Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

25 jun 2012

La marca de la posesión machista

Miles de mujeres son atacadas cada año con sustancias corrosivas

Los agresores intentan condenarlas al ostracismo social

  • Cuando Elena se mire al espejo
  • Caras abrasadas por ácido 
  • El 80% de las personas agredidas con ácido son mujeres.
    Son agresiones con una altísima carga simbólica.
     Pretenden marcar de por vida. Dejar en el rostro desfigurado y en el cuerpo de la víctima la estampa de su crimen, de sus celos, de su odio.
    Una huella imborrable y dramática.
    El ácido y otras sustancias abrasivas son utilizadas en muchos países como un arma que no solo pretende causar un sufrimiento físico enorme —o, incluso, la muerte—, sino también para imponerle una condena social que la acompañará de por vida.
    Al mirarse al espejo, al observar las reacciones de los otros.
     Es la marca de la posesión.
    Una firma ardiente que lastra la vida, o lo que queda de ella, de miles de mujeres en todo el mundo.
    Las cicatrices en su cara, abrasada, las hacen perfectamente reconocibles; pero no existen estadísticas que digan cuántas personas sufren ataques con ácido u otros productos de este tipo en el mundo. Acid Survivors Trust International (ASTI), una organización especializada que trabaja con Naciones Unidas, calcula que al año se producen al menos 1.500 agresiones, más del 80% a mujeres
    . La mayoría localizadas en países del sureste de Asia, África subsahariana, India occidental y oriente medio; aunque se contabilizan cada vez más casos en América Latina.
    Como en Colombia, donde la proliferación de ataques con químicos abrasantes ha llevado a las autoridades a revisar la ley para endurecer las penas contra los agresores que empleen este instrumento de terror. El 90% de los atacantes son hombres; casi siempre conocidos o con alguna relación con la agredida; un patrón común en todos los lugares.
    Una organización que trabaja para la ONU cifra en 1.500 las agresiones al año
    Pretenden destruir la vida de la mujer a través de lo que la ONU considera una forma “devastadora” de violencia de género. Como la que cegó a la iraní Ameneh Bahrami, a quien un pretendiente despechado lanzó ácido y desfiguró hasta hacerla irreconocible cuando tenía 23 años.
     O a la joven camboyana Ponleu, atacada con un líquido corrosivo por su marido al que había pedido el divorcio tras cuatro años de malos tratos
    . En Europa, estas agresiones son anecdóticas, pero ocurren.
     Hace cuatro años, el exnovio de Katie Piper contrató a un hombre para que le rociase con un líquido corrosivo.
     La joven, de 24 años, modelo, sufrió lesiones severas.
     Hoy, tras decenas de operaciones, las huellas del terror que le surcan el rostro no se han borrado del todo.
     En Madrid, el pasado martes, María Ángeles, de 29 años, fue atacada en plena calle por un desconocido que le arrojó ácido.
     La policía investiga el caso y el entorno del marido de la chica, del que se está separando.
    El uso de productos como el ácido sulfúrico —que se extraen muchas veces del motor de los coches o motocicletas— es un acto premeditado con el que el agresor persigue un objetivo claro:
    “Tienen la intención de desfigurar permanentemente a la víctima, de causarle daños físicos y psicológicos brutales, de provocarle graves cicatrices y condenarla al ostracismo”, explica Meryem Aslan, responsable del Fondo Fiduciario de Naciones Unidas.
     Un crimen cometido la mayoría de las veces por aquellos a quien la agredida ignoró o rechazó.
    “Los motivos más frecuentes para estos ataques son el rechazo por parte de las mujeres de las insinuaciones sexuales o las ofertas de matrimonio”, dice John Morrison, director de ASTI. O de maridos contra sus esposas, a las que pretenden repudiar o castigar.
     A veces, escudándose en acusaciones de supuestas infidelidades o comportamientos para ellos indecorosos.
     “También se ven ataques así de vez en cuando en los casos de violencia doméstica, por parte de las familias políticas; o son provocados por disputas comerciales o de tierras entre distintos clanes”, explica. Situaciones en las que los agresores atacan a la parte más vulnerable y sensible de la familia: una mujer joven en edad casadera o una niña que quedará marcada toda la vida.
     “Con la agresión le arrancarán su capital social, su aspecto; y el capital económico de su familia, que muchas veces se ve obligada a vender sus posesiones y, por supuesto, las tierras en disputa, para pagar los cuidados médicos de la menor”, enumera el director de ASTI, una organización que trabaja en países como Nepal, Uganda, Camboya o India.
     

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