con qué efectos, lo confieso también, pero quiero decir honestamente qué sentí anoche y por qué me fui a la cama temprano.
Es una confesión de parte, no responde a una investigación como aquellas que hacía el gran Pedro Altares para explicar por qué no veía la televisión, o por qué le aburrían las repeticiones en la televisión.
Es una confesión y es, también, una muestra de respeto hacia los profesionales que hacen ambos programas, pues tan solo pretendo transmitir un aviso individual: seguro que no hay otro telespectador que me siga o comparta estas reflexiones, de modo que es muy probable que esta no sea una crítica justa sino la expresión de una manía.
Lo que me sucedió este sábado fue un fenómeno muy preciso de saturación
. No ocurrió al final de los programas, naturalmente, porque no llegué al término de ninguno de los dos espacios citados; fue contemplando la reiterada advertencia de que después de lo que estábamos viendo en ese preciso momento ambas cadenas iban a seguir tratando, en los dos programas, asuntos tan interesantes al menos como estos que en esos momentos estábamos viendo.
No significa esto, claro, que yo no tenga críticas, que las tengo, al tono y a la forma en que se manifiestan, en uno y otro espacio, los contertulios, sobre todo estos que levantan la mano como si avisaran de un incendio; tampoco me refiero por igual a todos los asuntos que se tratan: aquí hablo, exclusivamente, de la extensión de estos ómnibus llenos de temas, de palabras y de gente.
Este sábado, mientras iba de una cadena a otra, en un momento determinado pareció como si estuviera viendo a la vez no sólo ambos programas sino todos los asuntos que habíamos visto e íbamos a seguir viendo
. No era, naturalmente, que se superpusieran imágenes y palabras, aunque este sea el caso a veces, sino que de pronto me encontraba ante la perspectiva de una constelación cuya simultaneidad podría tener efectos terribles en mi intelecto y por tanto en mi salud mental y en la capacidad natural de almacenaje de mi memoria. Fue entonces cuando dejé el mando (que se llama así porque manda sobre ti, no sobre el televisor) y me fui a la cama con un libro que se titula El año del pensamiento mágico, de Joan Didion.
Me fui con la conciencia perturbada.
En primer lugar, todo lo que venía en esas llamadas reiteradas que ponen a los pies de los intervinientes mientras se habla de otras cosas podrían tener cierto o gran interés para mi, como periodista o como telespectador.
Y, por tanto, hubiera sido interesante que me quedara a escuchar y a ver.
Lo que te engancha a la tele es lo que viene después, no siempre lo
que estás viendo, y eso lo saben muy bien, o lo tienen que saber, los
que ponen los titulitos: si sigues aquí, mira lo que verás, y si te vas
date cuenta de lo que te pierdes
. Ante ambas indicaciones explícitas me cansé, me pareció que estaban abusando de mi paciencia y ya no tenía más ganas de quedarme a saber dónde iba a saltar la liebre.
Por tanto, al final me venció la certeza de que hay algo que me ha desenganchado de esta fórmula y me ocurre lo que decía Pablo Neruda que sucedía con las cosas rotas: nadie las rompe en concreto, lo que pasa es que se rompieron.
Demasiado tiempo, demasiadas cosas, y demasiado ruido para la noche del sábado.
¿Es mala la fórmula? Evidentemente, no, porque ya había una y la otra cadena la copió, y porque la sigue muchísima gente. ¿Y será buena siempre?
A mi modesto entender, ambas cadenas tendrían que ir pensando en un cambo, acortando o parcelando, porque con esta prolongación sucesiva están jugando con el tiempo del telespectador, que puede ser lo amplio que quieran, pero que en algún momento determinado se agotará como se agota, inevitablemente, el almacenaje de paciencia.
No es un capricho de telespectador cansado, o no lo es tan solo: estimo que esta fórmula ómnibus, que tiene sin duda sus virtudes, convoca en exceso asuntos, temáticas y personas, y dura también en exceso, lo cual desata en la memoria del telespectador (en todo caso, en la de este telespectador) la sensación de que no puede guardar constancia de lo que llegó a escuchar
. Tanta abundancia convoca a la desmemoria
. Al día siguiente uno ya sabe tan solo que Moreno Bonilla no escribe claro en un encerado o que Roldán leyó a Hegel y que Dragó se enfada porque no saben qué cosa es ser un novelista. Ah, y que Inda levanta la mano como los jueces de línea.
Ah, y que los presentadores tienen la paciencia del santo Job.
Con menos se hace más, y estos programas que sin duda nos atan a la silla harían muchísimo más, incluso más audiencia, con muchísimo menos y, acaso, con muchísimos menos.
