Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

29 sept 2019

Avance de la nueva novela de Mario Vargas Llosa

Un bracero de la United Fruit cargando plátanos.
Un bracero de la United Fruit cargando plátanos.
AUNQUE DESCONOCIDOS del gran público y pese a figurar de manera muy poco ostentosa en los libros de historia, probablemente las dos personas más influyentes en el destino de Guatemala y, en cierta forma, de toda Centroamérica en el siglo xx fueron Edward L. Bernays y Sam Zemurray, dos personajes que no podían ser más distintos uno del otro por su origen, temperamento y vocación.
Avance de la nueva novela de Mario Vargas Llosa
Arriba, Sam Zemurray; abajo, Edward L. Bernays con su esposa, Doris E. Fleischman.
Arriba, Sam Zemurray; abajo, Edward L. Bernays con su esposa, Doris E. Fleischman. The LIFE Picture Collection / Getty Images / Bettmann Archive
Zemurray había nacido en 1877, no lejos del Mar Negro y, como era judío en una época de terribles pogromos en los territorios rusos, huyó a Estados Unidos, donde llegó antes de cumplir quince años de la mano de una tía. 
Se refugiaron en casa de unos parientes en Selma,  Alabama. Edward L. Bernays pertenecía también a una familia de emigrantes judíos pero de alto nivel social y económico y tenía a un ilustre personaje en la familia:
 su tío Sigmund Freud.
 Aparte de ser ambos judíos, aunque no demasiado practicantes de su religión, eran muy diferentes.
 Edward L. Bernays se jactaba de ser algo así como el Padre de las Relaciones Públicas, una especialidad que, si no había inventado, él llevaría (a costa de Guatemala) a unas alturas inesperadas, hasta convertirla en la principal arma política, social y económica del siglo xx. 
Esto sí llegaría a ser cierto, aunque su egolatría lo impulsara a veces a exageraciones patológicas.
 Su primer encuentro había tenido lugar en 1948, el año en que comenzaron a trabajar juntos. 
Sam Zemurray le había pedido una cita y Bernays lo recibió en el pequeño despacho que tenía entonces en el corazón de Manhattan. 
Probablemente ese hombrón enorme y mal vestido, sin corbata, sin afeitarse, con una casaca descolorida y botines de campo, de entrada impresionó muy poco al Bernays de trajes elegantes, cuidadoso hablar, perfumes Yardley y maneras aristocráticas. —Traté de leer su libro Propaganda y no entendí gran cosa —le dijo Zemurray al publicista como presentación. 
Hablaba un inglés dificultoso, como dudando de cada palabra.
—Sin embargo, está escrito en un lenguaje muy simple, al alcance de cualquier persona alfabetizada —le perdonó la vida Bernays.
—Es posible que sea falta mía —reconoció el hombrón, sin incomodarse lo más mínimo—.
 La verdad, no soy nada lector.
 Apenas pasé por la escuela en mi niñez allá en Rusia y nunca aprendí del todo el inglés, como estará usted comprobando. 
Y es peor cuando escribo cartas, todas salen llenas de faltas de ortografía. Me interesa más la acción que la vida intelectual.
—Bueno, si es así, no sé en qué podría servirlo, señor Zemurray —dijo Bernays, haciendo el simulacro de levantarse.
—No le haré perder mucho tiempo —lo atajó el otro—. Dirijo una compañía que trae bananos de América Central a los Estados Unidos.
—¿La United Fruit? —preguntó Bernays, sorprendido, examinando con más interés a su desastrado visitante.
—Al parecer, tenemos muy mala fama tanto en los Estados Unidos como en toda Centroamérica, es decir, los países en los que operamos —­continuó Zemurray, encogiendo los hombros—. 
Y, por lo visto, usted es la persona que podría arreglar eso
. Vengo a contratarlo para que sea director de relaciones públicas de la empresa.
 En fin, póngase usted mismo el título que más le guste. Y, para ganar tiempo, fíjese también el sueldo. 
Así había comenzado la relación entre estos dos hombres disímiles, el refinado publicista que se creía un académico y un intelectual, y el rudo Sam Zemurray, hombre que se había hecho a sí mismo, empresario aventurero que, empezando con unos ahorros de ciento cincuenta dólares, había levantado una compañía que —aunque su apariencia no lo delatara— lo había convertido en millonario.
