Rosa Regàs nunca está quieta. Solo si se para es capaz de recordar su edad. Fue niña de la guerra, conoció la angustia del exilio y el dolor de vivir sin padres, pero la identifica su risa
Guarda heridas y también premios, el Nadal, el Planeta; el Biblioteca Breve, el último
De pie es un torbellino,
camina hacia al frente, pero parece que se desplaza hacia los lados, no
con la energía de los barcos, sino con el aire de los aviones.
Rosa regàs (Barcelona, 1933), escritora, trabajó en la editorial Seix
Barral y fue traductora independiente para organizaciones de las
Naciones Unidas.
Nunca está quieta Rosa Regàs.
Sentada, se apoya la mano en la
cabeza pelirroja, saca su pierna larga de la mesa y si no fuera porque
habla se diría que ese torbellino la ha alejado de allí, ya está en otro
sitio, cuidando árboles o nietos.
Pero está aquí, aunque no para.
Hubo un respiro, cuando la
vimos para preguntarle cómo le va la vida, y fue cuando Loris, uno de
sus hijos, llegó al bar de la librería Central de Barcelona para
avisarle de que ya había comprado algunas viandas con las que brindar
porque el último libro de la madre (Música celestial, premio Biblioteca Breve, Seix Barral) había salido ya de la imprenta.
Ella, coqueta, le agradeció la
compra y él le preguntó si le había traído un ejemplar.
Loris se lo
preguntó con la inquietud que muestran los hijos cuando aún esperan
regalos.
Rosa lo miró un instante, como diciéndole que lo había
olvidado, y cuando empezó a dibujarse en el rostro del hijo el rictus de
la decepción, ella agarró del fondo de un bolso un libro que ya estaba
dedicado al hijo y ahí se pudo ver que esta mujer que se crio, como ella
dice, “sin mamá y papá”, es, como todas las madres, la que espera
asombrar con cariño a aquellos a los que parió.
Hace muchos, muchísimos años,
cuando su presencia era habitual en el mundo editorial barcelonés, y por
tanto en el Bocaccio que montó su hermano Oriol, esta rubia pelirroja
que tiene rubias aún las cejas y el pelo y todo ya tenía esta energía. Y
esta risa
. Manuel de Lope, que fue a ver a su amigo Carlos Barral
cuando este era jefe de Rosa en Seix, la recordó un día así: “Entré allí
y pregunté de quién era esa risa”. Pero la realidad que la circunda, y
de la que se ha ocupado en artículos y tertulias, y de la que habla con
la vehemencia que la distingue, le ha atenuado la risa.
Pero se rehace; a ella se le
puede aplicar casi al completo aquella bella definición de Hemingway
sobre una de las mujeres de sus libros, “conoció la angustia y el dolor,
pero nunca estuvo triste una mañana”; fue niña de la guerra, conoció la angustia del exilio
y el dolor de vivir sin padres (“nosotros no tuvimos mamá y papá”),
pues estos se habían separado en los años decisivos de la infancia.
Luego, en el curso de la historia, fue editora, funcionaria
internacional, directora de proyectos culturales (entre ellos, la Casa
de América y la Biblioteca Nacional), votante socialista
y decepcionada votante socialista, catalana, madrileña y catalana otra
vez; de modo que en ese trayecto ha podido recibir (y los recibió)
varapalos varios, que la soliviantaron gravemente, y cuyas heridas
guarda.
Le conté que el poeta Michael Krüger,
editor como ella, sentado ante un bosque, me dijo que no vale la pena
tanta angustia por ser más que otros, o por tener más, pues vamos a
vivir menos que esos árboles. “Ah, los árboles”, exclamó Rosa Regàs,
como si un resorte sentimental le aclarara la vista de pronto.
Cuando abrió una de sus casas,
los amigos quisieron obsequiarla.
“Pero como tenía bastantes trastos y
no quería acumular, empecé a decirles que me trajeran árboles”. La idea
era de su hermano Oriol, que pensaba lo mismo, los árboles son regalos y
marcan el tiempo, como dicen Krüger y Regàs. “Y ahora tengo árboles de
todo el mundo”. Están en la casa de Llofriu, en la comarca del Empordà.
Ella se detiene en un árbol en particular, una palmera que compró con Juan Benet,
el escritor que fue durante años su compañero. “La compramos en 1967 en
Alicante. Una palmerita que traje en una bolsa de plástico, la planté,
estuvo un par de años sin moverse y un día me la llevé a Llofriu.
En un
año empezó a tirar y ahora mide ya veinte metros”.
El padre de todos esos árboles
es, significativamente, el que le regaló Jaime Salinas (Seix Barral,
Alianza, Alfaguara), “un sauce llorón que también trajimos nosotros dos.
El jardinero que tenía entonces dijo que no iba a sobrevivir y ahí
está”.
El árbol es el símbolo de la
sabiduría y la permanencia. “Y no solo el árbol, también el entorno del
árbol.
En la época en la que yo trabajaba en las Naciones Unidas volvía a
Ginebra los domingos. Uno de aquellos domingos me preguntó mi hermano
Oriol: ‘¿No te da pereza?’. Me da pereza, le contesté, porque todo esto
se queda aquí y no lo veré.
Entonces Oriol le preguntó a un hijo mío si
no le daba pereza irse. ‘No’, le respondió el chico, ‘yo enrollo el
paisaje y me lo llevo’
. Fue como si le dijera: enrollo el paisaje y
cuando vuelva el viernes lo desenrollo.
Así es, ahora yo me paso la vida
enrollando paisajes y desenrollándolos”.
Para Rosa Regàs, los paisajes
son entornos.
“Siempre digo que yo no tengo sensación de soledad, en el
sentido amargo de la palabra, porque el paisaje en mi vida es muy
cordial, es lo que veo por dentro, lo que veo por fuera.
