Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

30 sept 2019

La belleza en tiempos de Instagram

Balenciaga y Celine monopolizan la atención en la pasarela de París con dos formas opuestas de entender la moda.

semana de la moda paris
Una modelo en el desfile de primavera-verano 2020 de Balenciaga.

 

29 sept 2019

La envenenadora de Pollença: cinco crímenes y un final en extrañas circunstancias

Catalina Domingo usó arsénico para acabar con la vida de sus hijos, su marido y sus tíos.

  


Catalina Domingo, en la portada del periódico 'El Caso'.
Catalina Domingo, en la portada del periódico 'El Caso'.
Una cascada de muertes en la familia, todas ellas en extrañas pero similares circunstancias y en un corto plazo de tiempo, acabaron delatando a Catalina Domingo, conocida como La envenenadora de Pollença, una población a 55 kilómetros de Palma de Mallorca
El matrimonio Kelleher explica en su libro Los asesinatos más raros: mujeres que asesinaron en serie que las viudas negras suelen tener un inicio tardío en sus crímenes y que su motivación es económica.
 Las víctimas son esposos, familiares o personas próximas. Consiguen su propósito con veneno. 
Fármacos que en grandes dosis y a la larga generan la muerte, que no suele ocurrir de forma instantánea, lo que les permite esquivar la justicia por la aparente naturalidad del fallecimiento.

Pollença es un pequeño municipio de angostas callejuelas situado al norte de la isla de Mallorca.

 Durante la primera mitad del siglo pasado se convirtió en una colonia poblada por artistas, escritores y músicos que descubrieron en ella joyas como su puente romano o el monasterio que corona una pequeña montaña.

 Son momentos de expansión turística, pero acontece una terrible cadena de sucesos que conmociona a todo el país.

 En apenas unos años, Catalina Domingo pierde a sus dos hijos, a su marido y a sus tíos. 

Todos ellos a consecuencia de vómitos, diarreas y malestar general que se fue agravando mientras la mujer les atendía. 

Catalina Domingo, en la portada del periódico 'El Caso'.
Catalina Domingo, en la portada del periódico 'El Caso'.

Nadie sospechó de la mujer, que siempre se mostró preocupada por los suyos. 
Las muertes se achacaron al infortunio.
 Sin embargo, la policía recibió una carta anónima explicando las dudas que sobrevolaban esos repentinos fallecimientos y abrió una investigación que acabó con la detención de la mujer.
 En ese momento tenía 38 años y acababa de casarse en segundas nupcias con un taxista con posibles que se mostró consternado.
 El asunto fue publicado el 28 de febrero de 1970 por el semanario El Caso.
 El fondo puede consultarse en la biblioteca central de la Universidad CEU San Pablo de Madrid. 
Tal fue la magnitud de la noticia que la revista le dedicó su portada y otras seis páginas.

Malestar de estómago

La historia comienza con el matrimonio de Luis Palmer y Juana Domingo, tía de la envenenadora.
 La pareja abrió una tienda en Pollença en la que vendía objetos fabricados con mimbre.
 Gracias a su esfuerzo consiguieron una existencia desahogada, incluso hicieron una pequeña fortuna para afrontar la vejez. Al matrimonio solo le faltó una cosa para completar su felicidad: los hijos.
 Al no tener descendencia sintieron el impulso de prodigar ternura a los hijos ajenos, especialmente a su sobrina Catalina, hija de Francisca, la única hermana de Juana.
 La niña quedó huérfana de padre prematuramente y sus tíos quisieron protegerla.
 Sin embargo, esta pronto demostró ser embustera, enredadora y muy aficionada a los amoríos.
 A los hombres les daba el dinero que hurtaba a su madre y a sus tíos.
La mujer se casó a los 23 años con Pedro Coll, hijo de unos vecinos. 
 Pedro trabajaba como ordenanza en una empresa de pompas fúnebres, era fuerte y de aspecto bonachón.
 La pareja parecía estar muy enamorada, tenía coche, moto y salía a divertirse con amigos. Algunos de ellos declararon a El Caso que tenían atravesada a Catalina Domingo porque no les parecía una mujer buena.
 El joven matrimonio tuvo dos hijos, un niño y una niña, pero ambos perecieron siendo aún pequeños.
 Primero llegó el varón, rubio y con ojos azules. Enfermó un día, de pronto, de cólicos, diarreas y vómitos de origen desconocido.
 El médico no conseguía acertar con el diagnóstico y su situación se fue agravando hasta que falleció, con cinco años.
 Solo tres meses después nació la hija, que murió cuando contaba con 17 meses de una forma rápida e inexplicable.
 Ella se apoyó en su marido y en sus tíos, a los que visitaba asiduamente. 

