A sus 68 años, el bardo de los 300 millones de discos coge de nuevo la carretera y mantiene intacta su mezcla de seducción y cartón piedra.
A 46.000 pies de altura sobre el Atlántico, la periodista Rosa Villacastín, de camino a una entrevista con El Ídolo, cuenta una anécdota sobre él. “Estaba yo en una cena y me suena el móvil. Número desconocido. Al otro lado del teléfono se escucha una voz que pregunta: ‘Rosa, ¿quién es el mejor cantante del mundo?’ Yo no sabía qué responder ni quién me llamaba y digo: ‘Joan Manuel Serrat’. De pronto oigo: ‘Rosa, eres una hijadep…”.
Con una escena similar arranca ¡Oh, es él!, la divertida novela de ficción escrita por Maruja Torres sobre Julio Iglesias en 1986: el cantante le hace la misma pregunta a una cristalina piscina con forma de riñón, que “sibilinamente” responde: “Frank Sinatra”. El Julio —de ficción— vuelve a interrogarla: “¿Qué otro cantante estuvo a punto de perder la vida en un funesto accidente de coche que cambió el curso de sus días obligándole a renunciar a una brillante carrera como guardameta del Real Madrid?”. La piscina guarda silencio “humillada” mientras Julio dice: “¿Lo ves? Soy el mejor”.
A estas alturas de la carrera de Julio Iglesias es difícil saber dónde empieza la realidad o la ficción, así que mejor olvidemos las reflexiones inciertas y atengámonos a los hechos: son las once de la noche de un domingo de julio, acaba de terminar su concierto en el Palau de les Arts de Valencia y el cantante, de 68 años, vestido con camisa y pantalón blancos de lino, me recibe en su camerino.
— Julio, he venido a hacer un reportaje sobre ti.
— Pues habla mal de mí que, si no, no te van a hacer ni puto caso.
El Julio Iglesias de 2012 poco se parece al galán conquistador y mujeriego de hace 30 años. “Antes, cuando viajaba en avión, estaba más pendiente de ligarme a la azafata.
Ahora me preocupa más el tiempo: me cago de miedo cuando hay turbulencias”, explica sin perder la sonrisa. Sus allegados aseguran que lo tiene claro: “Quiere educar a sus hijos pequeños [tiene cinco de su matrimonio con la modelo holandesa Miranda Rijnsburger, a la que cariñosamente llama Mami ]. Y aunque no para de trabajar y de viajar por sus conciertos, quiere pasar el mayor tiempo posible con su familia en su casa”.
Ya sea en la que tiene en Miami, en República Dominicana o en Ojén, a pocos kilómetros de Marbella, donde Julio pasa casi todo el verano.
Lo que no ha cambiado es su forma de ser: expansivo, hablador, bromista (suelta tacos a menudo, lo que le hace más humano), riguroso —a veces duro e implacable con los que están alrededor— y centro de atención de cualquier reunión. “Es muy difícil controlar a un controlador”, asegura un colaborador cercano. “Siempre dice que no de primeras a cualquier cosa que le proponen.
Así nunca se equivoca
. Sabe que las buenas oportunidades siempre pasan dos veces”.
No le ha ido mal con esa filosofía: en 45 años de carrera ha vendido 300 millones de discos, lo que lo coloca en la lista de los diez artistas más vendidos ¡del mundo!, solo superado por Elvis, The Beatles, los Stones o Bruce Springsteen
. Es el cantante español más internacional: pocos (o ninguno) pueden presumir de seguir actuando en los cinco continentes a sus casi 70 años.
La semana pasada, desde Marbella, concedió casi 100 entrevistas vía satélite con (cojan aire): Israel, Noruega, Canadá, Reino Unido, Sudáfrica, Suecia, Finlandia, Dinamarca, Filipinas, Malasia, Corea, China, Nueva Zelanda, México, Singapur… Pero volvamos a Valencia.
Son las ocho de la tarde, quedan 70 minutos para que comience el concierto y Julio todavía está dormido en el hotel.
En la planta 11 del auditorio, en una terraza con césped, toman cervezas y vinos las algo más de 50 personas que han adquirido una entrada VIP (casi 300 euros) para el espectáculo de esta noche.
Hay señores de mediana edad (alguno se fuma un puro gigante), chicas guapas de interesantes escotes y algún moderno sacado de alguna revista de tendencias: pajarita roja, gafas de pasta, chaqueta plateada, náuticos azules…
No conozco a nadie. Aunque quizá estos vaqueros ajustados más propios de un concierto de AC/DC y esta camisa de rumbero a lo Peret no ayuden a relacionarme.
Recuerdo lo que siempre me dice mi madre: “Nunca combines azul con negro”. Ya es tarde
. Olvido el asunto a la tercera cerveza, entro en el auditorio.