 No había inventado el banano, desde luego, pero gracias a él en Estados Unidos, donde antes muy poca gente había comido esa fruta exótica, ahora formaba parte de la dieta de millones de norteamericanos y comenzaba también a popularizarse en Europa y otras regiones del mundo. ¿Cómo lo había conseguido? 
Era difícil saberlo con objetividad, porque la vida de Sam Zemurray se confundía con las leyendas y los mitos. 
Este empresario primitivo parecía más salido de un libro de aventuras que del mundo industrial estadounidense.
 Y él, que, a diferencia de Bernays, era todo menos vanidoso, no solía hablar nunca de su vida. 
Una plantación de la United Fruit.
Una plantación de la United Fruit.
A lo largo de sus viajes, Zemurray había descubierto el banano en las selvas de Centroamérica y, con una intuición feliz del provecho comercial que podía sacar de aquella fruta, comenzó a llevarla en lanchas a Nueva Orleans y otras ciudades norteamericanas.
 Desde el principio tuvo mucha aceptación. Tanta que la creciente demanda lo llevó a convertirse de mero comerciante en agricultor y productor internacional de bananos. 
Ése había sido el comienzo de la United Fruit, una compañía que, a principio de los años cincuenta, extendía sus redes por Honduras, Guatemala, Nicaragua, El Salvador, Costa Rica, Colombia y varias islas del Caribe, y producía más dólares que la inmensa mayoría de las empresas de Estados Unidos e, incluso, del resto del mundo.
 Este imperio era, sin duda, la obra de un hombre solo: Sam Zemurray.
 Ahora muchos cientos de personas dependían de él. Para ello había trabajado de sol a sol y de luna a luna, viajando por toda Centroamérica y el Caribe en condiciones heroicas, disputándose el terreno con otros aventureros como él a punta de pistola y a cuchillazos, durmiendo en pleno campo cientos de veces, devorado por los mosquitos y contrayendo fiebres palúdicas que lo martirizaban de tanto en tanto, sobornando a autoridades y engañando a campesinos e indígenas ignorantes, y negociando con dictadores corruptos gracias a los cuales —aprovechando su codicia o estupidez— había ido adquiriendo propiedades que ahora sumaban más hectáreas que un país europeo de buena contextura, creando miles de puestos de trabajo, tendiendo vías férreas, abriendo  puertos y conectando la barbarie con la civilización.
 Esto era al menos lo que Sam Zemurray decía cuando debía defenderse de los ataques que recibía la United Fruit —llamada la Frutera y apodada el Pulpo en toda Centroamérica—, y no sólo por gentes envidiosas, sino por los propios competidores norteamericanos, a los que, en verdad, nunca había permitido rivalizar con ella en buena lid, en una región donde ejercía un monopolio tiránico en lo que concernía a la producción y comercialización del banano. 
Para ello, por ejemplo, en Guatemala se había asegurado el control absoluto del único puerto que tenía el país en el Caribe —Puerto Barrios—, de la electricidad y del ferrocarril que cruzaba de un océano al otro y pertenecía también a su compañía.
Pese a ser las antípodas, formaron un buen equipo. 
Bernays ayudó muchísimo, sin duda, a mejorar la imagen de la compañía en los Estados Unidos, a volverla presentable ante los altos círculos políticos de Washington y a vincularla a los millonarios (que se ufanaban de ser aristócratas) en Boston. 
Había llegado a la publicidad de manera indirecta, gracias a sus buenas relaciones con toda clase de gente, pero sobre todo diplomáticos, políticos, dueños de periódicos, radios y canales de televisión, empresarios y banqueros de éxito. Era un hombre inteligente, simpático, muy trabajador, y uno de sus primeros logros consistió en organizar la gira por los Estados Unidos de Caruso, el célebre cantante italiano.
 Su modo de ser abierto y refinado, su cultura, sus maneras accesibles caían bien a la gente, pues daba la sensación de ser más importante e influyente de lo que lo era en verdad. La publicidad y las relaciones públicas existían desde antes de que él naciera, por supuesto, pero Bernays había elevado ese quehacer, que todas las compañías usaban pero consideraban menor, a una disciplina intelectual de alto nivel, como parte de la sociología, la economía y la política.  
