Una investigación concluye que los miembros de grupos de éxito sobreviven más que los vocalistas.
Mala noticia para los que sueñan con triunfar cantando en solitario:
cualquiera que lo consiga tiene mayores posibilidades de morir que sus
coetáneos que se dedican a otros oficios más prosaicos.
Y una noticia ligeramente mejor para quienes se embarcan en un grupo musical: su índice de mortalidad es la mitad del correspondiente a los cantantes solistas.
Son algunos de los descubrimientos de Dying to be famous (Muriendo por ser famosos), una investigación desarrollada por Mark A. Bellis y cuatro doctores más de Manchester y Liverpool, que ahora publica BMJ Open. Ellos aplicaron técnicas de análisis epidemiológico a 1.489 solistas e integrantes de grupos que alcanzaron máxima fama entre 1956 y 2006 en Europa y América del Norte (que parece abarcar Estados Unidos y Canadá, sin México), una selección obtenida cruzando resúmenes anuales de ventas y votaciones de aliento histórico
. De ese listado, se habían registrado 137 fallecimientos a principios de 2012, cuando comenzó el tratamiento de los datos.
La nómina de artistas triunfadores se limita a músicas que han sido consistentemente populares en ambos continentes, lo que podríamos denominar el mainstream: pop, rock, rap, rhythm and blues, electrónica y new age. Por el mismo criterio, se desecharon las figuras procedentes de músicas menos universales, como el blues, el jazz, el country, el bluegrass, el folk o la música celta.
Las comparaciones con segmentos de población similares —sexo, edad, origen étnico— son contundentes: hay una mayor tasa de mortalidad entre los divos musicales, esos supuestos beneficiarios de la lotería de la vida. Como si obedecieran a las leyendas, sus finales tienden a ser truculentos
. Así, fallecen aproximadamente tantos artistas a consecuencia del alcohol y las drogas como la suma de los abatidos por el cáncer y las enfermedades cardiovasculares. La Parca no hace diferencia entre sexos pero sí entre razas: hay mayor mortalidad entre negros.
Respecto a la edad media de los difuntos, es de 45,2 años para los americanos y 39,6 para los europeos. El famoso Club de los 27, que señala esa edad como fatal para las estrellas, resulta ser una leyenda urbana, construida a partir de enfatizar la muerte trágica de determinadas figuras que cumplían ese requisito (apenas una decena entre las citadas 137).
Para explicar la abundancia de bajas entre músicos y cantantes, los responsables de Muriendo por ser famosos mencionan (1) la atracción de los ricos por el hedonismo, (2) el carpe diem que caracteriza a la industria musical y (3) la asunción de conductas de riesgo tipo abuso de substancias, como respuesta a las presiones del estilo de vida o, incluso, como parte intrínseca del proceso creativo.
Respecto a la menor mortalidad de los artistas que forman parte de grupos, parece evidente que cualquier proyecto colectivo genera una red de seguridad más espesa: sus miembros suelen hacer lo posible para evitar que un compañero acelere hacia la autodestrucción.
De hecho, conocemos casos de músicos fallecidos justo después de separarse o distanciarse del grupo matriz: Brian Jones, Jim Morrison, Sid Vicious, Kurt Cobain.
Por el contrario, un solista tiende a construirse entornos serviles: quien se atreva a recriminarle determinados comportamientos puede temer por su trabajo.
Los empleados y los familiares de Michael Jackson tenían un (comprensible) interés en que el creador de Thrilller volviera al directo, aunque eso supusiera alarmantes cócteles de drogas de farmacia
. La tendencia al aislamiento también facilita las crisis de autovaloración (¿me quieren, no me quieren?) y los excesos.
Una novedad del estudio es que intenta contabilizar las llamadas Experiencias Adversas de Niñez (ACE, por sus iniciales en inglés). Sus conclusiones son inquietantes: casi la mitad (47.2 %) de los artistas fallecidos procedían de familias disfuncionales, desfavorecidas o directamente rotas
. Cuidado: esa alta incidencia también podría reflejar la mayor predisposición de personas traumatizadas a invertir sus energías en una profesión tan incierta como la música.
Los investigadores detectan igualmente una creciente tendencia a tomar precauciones: se asume el sintagma de “los peligros de la fama”, que es otra forma de referirse a la mitificada tríada de sexo-drogas-y-rocanrol.
A partir de los años ochenta, se va instalando una cultura que desaprueba los comportamientos azarosos, al menos de boquilla, y que recurre a métodos más sofisticadas para la rehabilitación.