A finales de 1967, Pedro comenzó a quejarse de un raro malestar en el estómago.
 Le daban cólicos muy dolorosos, con diarreas y vómitos semejantes a los que padecieron sus hijos, con intermitencias de mejoría y empeoramiento. 
Murió el 19 de enero de 1968, aunque nadie podía creerlo. El diagnóstico médico fue muerte por infarto de miocardio.
 Tal y como relatan las crónicas de la época, el duelo fue inolvidable por el tremendo dolor de la viuda. 
Para entonces, Catalina Domingo ya había sacado todo el dinero de la cuenta de ahorros de su marido y a los pocos días había vendido el coche y la moto. 
También solicitó a sus cuñados que le cedieran su derecho a la herencia, a lo que estos accedieron apiadándose de la situación de su cuñada, a la que jamás habían profesado mucho afecto debido a su carácter.

Segundas nupcias

Una denuncia anónima hizo que un juzgado de Mallorca se pusiera a trabajar en la posible vinculación de Catalina Domingo en las muertes de su círculo más cercano.
 Sin embargo, la mujer prosiguió con su vida como si no hubiese ocurrido nada.
 Había conocido a un taxista viudo de Pollença, Juan Vidalet, con el que decidió casarse.
 Lo hizo solo nueve meses después de enviudar, el tiempo mínimo que marcaba la ley para contraer matrimonio.
 El taxista mostró su alegría porque de esta forma su hija adolescente no tendría que quedarse sola durante sus largas jornadas de trabajo. Apenas tuvo tiempo, porque el juez dictó un auto para la exhumación del primer marido de la asesina y de sus tíos.

Las muestras demostraron que sus muertes habían sido ocasionadas por la ingesta de altas cantidades de arsénico, un compuesto letal que puede camuflarse en otros productos, como la harina o el azúcar.
 El arsénico no se descompone, es soluble, no caduca y no huele.
 Una vez ingerido, el cuerpo lo asimila con rapidez. Pasa del aparato digestivo al torrente sanguíneo y, de ahí, se distribuye a todos los órganos, especialmente a uñas, pelo, arterias y el hígado. Su actuación es lenta, pero implacable.
 Catalina fue detenida acusada de acabar con la vida de sus hijos, de su marido y de sus tíos envenenándoles con un matahormigas de uso común.
La mujer admitió ser autora de la muerte de su esposo, pero negó las demás, quizás temiendo perder la cuantiosa herencia que recibió de sus tíos.
 El fiscal pidió 45 años de internamiento por cada caso, pero la Audiencia Provincial de Mallorca solo la condenó a 30 años de prisión. 
 Apenas cumplió ocho en los centros penitenciarios de Palma, Alcalá y Yeserías. La reducción de la pena se debió a tres indultos y a dos reducciones especiales por su buen comportamiento.
 La mujer volvió a Mallorca. El 28 de noviembre de 1986 el rotativo Última Hora publicaba: 
“La envenenadora de Pollensa muere en extrañas circunstancias. La policía investiga un posible envenenamiento”. Catalina tenía entonces 64 años y la causa de su muerte no fue nunca aclarada.