Tengo a mis
hijos, cuatro o cinco amigos a los que veo normalmente, tengo un entorno
que es mi paisaje y que me satisface mucho”.
El paisaje de su infancia es
difícil de enrollar.
“Era el de mi colegio, en Horta; te lo podría
dibujar metro a metro; estuve ahí muchos años. Y es el paisaje de la
casa de mi abuelo en el Maresme, a la que íbamos poco, pero a veces de
repente me encuentro viendo el paisaje de la segunda terraza que había
arriba o del lugar donde jugábamos”.
Los padres ya no estaban, o estaban muy poco, y el abuelo “era el horror”.
Los hijos le han aliviado,
retrospectivamente, la orfandad. Anna, Mariona, Loris, David, Eduard.
Diecisiete nietos “entre morganáticos y biológicos”.
Y cinco bisnietos.
“He tenido suerte con ellos; siempre me emociono cuando los veo, les
dices que vengan y vienen, no se quejan, siempre están de buen humor,
son buena gente, no son ambiciosos, les gusta el trabajo que hacen”. Y
la convidan cuando ella triunfa.
–Usted también los quiere.
–Sí, este es un paisaje fantástico, los hijos, los nietos, los bisnietos.
–¿Y por qué fue tan difícil la relación con sus padres?
–Lo expliqué en Luna lunera…
Mis padres eran republicanos, se fueron con la guerra, no pudieron
volver. Se fueron de Barcelona en enero de 1939, y a nosotros ya nos
habían mandado fuera, por los bombardeos. Yo estaba en un colegio
fantástico en Francia y mis hermanos mayores estaban en Holanda, en casa
de unos amigos de mis padres.
Pudimos volver porque mi abuelo, como
toda la burguesía catalana, se había pasado a Franco y consiguió que nos
sacaran de allí antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial.
Pero
mis padres se quedaron y no volvieron hasta 1948.
El resto de esa historia es una
sombra en el semblante de Rosa Regàs en este instante.
Pero lo cuenta,
es notarial. El abuelo había conseguido la patria potestad “con la
excusa de que mis padres eran rojos y además estaban separados, y cuando
volvieron ya no les dejaron vernos.
Mi padre vivía en casa de mi
abuelo, en temporadas, pero mi madre no podía vernos más que una hora al
mes en el Tribunal Tutelar de Menores.
Allí íbamos los sábados de
cuatro a cinco y media y la veíamos con un gris delante. ¡Mi primer contacto con los grises!
Y había una señorita, Rosalía, que escribía a máquina todo lo que
decíamos. Y así hasta que me casé”. Se casó en cuanto pudo, escapando.
–¿Cómo ha repercutido esa realidad en sus sentimientos?
–No lo sé muy bien. Sé que
cuando era pequeña, lo que quería era tener una familia mía, no aquella
especie de caricatura de familia que era mi abuelo con su prima, más
vieja que él, siempre de mal humor, aquel abuelo que arrastraba los
manteles y lo tiraba todo contra el suelo cuando se cabreaba. ¡Es que no
sabes lo que era! Vivíamos en el terror.
La historia de su madre, al
regreso. Vivió siempre (en Madrid) con una mujer, Matilde; las dos
murieron en 1999, después de sesenta años juntas. “Amantes, digo yo,
porque si no, no sé cómo pudieron estar juntas tanto tiempo.
Y yo las
amaba a las dos; había temporadas en que amaba más a Matilde y otras más
a mi madre.
Con Matilde discutíamos sobre los libros que ella nos
compraba.
Era una maravilla”. El padre murió en 1983.
“Él siempre decía:
‘Yo he venido al mundo a pasar el verano’. Era un gran amante del
teatro, al teatro se dedicaba. El teatro lo salvó.
Cuando volvió la
democracia y vio que la República había quedado en vía muerta, en 1978,
se calló, y ya no habló más, nunca más, hasta su muerte”.
Una historia larga.
¿Y ahora? “Pues mira cómo estamos. El señor Mas recorta en Cataluña,
pero de lo que habla es de la independencia.
Hizo una campaña justo al
revés de lo que hace y nadie se escandaliza.
Hay mucha desfachatez y
mucha inocencia, tontería o falta de compromiso
. Creo que hemos tenido
una educación siniestra para que nos funcione tan mal el criterio y la
lucidez”.
Una educación siniestra. “Sí.
Los ricos y los políticos que han ido a la escuela privada no
aprendieron nada, porque si no serían más educados.
Y a los que han ido a
la escuela pública tampoco les han enseñado nada.
Siempre digo, y me
parece que es cierto, que la guerra dejó sin futuro a los que la perdieron, sobre todo a los exiliados, pero a los que la ganaron los dejó sin pasado, y no saben nada, y siguen educando sin pasado”.
–Una pregunta, Rosa, ¿cómo vive este proceso independentista que se ha iniciado en su tierra?
–¡Tenemos que ir a la
independencia de la mano de los corruptos! ¡Tiene cojones! Mas, que
dirige el partido más corrupto que hay en España en este momento, que ya
lo era con Pujol y con sus hijos, archimillonarios cuando aún son
jóvenes, ¿estos son los que nos tienen que llevar a la independencia?
Es
que con esos señores yo no voy ni al estanco.
La energía, dice, es como la memoria y como la inteligencia. “No me acuerdo de mi edad. Y a veces me paro y me digo: ¡si soy una anciana!
Pero se me olvida enseguida. Si un día me caigo y me muero, vale;
mientras, no me horroriza la muerte, ni muchísimo menos; lo que me
horroriza es la pérdida del entendimiento. Lo único”.
Como el abuelo de Saramago, ahora se ha ido a abrazar los árboles.
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