EL PAÍS revisita con su hijo los objetos y lugares de la memoria de una mujer que, como todas las demás, nunca tuvo que morir.
También publica por primera vez los datos de los asesinatos machistas que ha recogido durante 14 años, antes de que se recabaran las cifras oficiales. Dos millones de españolas están condenadas a vivir en un infierno evitable, el de las vejaciones de su pareja o expareja
. Pese a todos los obstáculos, la inmensa mayoría de estas mujeres marcadas logra escapar.
Tenía una arritmia en el corazón, tres hijos, y ganas de cerrar la puerta cada mañana y escapar
Una línea en el registro de las 51 mujeres muertas por violencia machista en España de ese año. De las 864 (según los datos recogidos por EL PAÍS) que han sido asesinadas desde 2001.
Ese número que dibujó en rojo un cuchillo era una mujer alta, conversadora, que envolvía su coquetería en cabello teñido de castaño claro y maquillaje sobrio.
Había llegado a los 74 años con una arritmia en el corazón, algunos kilos de más, tres hijos, y tantas ganas de aprender como de cerrar detrás de si la puerta de casa cada mañana y escapar.
Escapar de los insultos y las acusaciones.
Escapar de su marido.
Admiraba la luz que conseguía Joaquín Sorolla en sus pinturas.
Al jubilarse de la tintorería que el matrimonio tenía en Madrid se compró un atril y una caja de óleos. Estrenó una bata blanca a la que bordó su nombre en un bolsillo para ir a clase de pintura en un centro de mayores del barrio.
No quería estar en casa.
Sus cuadros abrigaban los espacios que sus hijos dejaron desnudos al marcharse
Fue colgando sus cuadros, en los que se permitía modificar con el pincel los motivos que copiaba, en las paredes de la casa familiar, un segundo piso de una casa de ladrillo cualquiera en un barrio popular.Paisajes, bodegones... marinas que la transportaban a Galicia, donde nació y donde creció. Presencias que abrigaban los espacios que sus hijos dejaron desnudos al marcharse.
Y que la dejaron sola con el hombre que la mató.
A Tina le quedó por pintar aquel atardecer para el que acumulaba postales y así inspirarse.
Le faltaron muchos cuadernos por rellenar con esa letra picuda que tanto admiraba su hijo Santiago. Esas libretas que llevaba a sus clases de pintura e historia del arte
. Dejó de llenar la vieja cafetera italiana por las tardes.
Abandonó antes de tiempo la cocina vestida de verde en la que preparaba las comidas familiares con la cabeza en lo que a cada uno le gustaba: las filloas, las croquetas... La cocina de una gallega en Madrid.
La colección de cacharritos que trajo en la maleta de todos sus viajes
. No volvió a anotar, rápida en los cálculos como un rayo, los puntos de las partidas de escoba, que jugaba con su asesino. Tú, yo. Tú, yo.
“Se sentaba ahí y se quejaba, de la vida, de las molestias… de su pareja”.
Santiago mira el sofá beige que parece conservar un hueco en algún punto de los cojines.
La familia ha tardado más de dos años en desmontar el piso en el que la madre fue hallada en la habitación, degollada, en medio de un charco de sangre.
La misma mancha oscura que se filtró al techo del piso de abajo.
Después de una larga noche de gritos y discusiones durante la cual la policía acudió dos veces.
Porque al dolor del crimen se suma, para Santiago, el pensamiento de que pudo evitarse.
La noche anterior al asesinato de Tina, el 091 recibió dos llamadas. En el piso que compartía el matrimonio se oían gritos de auxilio y ruidos de pelea. “Los policías no llegaron a hablar con mi madre. Se fueron antes de comprobar que no había peligro”, se lamenta Santiago, un hombre que se sobrepone al dolor de revisitar el catálogo de ausencias de su madre
. Para contribuir a erradicar una lacra que puso del revés su vida y la de sus hijos.
Las amigas contaban que en los últimos tiempos Tina andaba ojerosa y cabizbaja. No podía dormir, decía.
No aguantaba más. Aunque no había denunciado, como la inmensa mayoría de las asesinadas ese año, que murieron sin alertar a la sociedad de lo que, tras la puerta, estaban viviendo. Solo una de cada cinco se presentó en comisaría para pedir protección.
Como pasa en la mayoría de los casos, Tina nunca llegó a denunciar a su maltratador
El marido de Tina, un hombre de 85 años, parcialmente paralizado por un ictus desde hacía más de dos décadas, volvió a acusarla, como hacía años, de que Santiago no era hijo de él.La insultaba. Le pedía dinero. Las amigas lamentaban no haberla convencido para que abandonase la casa esa noche
. El día anterior había concertado una cita con un abogado para hablar de una posible separación.
Y cuando denuncias no te hacen caso, te dicen que si el asesino, el maltratador no está en tu casa matándote , ellos no pueden ir, eso si si logras que denunciar te dicen "eso no lo ponga, que es su palabra contra la suya, eso si si llegas a tu casa después de esperar 3 horas a que te atiendan sin prestarte mucha atención, pese a que se está nerviosa y con miedo, te dicen que presentes la denuncia a la policía esa que solo va si esta el maltratador , acosador en la casa, claro que digo y cuando lleguen ya estaré herida o muerta no?.Eso es lo que hay, señora, jovenzuelos policias que todavía no saben que igual un dia su madre puede ser la próxima víctima.
Tina fue la niña aplicada, rápida, que soñó en una aldea gallega con
estudiar
. Que no pudo hacerlo porque su padre, un guardia civil, estimó
que ya con la escuela sobraba para una mujer.
Y que se casó con un
hombre que, como el padre, acabaría por decidir su destino. El marido decía: “Yo me voy a morir pronto, pero te voy a llevar por delante”. Él no ha muerto. Acaba de salir de la cárcel y está en una residencia.
Cumplió su palabra.
Cumplió su palabra.
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