La viuda encontró consuelo en sus tíos, con los que se marchó a vivir. Solo unos meses después, el 5 de mayo, murió su tío, Luis Palmer, de 65 años, al que atendió hasta el final. 
El fallecido llevaba varios años padeciendo del estómago, incluso tomaba medicamentos para su dolencia, pero nada presagiaba que pudiera costarle la vida. 
El día anterior al desenlace padeció una crisis con vómitos y diarrea que finalmente no pudo superar. Las crónicas cuentan que el desconsuelo de la mujer durante el entierro fue muy exagerado.
 La influencia sobre su tía Juana se acentuó tras la muerte de su esposo, incluso consiguió que le considerara su única heredera. La anciana falleció el 18 de septiembre, apenas cuatro meses después de que lo hiciera su marido.
 Los vecinos observaban la situación con incredulidad. No podían entender que, de la noche a la mañana, una mujer que rebosaba salud muriese en unas condiciones misteriosas, similares a las de su marido. Es cuando los médicos comienzan a sospechar.

 

Avance de la nueva novela de Mario Vargas Llosa

Un bracero de la United Fruit cargando plátanos.
Un bracero de la United Fruit cargando plátanos.
AUNQUE DESCONOCIDOS del gran público y pese a figurar de manera muy poco ostentosa en los libros de historia, probablemente las dos personas más influyentes en el destino de Guatemala y, en cierta forma, de toda Centroamérica en el siglo xx fueron Edward L. Bernays y Sam Zemurray, dos personajes que no podían ser más distintos uno del otro por su origen, temperamento y vocación.
Avance de la nueva novela de Mario Vargas Llosa
Arriba, Sam Zemurray; abajo, Edward L. Bernays con su esposa, Doris E. Fleischman.
Arriba, Sam Zemurray; abajo, Edward L. Bernays con su esposa, Doris E. Fleischman. The LIFE Picture Collection / Getty Images / Bettmann Archive
Zemurray había nacido en 1877, no lejos del Mar Negro y, como era judío en una época de terribles pogromos en los territorios rusos, huyó a Estados Unidos, donde llegó antes de cumplir quince años de la mano de una tía. 
Se refugiaron en casa de unos parientes en Selma,  Alabama. Edward L. Bernays pertenecía también a una familia de emigrantes judíos pero de alto nivel social y económico y tenía a un ilustre personaje en la familia:
 su tío Sigmund Freud.
 Aparte de ser ambos judíos, aunque no demasiado practicantes de su religión, eran muy diferentes.
 Edward L. Bernays se jactaba de ser algo así como el Padre de las Relaciones Públicas, una especialidad que, si no había inventado, él llevaría (a costa de Guatemala) a unas alturas inesperadas, hasta convertirla en la principal arma política, social y económica del siglo xx. 
Esto sí llegaría a ser cierto, aunque su egolatría lo impulsara a veces a exageraciones patológicas.
 Su primer encuentro había tenido lugar en 1948, el año en que comenzaron a trabajar juntos. 
Sam Zemurray le había pedido una cita y Bernays lo recibió en el pequeño despacho que tenía entonces en el corazón de Manhattan. 
Probablemente ese hombrón enorme y mal vestido, sin corbata, sin afeitarse, con una casaca descolorida y botines de campo, de entrada impresionó muy poco al Bernays de trajes elegantes, cuidadoso hablar, perfumes Yardley y maneras aristocráticas. —Traté de leer su libro Propaganda y no entendí gran cosa —le dijo Zemurray al publicista como presentación. 
Hablaba un inglés dificultoso, como dudando de cada palabra.
—Sin embargo, está escrito en un lenguaje muy simple, al alcance de cualquier persona alfabetizada —le perdonó la vida Bernays.
—Es posible que sea falta mía —reconoció el hombrón, sin incomodarse lo más mínimo—.
 La verdad, no soy nada lector.
 Apenas pasé por la escuela en mi niñez allá en Rusia y nunca aprendí del todo el inglés, como estará usted comprobando. 
Y es peor cuando escribo cartas, todas salen llenas de faltas de ortografía. Me interesa más la acción que la vida intelectual.
—Bueno, si es así, no sé en qué podría servirlo, señor Zemurray —dijo Bernays, haciendo el simulacro de levantarse.
