Orson Welles respondió rotundamente sobre el significado del cine: “John Ford, John Ford y John Ford”. Y John Wayne, ángel o demonio, o ambas cosas a la vez, fue uno de los grandes. Ahora, 'Centauros del desierto' se exhibe restaurada.
Llego descorazonado, guiado por la rutina profesional, huyendo del calor, sin haber consultado la cartelera, sin esperanza de encontrar esa película milagrosa que cura durante un rato todos los males del alma, a las puertas de los cines Verdi de Madrid.Pero noto un sobresalto cuando veo el anuncio en la taquilla de que van a exhibir a partir del viernes una película que se rodó hace 56 años, en una copia remasterizada y en alta definición. Se titula Centauros del desierto.
Y no sé lo que sentiría Proust al mojar la magdalena ni lo que evoca exactamente el ciudadano Kane al susurrar obsesivamente “Rosebud”, pero puedo explicar el efecto que me provoca noticia tan venturosa.
Vi esa película cuando era muy pequeño, quiero imaginar que en un programa doble de cine de barrio, con mis padres, cuando no sabía que los directores eran los autores de las películas, ni que las películas del Oeste eran westerns y los tebeos cómics, ni que Steven Spielberg la consideraría muchos años más tarde como la mejor película de la historia, que Scorsese decidiría hacer cine por la conmocionante impresión que le causaron Centauros del desierto y La ley del silencio, que a la complicada pregunta sobre el significado del cine, el egocéntrico Orson Welles lo tendría tan claro como para dar esta rotunda respuesta: “John Ford, John Ford y John Ford”.
Pero sí recuerdo haberme colgado inmediatamente de un tío que tenía unos andares muy chulos, que inspiraba seguridad, con los inconfundibles rasgos de los auténticos héroes, alguien que no parecía interpretar sino que era así, del que te gustaba su forma de hablar, de reírse, de pelear, de sufrir, de escuchar, de encabronarse, de beber, de subir al caballo.
Esas reflexiones, por supuesto, fueron posteriores, pero la fascinación hacia ese personaje cuando eres un crío y no puedes, ni quieres, ni sabes analizar por qué alguien te gusta o te desagrada, fue tan inocente como inmediata. Acercándome a la vejez, el magnetismo que me provoca ese actor permanece intacto.
Se llamaba John Wayne, aunque Ford se refería a él con tono entre burlón y cariñoso como “ese pedazo de carne”. Cuentan que era profundamente facha (él prefería considerarse patriota), que era el símbolo de la Legión Americana, que se ponía muy nervioso cuando olía rojerío, pacifistas, opositores a la guerra de Vietnam
. Pero cuando aparece en la pantalla, llenándola con su personalidad como solo pueden hacerlo los grandes, sabiendo que estás ante alguien tan fuerte como legal, que sería una suerte que este tipo te adoptara como amigo o que asumiera la jefatura en cualquier situación peligrosa, me da lo mismo que el ciudadano Wayne fuera un ángel o un demonio, o ambas cosas a la vez. El actor Wayne fue una de las mejores cosas que le ocurrieron al cine. Es normal que Ford y Hawks le utilizaran frecuentemente en películas imperecederas como el transmisor ideal de su mundo.
Después de aquella gozosa iniciación de infancia acompañando a los centauros del desierto (por una vez me resulta más poético y evocador el título español que el original, prefiero centauros a buscadores) he seguido en su compañía muchas veces, pero pocas en su espacio natural, en una sala oscura, sino a través de la televisión, el vídeo y el DVD.
Pero siempre me quedo flotando, con sensaciones contradictorias ante la trágica odisea del complejo Ethan Edwards buscando bajo el sol, la lluvia y la nieve a su secuestrada sobrina.
Qué personaje tan chungo, legendario, sombrío, racista, compadecible, solo, feroz, profesional, obsesivo, atormentado, odioso, querible, admirable.
¿Quiénes son los buenos y los malos en este western tan raro como grandioso?
Hace muchos años que su hermano, su enamorada cuñada, sus sobrinos y el chaval mestizo que adoptaron no ven a ese hombre de gesto orgulloso y cansado, sin estrella que le proteja, ataviado con un capote sudista y un sable que ya parece inservible, ese hijo pródigo y perdedor, que se acerca a la casa familiar buscando calor y sosiego. La guerra terminó hace años y él solo aclara que ha pasado ese tiempo dando vueltas.
No acepta la rendición y está convencido de que un hombre solo puede hacer un verdadero juramento a lo largo de su vida. Él juró ser fiel a la Confederación. Y besa a su cuñada en la frente.
Y no verá cómo ella acaricia su abrigo cuando cree que nadie la mira.
Y disfrutará observando el crepúsculo desde el pórtico de la casa mientras toma café. Pero los refugios para él siempre son profesionales.
Un comanche llamado Scar se ha propuesto vengar a asesinados hijos coleccionando cabelleras de hombres, mujeres y niños blancos. Extermina a la familia de Ethan, aunque es probable que haya respetado la vida de la sobrina pequeña para transformarla en comanche
. Ethan ya tiene una razón para sobrevivir. Seguir el rastro de esa niña. Y sobre todo, odiar. A los indios, a sí mismo por no haber evitado la masacre, al género humano.
Con alguna excepción, como la de un viejo loco que solo anhela poseer alguna vez un techo sobre su cabeza y una mecedora junto al fuego.
Es tan cabrón el rocoso y desamparado Ethan Edwards que después de matar indios, les dispara en los ojos para que nunca puedan encontrar el cielo, para que tengan que vagar eternamente a través del viento.
¿Cuántas páginas se han escrito (algunas memorables, otras fatigosas, obvias, repetitivas) sobre el simbolismo poético de esa puerta que se abre al comienzo y se cierra al final, destinando a Ethan a seguir más solo que la una, como ha estado siempre, pero sin nadie ya a quien rescatar? Ford, tan íntimamente consciente de su arte como públicamente desdeñoso con él cuando trataban de analizarlo y etiquetarlo, le respondía al inquisitivo y profundo Peter Bogdanovich: “Tonterías, Peter, tonterías. Solo son puertas que se abren y se cierran. De alguna forma había que comenzar y terminar”.
Mi transcripción no es literal, pero algo parecido dijo Ford, o quiero imaginarlo.
También le parecería casual o anecdótico a Ford que la canción que despide a ese tío bajo el sol del desierto que ya no sabe dónde ir asegure: “Un hombre busca su alma y su corazón.
Sabe que encontrará paz interior. ¿Pero dónde, señor? Cabalga, cabalga”.
Muchos años después, James Caan le ofrecerá el mismo consejo a John Wayne en El Dorado recitándole a Poe, narrando la historia de un caballero joven y audaz que viajó incansablemente a través del Valle de las Sombras y se hizo viejo sin haber podido encontrar El Dorado.
Pero seguía cabalgando.
Centauros del desierto (The searchers). John Ford, 1956. Versión remasterizada y en alta definición. Cines Verdi. Madrid. www.cines-verdi.com.
No hay comentarios:
Publicar un comentario