Aunque eso no sirviera para salvar a Amy Winehouse.
Y una noticia ligeramente mejor para quienes se embarcan en un grupo musical: su índice de mortalidad es la mitad del correspondiente a los cantantes solistas.
Son algunos de los descubrimientos de Dying to be famous (Muriendo por ser famosos), una investigación desarrollada por Mark A. Bellis y cuatro doctores más de Manchester y Liverpool, que ahora publica BMJ Open. Ellos aplicaron técnicas de análisis epidemiológico a 1.489 solistas e integrantes de grupos que alcanzaron máxima fama entre 1956 y 2006 en Europa y América del Norte (que parece abarcar Estados Unidos y Canadá, sin México), una selección obtenida cruzando resúmenes anuales de ventas y votaciones de aliento histórico
. De ese listado, se habían registrado 137 fallecimientos a principios de 2012, cuando comenzó el tratamiento de los datos.
La nómina de artistas triunfadores se limita a músicas que han sido consistentemente populares en ambos continentes, lo que podríamos denominar el mainstream: pop, rock, rap, rhythm and blues, electrónica y new age. Por el mismo criterio, se desecharon las figuras procedentes de músicas menos universales, como el blues, el jazz, el country, el bluegrass, el folk o la música celta.
Las comparaciones con segmentos de población similares —sexo, edad, origen étnico— son contundentes: hay una mayor tasa de mortalidad entre los divos musicales, esos supuestos beneficiarios de la lotería de la vida. Como si obedecieran a las leyendas, sus finales tienden a ser truculentos
. Así, fallecen aproximadamente tantos artistas a consecuencia del alcohol y las drogas como la suma de los abatidos por el cáncer y las enfermedades cardiovasculares. La Parca no hace diferencia entre sexos pero sí entre razas: hay mayor mortalidad entre negros.
Respecto a la edad media de los difuntos, es de 45,2 años para los americanos y 39,6 para los europeos. El famoso Club de los 27, que señala esa edad como fatal para las estrellas, resulta ser una leyenda urbana, construida a partir de enfatizar la muerte trágica de determinadas figuras que cumplían ese requisito (apenas una decena entre las citadas 137).
Para explicar la abundancia de bajas entre músicos y cantantes, los responsables de Muriendo por ser famosos mencionan (1) la atracción de los ricos por el hedonismo, (2) el carpe diem que caracteriza a la industria musical y (3) la asunción de conductas de riesgo tipo abuso de substancias, como respuesta a las presiones del estilo de vida o, incluso, como parte intrínseca del proceso creativo.
Respecto a la menor mortalidad de los artistas que forman parte de grupos, parece evidente que cualquier proyecto colectivo genera una red de seguridad más espesa: sus miembros suelen hacer lo posible para evitar que un compañero acelere hacia la autodestrucción.
De hecho, conocemos casos de músicos fallecidos justo después de separarse o distanciarse del grupo matriz: Brian Jones, Jim Morrison, Sid Vicious, Kurt Cobain.
Por el contrario, un solista tiende a construirse entornos serviles: quien se atreva a recriminarle determinados comportamientos puede temer por su trabajo.
Los empleados y los familiares de Michael Jackson tenían un (comprensible) interés en que el creador de Thrilller volviera al directo, aunque eso supusiera alarmantes cócteles de drogas de farmacia
. La tendencia al aislamiento también facilita las crisis de autovaloración (¿me quieren, no me quieren?) y los excesos.
Una novedad del estudio es que intenta contabilizar las llamadas Experiencias Adversas de Niñez (ACE, por sus iniciales en inglés). Sus conclusiones son inquietantes: casi la mitad (47.2 %) de los artistas fallecidos procedían de familias disfuncionales, desfavorecidas o directamente rotas
. Cuidado: esa alta incidencia también podría reflejar la mayor predisposición de personas traumatizadas a invertir sus energías en una profesión tan incierta como la música.
Los investigadores detectan igualmente una creciente tendencia a tomar precauciones: se asume el sintagma de “los peligros de la fama”, que es otra forma de referirse a la mitificada tríada de sexo-drogas-y-rocanrol.
A partir de los años ochenta, se va instalando una cultura que desaprueba los comportamientos azarosos, al menos de boquilla, y que recurre a métodos más sofisticadas para la rehabilitación.
Aunque eso no sirviera para salvar a Amy Winehouse.
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