—No le haré perder mucho tiempo —lo atajó el otro—. Dirijo una compañía que trae bananos de América Central a los Estados Unidos.
—¿La United Fruit? —preguntó Bernays, sorprendido, examinando con más interés a su desastrado visitante.
—Al parecer, tenemos muy mala fama tanto en los Estados Unidos como en toda Centroamérica, es decir, los países en los que operamos —­continuó Zemurray, encogiendo los hombros—. 
Y, por lo visto, usted es la persona que podría arreglar eso
. Vengo a contratarlo para que sea director de relaciones públicas de la empresa.
 En fin, póngase usted mismo el título que más le guste. Y, para ganar tiempo, fíjese también el sueldo. 
Así había comenzado la relación entre estos dos hombres disímiles, el refinado publicista que se creía un académico y un intelectual, y el rudo Sam Zemurray, hombre que se había hecho a sí mismo, empresario aventurero que, empezando con unos ahorros de ciento cincuenta dólares, había levantado una compañía que —aunque su apariencia no lo delatara— lo había convertido en millonario.
 No había inventado el banano, desde luego, pero gracias a él en Estados Unidos, donde antes muy poca gente había comido esa fruta exótica, ahora formaba parte de la dieta de millones de norteamericanos y comenzaba también a popularizarse en Europa y otras regiones del mundo. ¿Cómo lo había conseguido? 
Era difícil saberlo con objetividad, porque la vida de Sam Zemurray se confundía con las leyendas y los mitos. 
Este empresario primitivo parecía más salido de un libro de aventuras que del mundo industrial estadounidense.
 Y él, que, a diferencia de Bernays, era todo menos vanidoso, no solía hablar nunca de su vida. 
Una plantación de la United Fruit.
Una plantación de la United Fruit.
A lo largo de sus viajes, Zemurray había descubierto el banano en las selvas de Centroamérica y, con una intuición feliz del provecho comercial que podía sacar de aquella fruta, comenzó a llevarla en lanchas a Nueva Orleans y otras ciudades norteamericanas.
 Desde el principio tuvo mucha aceptación. Tanta que la creciente demanda lo llevó a convertirse de mero comerciante en agricultor y productor internacional de bananos. 
Ése había sido el comienzo de la United Fruit, una compañía que, a principio de los años cincuenta, extendía sus redes por Honduras, Guatemala, Nicaragua, El Salvador, Costa Rica, Colombia y varias islas del Caribe, y producía más dólares que la inmensa mayoría de las empresas de Estados Unidos e, incluso, del resto del mundo.
 Este imperio era, sin duda, la obra de un hombre solo: Sam Zemurray.
 Ahora muchos cientos de personas dependían de él. Para ello había trabajado de sol a sol y de luna a luna, viajando por toda Centroamérica y el Caribe en condiciones heroicas, disputándose el terreno con otros aventureros como él a punta de pistola y a cuchillazos, durmiendo en pleno campo cientos de veces, devorado por los mosquitos y contrayendo fiebres palúdicas que lo martirizaban de tanto en tanto, sobornando a autoridades y engañando a campesinos e indígenas ignorantes, y negociando con dictadores corruptos gracias a los cuales —aprovechando su codicia o estupidez— había ido adquiriendo propiedades que ahora sumaban más hectáreas que un país europeo de buena contextura, creando miles de puestos de trabajo, tendiendo vías férreas, abriendo  puertos y conectando la barbarie con la civilización.
 Esto era al menos lo que Sam Zemurray decía cuando debía defenderse de los ataques que recibía la United Fruit —llamada la Frutera y apodada el Pulpo en toda Centroamérica—, y no sólo por gentes envidiosas, sino por los propios competidores norteamericanos, a los que, en verdad, nunca había permitido rivalizar con ella en buena lid, en una región donde ejercía un monopolio tiránico en lo que concernía a la producción y comercialización del banano. 