Daba conferencias y clases en prestigiosas universidades, publicaba artículos y libros, presentando su profesión como la más representativa del siglo xx, sinónimo de la modernidad y el progreso. 
En su libro Propaganda (1928) había escrito esta frase profética por la que, en cierto modo, pasaría a la posteridad: 
“La consciente e inteligente manipulación de los hábitos organizados y las opiniones de las masas es un elemento importante de la sociedad democrática.
 Quienes manipulan este desconocido mecanismo de la sociedad constituyen un gobierno invisible que es el verdadero poder en nuestro país… 
La inteligente minoría necesita hacer uso continuo y sistemático de la propaganda”.
 Esta tesis, que algunos críticos habían considerado la negación misma de la democracia, tendría ocasión Bernays de aplicarla con mucha eficacia en el caso de Guatemala una década después de comenzar a trabajar como asesor publicitario para la United Fruit.
 Su asesoría contribuyó mucho a adecentar la imagen de la compañía y asegurarle apoyos e influencia en el mundo político. 
El Pulpo jamás se había preocupado de presentar su notable labor industrial y comercial co­mo algo que beneficiaba a la sociedad en general y, en especial, a los “países bárbaros” en los que operaba  y a los que —según la definición de Bernays— estaba ayudando a salir del salvajismo, creando puestos de trabajo para miles de ciudadanos a quienes de este modo elevaba los niveles de vida e integraba a la modernidad, al progreso, al siglo xx, a la civilización. 
Bernays convenció a Zemurray de que la compañía construyera algunas escuelas en sus dominios, llevara sacerdotes católicos y pastores protestantes a las plantaciones, construyera enfermerías de primeros auxilios y otras obras de esta índole, diera becas y bolsas de viaje para estudiantes y profesores, temas que publicitaba como una prueba fehaciente de la labor modernizadora que realizaba. 
A la vez, mediante una rigurosa planificación, iba promocionando con ayuda de científicos y técnicos el consumo de banano en el desayuno y a todas horas del día como algo indispensable para la salud y la formación de ciudadanos sanos y deportivos.
 Él fue quien trajo a los Estados Unidos a la cantante y bailarina brasileña Carmen Miranda (la señorita Chiquita Banana de los espectáculos y las películas), que obtendría enorme éxito con sus sombreros de racimos de plátanos, y que en sus canciones promovía con extraordinaria eficacia esa fruta que, gracias a aquellos esfuerzos publicitarios, formaba parte ya de los hogares norteamericanos.
 
Bernays también consiguió que la United Fruit se acercara —algo que hasta entonces no se le había pasado por la cabeza a Sam Zemurray— al mundo aristocrático de Boston y a las esferas del poder político. 
Los ricos más ricos de Boston no sólo tenían dinero y poder; tenían también prejuicios y eran por lo general antisemitas, de modo que no fue fácil para Bernays conseguir por ejemplo que Henry Cabot Lodge aceptara formar parte del Directorio de la United Fruit, ni que los hermanos John Foster y Allen Dulles, miembros de la importante firma de abogados Sullivan & Cromwell de Nueva York, consintieran en ser apoderados de la empresa. Bernays sabía que el dinero abre todas las puertas y que ni siquiera los prejuicios raciales se le resisten, de modo que también logró esta vinculación difícil, luego de la llamada Revolución de Octubre en la Guatemala de 1944, cuando la United Fruit comenzó a sentirse en peligro.
 Las ideas y relaciones de Bernays serían utilísimas para derrocar al supuesto “gobierno comunista” guatemalteco y reemplazarlo por uno más democrático, es decir, más dócil a sus intereses. 
Plátanos de la United Fruit preparados para ser transportados.
Plátanos de la United Fruit preparados para ser transportados.
 

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