Recuerdo
Han pasado unas semanas y todavía recuerdo la sensación. La perfección del momento, la felicidad del placer sencillo.
Me dije entonces que escribiría sobre ello y ahora, días después, lo hago:
Primera hora de la mañana, en el pueblo. Estoy solo, sentado en el merendero, frente a la ventana. Fuera, en el patio, hace frío. O no es exactamente frío, es fresco. Anoche llovió.
El merendero está caliente. Huele a la leña quemada anoche. En la enorme mesa de madera en la que me apoyo quedan restos de la celebración del cumpleaños de A. con sus amigas (globos, porciones de pizza, palomitas).
Hay también un frutero en el que relucen naranjas, manzanas y un solitario kiwi. Lo más importante es que el sol que entra por la ventana me da en la cara. Es un sol que no pica y sí acaricia.
Brilla. Arrimo un poco más la silla, para que no perder nada de su luz y calor. Tengo todavía en la boca el sabor del café recién tomado. Estoy releyendo las últimas páginas de los diarios de Cheever. Son palabras tristes, descreídas. Le comprendo, comprendo lo que dice, porque sabe decirlo. Cierro el libro. Esto es admiración.
Qué bien escribe. Las tapas del libro son preciosas. El sol sigue acariciando mi cara.
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