Para ello, por ejemplo, en Guatemala se había asegurado el control absoluto del único puerto que tenía el país en el Caribe —Puerto Barrios—, de la electricidad y del ferrocarril que cruzaba de un océano al otro y pertenecía también a su compañía.
Pese a ser las antípodas, formaron un buen equipo. 
Bernays ayudó muchísimo, sin duda, a mejorar la imagen de la compañía en los Estados Unidos, a volverla presentable ante los altos círculos políticos de Washington y a vincularla a los millonarios (que se ufanaban de ser aristócratas) en Boston. 
Había llegado a la publicidad de manera indirecta, gracias a sus buenas relaciones con toda clase de gente, pero sobre todo diplomáticos, políticos, dueños de periódicos, radios y canales de televisión, empresarios y banqueros de éxito. Era un hombre inteligente, simpático, muy trabajador, y uno de sus primeros logros consistió en organizar la gira por los Estados Unidos de Caruso, el célebre cantante italiano.
 Su modo de ser abierto y refinado, su cultura, sus maneras accesibles caían bien a la gente, pues daba la sensación de ser más importante e influyente de lo que lo era en verdad. La publicidad y las relaciones públicas existían desde antes de que él naciera, por supuesto, pero Bernays había elevado ese quehacer, que todas las compañías usaban pero consideraban menor, a una disciplina intelectual de alto nivel, como parte de la sociología, la economía y la política.  
Daba conferencias y clases en prestigiosas universidades, publicaba artículos y libros, presentando su profesión como la más representativa del siglo xx, sinónimo de la modernidad y el progreso. 
En su libro Propaganda (1928) había escrito esta frase profética por la que, en cierto modo, pasaría a la posteridad: 
“La consciente e inteligente manipulación de los hábitos organizados y las opiniones de las masas es un elemento importante de la sociedad democrática.
 Quienes manipulan este desconocido mecanismo de la sociedad constituyen un gobierno invisible que es el verdadero poder en nuestro país… 
La inteligente minoría necesita hacer uso continuo y sistemático de la propaganda”.
 Esta tesis, que algunos críticos habían considerado la negación misma de la democracia, tendría ocasión Bernays de aplicarla con mucha eficacia en el caso de Guatemala una década después de comenzar a trabajar como asesor publicitario para la United Fruit.
 Su asesoría contribuyó mucho a adecentar la imagen de la compañía y asegurarle apoyos e influencia en el mundo político. 
El Pulpo jamás se había preocupado de presentar su notable labor industrial y comercial co­mo algo que beneficiaba a la sociedad en general y, en especial, a los “países bárbaros” en los que operaba  y a los que —según la definición de Bernays— estaba ayudando a salir del salvajismo, creando puestos de trabajo para miles de ciudadanos a quienes de este modo elevaba los niveles de vida e integraba a la modernidad, al progreso, al siglo xx, a la civilización. 
Bernays convenció a Zemurray de que la compañía construyera algunas escuelas en sus dominios, llevara sacerdotes católicos y pastores protestantes a las plantaciones, construyera enfermerías de primeros auxilios y otras obras de esta índole, diera becas y bolsas de viaje para estudiantes y profesores, temas que publicitaba como una prueba fehaciente de la labor modernizadora que realizaba. 
A la vez, mediante una rigurosa planificación, iba promocionando con ayuda de científicos y técnicos el consumo de banano en el desayuno y a todas horas del día como algo indispensable para la salud y la formación de ciudadanos sanos y deportivos.
 Él fue quien trajo a los Estados Unidos a la cantante y bailarina brasileña Carmen Miranda (la señorita Chiquita Banana de los espectáculos y las películas), que obtendría enorme éxito con sus sombreros de racimos de plátanos, y que en sus canciones promovía con extraordinaria eficacia esa fruta que, gracias a aquellos esfuerzos publicitarios, formaba parte ya de los hogares norteamericanos.
 