La sala está casi llena (cerca de 1.300 personas) y su concierto de casi dos horas parece arrancado de 1980. Su banda —bajo, batería, guitarra y teclados— se completa con tres esculturales coristas, con las que Julio bromea —“¡Guapas, guapas!”—.
Pese a su aparatosa, pero bien disimulada cojera, es un animal de escenario.
Su sonido, digamos, está algo anquilosado en el pasado (demasiado eco, o reverb, que dirían los entendidos). Pero quizá es lo que se espera de él. Suenan Quijote, Un canto a Galicia, De niña a mujer, Manuela, Abrázame, Hey! La vida sigue igual, incluso su lisérgica versión de My sweet Lord, de George Harrison.
Julio no presume de buena voz, pero mantiene el tipo con buena nota: “Antes cantaba muy mal”, admite. “Yo he aprendido a cantar más tarde. A conocer mi voz. Antes no tenía ni puta idea”. Su éxito no radica en su voz, sí en su actitud.
Quizá también en la frase que hace años escribió el escritor y periodista Juan Cueto en EL PAÍS: “Toda persona baja la guardia al menos una vez al día y cede a sus bajos instintos”.
También, añado yo, Julio Iglesias es el único hombre de la tierra capaz de suplicar por el amor de una mujer y no quedar como un llorica.
Procuro no darle demasiadas vueltas al asunto y voy a saludar a Julio tras el concierto.
En el pasillo que da a su camerino hace calor y hay una cola de varios metros para hablar con él. Se escuchan conversaciones de todo tipo: que si el otro día estuve en casa de Elena Tablada en Miami, que si me estoy sacando el carnet de instructor de vuelo…
Aun así la gente (o “las gentes”, como acostumbra él a decir) tiene tanta habilidad para colarse como algunas señoras en la caja del supermercado
. Está el actor Fernando Esteso, que espera su turno, en silencio, como uno más, mientras se hace una foto, serio, pero amable, con un par de rubias despampanantes que le sacan varias cabezas.
“Tú eres el jefe”, le dice Julio a Esteso en el camerino.
“Pórtate bien. Fernandito. Hemos crecido juntos y aquí seguimos, dando guerra ¿eh?”
. El cantante se despide del actor con un beso en la cabeza.
Este verano el ritual del concierto y del besamanos se repetirá en varias ciudades en España: este jueves, en Bilbao; el 26, en el Liceo de Barcelona; el 28, en León; el 1 de agosto, en Cambados; el 4, en Los Alcázares (Murcia); el 8, en Las Palmas y el 12, en Marbella
. Ni rastro de Madrid en su calendario. “Tengo mucha ilusión en esta gira”, dice Julio secándose el sudor. “No sé hacer otra cosa que cantar. ¿Qué quieres? ¿Qué me quede en casa tocándome el pito? No podría”.
Con una escena similar arranca ¡Oh, es él!, la divertida novela de ficción escrita por Maruja Torres sobre Julio Iglesias en 1986: el cantante le hace la misma pregunta a una cristalina piscina con forma de riñón, que “sibilinamente” responde: “Frank Sinatra”. El Julio —de ficción— vuelve a interrogarla: “¿Qué otro cantante estuvo a punto de perder la vida en un funesto accidente de coche que cambió el curso de sus días obligándole a renunciar a una brillante carrera como guardameta del Real Madrid?”. La piscina guarda silencio “humillada” mientras Julio dice: “¿Lo ves? Soy el mejor”.
A estas alturas de la carrera de Julio Iglesias es difícil saber dónde empieza la realidad o la ficción, así que mejor olvidemos las reflexiones inciertas y atengámonos a los hechos: son las once de la noche de un domingo de julio, acaba de terminar su concierto en el Palau de les Arts de Valencia y el cantante, de 68 años, vestido con camisa y pantalón blancos de lino, me recibe en su camerino.
— Julio, he venido a hacer un reportaje sobre ti.
— Pues habla mal de mí que, si no, no te van a hacer ni puto caso.
El Julio Iglesias de 2012 poco se parece al galán conquistador y mujeriego de hace 30 años. “Antes, cuando viajaba en avión, estaba más pendiente de ligarme a la azafata.
Ahora me preocupa más el tiempo: me cago de miedo cuando hay turbulencias”, explica sin perder la sonrisa. Sus allegados aseguran que lo tiene claro: “Quiere educar a sus hijos pequeños [tiene cinco de su matrimonio con la modelo holandesa Miranda Rijnsburger, a la que cariñosamente llama Mami ]. Y aunque no para de trabajar y de viajar por sus conciertos, quiere pasar el mayor tiempo posible con su familia en su casa”.
Ya sea en la que tiene en Miami, en República Dominicana o en Ojén, a pocos kilómetros de Marbella, donde Julio pasa casi todo el verano.