No sé con qué efectos, lo confieso también, pero quiero decir honestamente qué sentí anoche y por qué me fui a la cama temprano.
Es una confesión de parte, no responde a una investigación como aquellas que hacía el gran Pedro Altares para explicar por qué no veía la televisión, o por qué le aburrían las repeticiones en la televisión.
Es una confesión y es, también, una muestra de respeto hacia los profesionales que hacen ambos programas, pues tan solo pretendo transmitir un aviso individual: seguro que no hay otro telespectador que me siga o comparta estas reflexiones, de modo que es muy probable que esta no sea una crítica justa sino la expresión de una manía.
Lo que me sucedió este sábado fue un fenómeno muy preciso de saturación
. No ocurrió al final de los programas, naturalmente, porque no llegué al término de ninguno de los dos espacios citados; fue contemplando la reiterada advertencia de que después de lo que estábamos viendo en ese preciso momento ambas cadenas iban a seguir tratando, en los dos programas, asuntos tan interesantes al menos como estos que en esos momentos estábamos viendo.
No significa esto, claro, que yo no tenga críticas, que las tengo, al tono y a la forma en que se manifiestan, en uno y otro espacio, los contertulios, sobre todo estos que levantan la mano como si avisaran de un incendio; tampoco me refiero por igual a todos los asuntos que se tratan: aquí hablo, exclusivamente, de la extensión de estos ómnibus llenos de temas, de palabras y de gente.
Este sábado, mientras iba de una cadena a otra, en un momento determinado pareció como si estuviera viendo a la vez no sólo ambos programas sino todos los asuntos que habíamos visto e íbamos a seguir viendo
. No era, naturalmente, que se superpusieran imágenes y palabras, aunque este sea el caso a veces, sino que de pronto me encontraba ante la perspectiva de una constelación cuya simultaneidad podría tener efectos terribles en mi intelecto y por tanto en mi salud mental y en la capacidad natural de almacenaje de mi memoria. Fue entonces cuando dejé el mando (que se llama así porque manda sobre ti, no sobre el televisor) y me fui a la cama con un libro que se titula El año del pensamiento mágico, de Joan Didion.
Me fui con la conciencia perturbada.
En primer lugar, todo lo que venía en esas llamadas reiteradas que ponen a los pies de los intervinientes mientras se habla de otras cosas podrían tener cierto o gran interés para mi, como periodista o como telespectador.
Y, por tanto, hubiera sido interesante que me quedara a escuchar y a ver.
"Con menos se hace más, y estos programas que sin duda nos atan a la silla harían muchísimo más con muchísimo menos"
. Ante ambas indicaciones explícitas me cansé, me pareció que estaban abusando de mi paciencia y ya no tenía más ganas de quedarme a saber dónde iba a saltar la liebre.
Por tanto, al final me venció la certeza de que hay algo que me ha desenganchado de esta fórmula y me ocurre lo que decía Pablo Neruda que sucedía con las cosas rotas: nadie las rompe en concreto, lo que pasa es que se rompieron.
Demasiado tiempo, demasiadas cosas, y demasiado ruido para la noche del sábado.
¿Es mala la fórmula? Evidentemente, no, porque ya había una y la otra cadena la copió, y porque la sigue muchísima gente. ¿Y será buena siempre?
A mi modesto entender, ambas cadenas tendrían que ir pensando en un cambo, acortando o parcelando, porque con esta prolongación sucesiva están jugando con el tiempo del telespectador, que puede ser lo amplio que quieran, pero que en algún momento determinado se agotará como se agota, inevitablemente, el almacenaje de paciencia.
No es un capricho de telespectador cansado, o no lo es tan solo: estimo que esta fórmula ómnibus, que tiene sin duda sus virtudes, convoca en exceso asuntos, temáticas y personas, y dura también en exceso, lo cual desata en la memoria del telespectador (en todo caso, en la de este telespectador) la sensación de que no puede guardar constancia de lo que llegó a escuchar
. Tanta abundancia convoca a la desmemoria
. Al día siguiente uno ya sabe tan solo que Moreno Bonilla no escribe claro en un encerado o que Roldán leyó a Hegel y que Dragó se enfada porque no saben qué cosa es ser un novelista. Ah, y que Inda levanta la mano como los jueces de línea.
Ah, y que los presentadores tienen la paciencia del santo Job.
Con menos se hace más, y estos programas que sin duda nos atan a la silla harían muchísimo más, incluso más audiencia, con muchísimo menos y, acaso, con muchísimos menos.
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