Bernays también consiguió que la United Fruit se acercara —algo que hasta entonces no se le había pasado por la cabeza a Sam Zemurray— al mundo aristocrático de Boston y a las esferas del poder político. 
Los ricos más ricos de Boston no sólo tenían dinero y poder; tenían también prejuicios y eran por lo general antisemitas, de modo que no fue fácil para Bernays conseguir por ejemplo que Henry Cabot Lodge aceptara formar parte del Directorio de la United Fruit, ni que los hermanos John Foster y Allen Dulles, miembros de la importante firma de abogados Sullivan & Cromwell de Nueva York, consintieran en ser apoderados de la empresa. Bernays sabía que el dinero abre todas las puertas y que ni siquiera los prejuicios raciales se le resisten, de modo que también logró esta vinculación difícil, luego de la llamada Revolución de Octubre en la Guatemala de 1944, cuando la United Fruit comenzó a sentirse en peligro.
 Las ideas y relaciones de Bernays serían utilísimas para derrocar al supuesto “gobierno comunista” guatemalteco y reemplazarlo por uno más democrático, es decir, más dócil a sus intereses. 
Plátanos de la United Fruit preparados para ser transportados.
Plátanos de la United Fruit preparados para ser transportados.
 

Esa belleza suficiente.....................................Socorro Venegas

¿Puede la literatura ayudar a cerrar heridas del alma? Nada garantiza, según la autora, que el mundo te alcance y el naufragio se repita.

QUERIDO HERMANO: No logré encontrar la tumba donde estás.
Todos estos años, con los ojos cerrados, he trazado un camino imaginario en el cementerio para llegar hasta ti. 
Sé que al entrar debo ir hacia la izquierda, caminar en diagonal sorteando el caos de las flores secas, los botes de agua, la basura que los deudos dejan después de limpiar las tumbas.
 Al fin todo es despojo. Sé que habrá un sepulcro sencillo, con su cruz de hierro.
 Y leeré el nombre que nunca debería estar en una lápida, el nombre de un niño.
Yo creía saber precisamente a dónde ir si se me ocurriese llevarte flores.
 Pero así como la memoria se ha amueblado de nuevas experiencias, de pérdidas y de tiempos pasados, el cementerio también ha recibido otros inquilinos. 
Una aglomeración abrumadora de navíos con crucificados en sus mástiles. No te encontré.
Cuando fuimos a enterrarte yo tenía 11 años. 
No volví, hasta ahora. Han sucedido más de 30 años. Llegan de allá recuerdos que ya no tienen que ver con tu enfermedad, con tu partida.
 Pero sí con el naufragio de los que nos quedamos. En medio de todo eso que era un hogar roto, un libro apareció en casa, olvidado por alguien que llevó el pésame.
 Se trataba de un libro muy distinto a los tomos de las enciclopedias que tanto le gustaba comprar a papá.
 Era una novela.
 El diario de una chica francesa enamorada de un jovencísimo y ambicioso Napoleón.
 La historia de un amor malogrado leída por una niña de 11 años a la que se le acababa de morir el hermano menor. 
Y pronto supe que no había remedio para tu muerte ni para eso que descubrí en la novela: que podía irme bien lejos, llevar mi pena y llorar por el corazón roto de la protagonista, porque al fin ese dolor sí terminaba cuando cerrabas el libro.

Aprendí la ficción así, por una pura necesidad de salvarme cuando alrededor mamá se desmoronaba y papá volvía al alcohol. 

Un día empecé a escribir para arroparme mejor, con palabras que me construían un cerco que no era el de tu muerte, y que de nada sirvió porque de todas maneras el mundo te alcanza y nada garantiza que el naufragio no va a repetirse.
Historias que ya no compartimos. 
He conseguido mantenerme a flote en esa balsa que a veces va a la deriva y otras me ha llevado a islas prodigiosas.
Hay libros que desearía haber leído contigo
Es algo que no hicimos nunca. El pato y la muerte, de Wolf Erlbruch, por ejemplo.
 Unas páginas hermosas, terribles, que nos habrían hecho hablar de esa muerte que estuvo entre nosotros los cinco años que pasaste tan enfermo. 
Me hubiera gustado que no tuvieras miedo de ella. 
Como no te hallé en el cementerio, te escribí un cuento.
 Ahí estás con Lucía, esa niña que fue tu mejor amiga en la vida de hospital. Se enamoran.
 Es mi regalo para ti: imaginar que una historia así te ocurriera. Merecías que así ocurriera.
Después de lo que he descubierto en los libros quizá ya no debería buscar tu sepultura.
 Ayer escuché a un escritor decir que no es correcto atribuirle a la literatura el don de salvarnos. 
Tal vez es cierto. No diré eso. Hay desastres más allá de la literatura. 
Todo lo que he hecho es volver a un libro, a leerlo o a escribirlo, como quien se sujeta bien fuerte de un salvavidas en medio de un mar borrascoso.
 Ahí siempre estás tú, en la belleza de quedarse y recordarte.
 Esa belleza suficiente.