Me gustan los japoneses solitarios.
El otro día había uno en el aeropuerto de Los Rodeos, con un collar de cuentas de coral y plata labrada, un tanto mishimesco, sonriéndose con la frente limpia, el equipo profesional de fotógrafo al hombro, sin equipaje apenas, flaco, enjuto.
Esa suerte de tartarismo, precisamente en uno de un pueblo tan multitudinario. Esa liviandad sonriente y pendiente de nada.
Ahora escribo sobre la arena, la mar echada, la medialuna todavía encaramada a uno de los riscos del lugar, uno de los que atrae nubes fugitivas, nubes que surgen, se alzan, se esfuman de pronto.
Cuando me he acercado a las rocas del extremo de la playa —unas rocas de origen, casi recién salidas del volcán, rodadas y boquiabiertas frente al mar final, e infinito, de esta isla—, he visto que en las rocas, todavía rodeadas de pequeños charcos, se movían los cangrejos, negros, de afiladas patas, como arañas enormes. Y yo, que pasaba mañanas enteras observando los cangrejos de arena al oriente de Martinica, he notado un estremecimiento, un espanto irrefrenable, y he corrido de cabeza al mar, en cuyas trasparencias sin duda se esconden todos esos bichos que estaban pescando, con boyas luminosas, la otra noche; me he prometido bajar a las rocas de la pesca nocturna, para reconocer, y aprender también, el nombre de los pescados...
Y en el agua estaba en todo momento haciendo pie, con un espanto asimismo subido, desde que al ahogamiento en el Roque de las Bodegas (Taganana) se le sumó, hace cosa de un año o un poco más, otra suerte parecida, cerca de unos arrecifes en playa Blanca (Fuerteventura)...
Así he regresado a poner sobre caliente el corazón, sobre la toalla, todas las cumbres poco menos que encima de mi cabeza, los cernícalos, las piedras que se sueltan y ruedan sobre el camino.
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