Lo que no ha cambiado es su forma de ser: expansivo, hablador, bromista (suelta tacos a menudo, lo que le hace más humano), riguroso —a veces duro e implacable con los que están alrededor— y centro de atención de cualquier reunión. “Es muy difícil controlar a un controlador”, asegura un colaborador cercano. “Siempre dice que no de primeras a cualquier cosa que le proponen.
Así nunca se equivoca
. Sabe que las buenas oportunidades siempre pasan dos veces”.
No le ha ido mal con esa filosofía: en 45 años de carrera ha vendido 300 millones de discos, lo que lo coloca en la lista de los diez artistas más vendidos ¡del mundo!, solo superado por Elvis, The Beatles, los Stones o Bruce Springsteen
. Es el cantante español más internacional: pocos (o ninguno) pueden presumir de seguir actuando en los cinco continentes a sus casi 70 años.
La semana pasada, desde Marbella, concedió casi 100 entrevistas vía satélite con (cojan aire): Israel, Noruega, Canadá, Reino Unido, Sudáfrica, Suecia, Finlandia, Dinamarca, Filipinas, Malasia, Corea, China, Nueva Zelanda, México, Singapur… Pero volvamos a Valencia.
Son las ocho de la tarde, quedan 70 minutos para que comience el concierto y Julio todavía está dormido en el hotel.
En la planta 11 del auditorio, en una terraza con césped, toman cervezas y vinos las algo más de 50 personas que han adquirido una entrada VIP (casi 300 euros) para el espectáculo de esta noche.
Hay señores de mediana edad (alguno se fuma un puro gigante), chicas guapas de interesantes escotes y algún moderno sacado de alguna revista de tendencias: pajarita roja, gafas de pasta, chaqueta plateada, náuticos azules…
No conozco a nadie. Aunque quizá estos vaqueros ajustados más propios de un concierto de AC/DC y esta camisa de rumbero a lo Peret no ayuden a relacionarme.
Recuerdo lo que siempre me dice mi madre: “Nunca combines azul con negro”. Ya es tarde
. Olvido el asunto a la tercera cerveza, entro en el auditorio.
La sala está casi llena (cerca de 1.300 personas) y su concierto de casi dos horas parece arrancado de 1980. Su banda —bajo, batería, guitarra y teclados— se completa con tres esculturales coristas, con las que Julio bromea —“¡Guapas, guapas!”—.
Pese a su aparatosa, pero bien disimulada cojera, es un animal de escenario.
Su sonido, digamos, está algo anquilosado en el pasado (demasiado eco, o reverb, que dirían los entendidos). Pero quizá es lo que se espera de él. Suenan Quijote, Un canto a Galicia, De niña a mujer, Manuela, Abrázame, Hey! La vida sigue igual, incluso su lisérgica versión de My sweet Lord, de George Harrison.
Julio no presume de buena voz, pero mantiene el tipo con buena nota: “Antes cantaba muy mal”, admite. “Yo he aprendido a cantar más tarde. A conocer mi voz. Antes no tenía ni puta idea”. Su éxito no radica en su voz, sí en su actitud.
Quizá también en la frase que hace años escribió el escritor y periodista Juan Cueto en EL PAÍS: “Toda persona baja la guardia al menos una vez al día y cede a sus bajos instintos”.
También, añado yo, Julio Iglesias es el único hombre de la tierra capaz de suplicar por el amor de una mujer y no quedar como un llorica.
Procuro no darle demasiadas vueltas al asunto y voy a saludar a Julio tras el concierto.
En el pasillo que da a su camerino hace calor y hay una cola de varios metros para hablar con él. Se escuchan conversaciones de todo tipo: que si el otro día estuve en casa de Elena Tablada en Miami, que si me estoy sacando el carnet de instructor de vuelo…
Aun así la gente (o “las gentes”, como acostumbra él a decir) tiene tanta habilidad para colarse como algunas señoras en la caja del supermercado
. Está el actor Fernando Esteso, que espera su turno, en silencio, como uno más, mientras se hace una foto, serio, pero amable, con un par de rubias despampanantes que le sacan varias cabezas.
“Tú eres el jefe”, le dice Julio a Esteso en el camerino.
“Pórtate bien. Fernandito. Hemos crecido juntos y aquí seguimos, dando guerra ¿eh?”
. El cantante se despide del actor con un beso en la cabeza.
Este verano el ritual del concierto y del besamanos se repetirá en varias ciudades en España: este jueves, en Bilbao; el 26, en el Liceo de Barcelona; el 28, en León; el 1 de agosto, en Cambados; el 4, en Los Alcázares (Murcia); el 8, en Las Palmas y el 12, en Marbella
. Ni rastro de Madrid en su calendario. “Tengo mucha ilusión en esta gira”, dice Julio secándose el sudor. “No sé hacer otra cosa que cantar. ¿Qué quieres? ¿Qué me quede en casa tocándome el pito? No podría”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario