Cuando Letizia Ortiz llegó a nuestras vidas era una periodista vestida con el uniforme del telediario.
Pasaron unos pocos días desde la presentación al caer la tarde en el jardín hasta la pedida de mano en el palacio
. En aquella ocasión, Letizia llevó un discutido traje blanco de Giorgio Armani. El diseño podía tener la nacionalidad errónea para algunos, pero era fiel a la filosofía estética que Letizia había suscrito en televisión de la mano de Adolfo Domínguez
. Si me apuran, hasta su vestido de novia –un impecable pertegaz– se apuntaba a esa corriente
. Lo que no sabíamos entonces era que la nueva princesa era mucho menos sobria en cuestiones estéticas de lo que aquellas iniciales decisiones sugerían.
Pronto conocimos la identidad del que sería su modisto de cabecera, Felipe Varela.
También supimos que lo de confiar su vestuario principalmente a un diseñador era consejo de la Reina.
No era difícil anticipar que tal decisión iba a exaltar al resto de diseñadores del país.
Pero en ese punto seguíamos sin comprender todavía cuán independiente iba ser la Princesa con sus estilismos.
En estos ocho años, la académica corrección de sus primeros trajes ha dejado paso a un sobresaltado camino lleno de decisiones arriesgadas que denotan, cuanto menos, atrevimiento. Letizia se pone pantalones cuando el protocolo pide falda, exhibe hombros y espalda con los vestidos de noche, se calza zapatos francamente poco ortodoxos y se cambia de peinado constantemente.
La fórmula provoca reproches, es verdad.
Pero también le ha reportado victorias, sobre todo internacionales, nada desdeñables
. Ha salido indemne de peligrosos lances con grandes damas del estilo, como Carla Bruni o Rania de Jordania; fue alabada por la prensa británica en la boda de Catalina y Guillermo con su primera incursión en el delicado arte del sombrero, y ha aparecido en la lista de los más elegantes de la revista Vanity Fair en Estados Unidos.
Las princesas, que no nos hablan, nos lanzan mensajes con lo que se ponen.
Uno de los más recurrentes estos días es la austeridad.
De ahí la manifiesta repetición de diseños y la elección de prendas baratas, procedentes de grandes cadenas. Es una actitud que comparten Letizia y Catalina, pero Letizia dice mucho más que eso con sus elecciones. Una tiene la sensación de que hace lo que le apetece al vestirse y que, de hecho, anhela demostrar que no atiende a nadie más que a sí misma en estas cuestiones.
Algo tan elocuente como entretenido de observar.
Como decía Diana Vreeland, editora de Vogue en los años sesenta: “Nunca temas ser vulgar, solo aburrida”.
Pasaron unos pocos días desde la presentación al caer la tarde en el jardín hasta la pedida de mano en el palacio
. En aquella ocasión, Letizia llevó un discutido traje blanco de Giorgio Armani. El diseño podía tener la nacionalidad errónea para algunos, pero era fiel a la filosofía estética que Letizia había suscrito en televisión de la mano de Adolfo Domínguez
. Si me apuran, hasta su vestido de novia –un impecable pertegaz– se apuntaba a esa corriente
. Lo que no sabíamos entonces era que la nueva princesa era mucho menos sobria en cuestiones estéticas de lo que aquellas iniciales decisiones sugerían.
Pronto conocimos la identidad del que sería su modisto de cabecera, Felipe Varela.
También supimos que lo de confiar su vestuario principalmente a un diseñador era consejo de la Reina.
No era difícil anticipar que tal decisión iba a exaltar al resto de diseñadores del país.
Pero en ese punto seguíamos sin comprender todavía cuán independiente iba ser la Princesa con sus estilismos.
En estos ocho años, la académica corrección de sus primeros trajes ha dejado paso a un sobresaltado camino lleno de decisiones arriesgadas que denotan, cuanto menos, atrevimiento. Letizia se pone pantalones cuando el protocolo pide falda, exhibe hombros y espalda con los vestidos de noche, se calza zapatos francamente poco ortodoxos y se cambia de peinado constantemente.
Denota, cuanto menos, atrevimiento. Se pone pantalones cuando el protocolo pide falda, exhibe hombros y espalda con los vestidos de noche y se calza zapatos francamente poco ortodoxos
Pero también le ha reportado victorias, sobre todo internacionales, nada desdeñables
. Ha salido indemne de peligrosos lances con grandes damas del estilo, como Carla Bruni o Rania de Jordania; fue alabada por la prensa británica en la boda de Catalina y Guillermo con su primera incursión en el delicado arte del sombrero, y ha aparecido en la lista de los más elegantes de la revista Vanity Fair en Estados Unidos.
Las princesas, que no nos hablan, nos lanzan mensajes con lo que se ponen.
Uno de los más recurrentes estos días es la austeridad.
De ahí la manifiesta repetición de diseños y la elección de prendas baratas, procedentes de grandes cadenas. Es una actitud que comparten Letizia y Catalina, pero Letizia dice mucho más que eso con sus elecciones. Una tiene la sensación de que hace lo que le apetece al vestirse y que, de hecho, anhela demostrar que no atiende a nadie más que a sí misma en estas cuestiones.
Algo tan elocuente como entretenido de observar.
Como decía Diana Vreeland, editora de Vogue en los años sesenta: “Nunca temas ser vulgar, solo aburrida”.
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