Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

1 may 2011

La besé una vez...

La besé una vez, me parece de repente recordar; y esta sospecha estremece con poder que no habrá tenido el haberla besado de veras.


No sé por qué -o sí lo sé- vienen estas sensaciones, reales más aún que un recuerdo o el hecho mismo que se conjura. Sensación desenhebrada, como una nube que se hubiera desanudado y quedado jugando con las rachas del aire, sin pasado. Pues, ¿de verdad ocurrió?

Y qué hacemos con esto... Como si fuera poca la vida vivida de verdad que hemos tenido que descombrar. Mudamos los recuerdos, las células y lo vivido, y aun acogemos como cierto lo que ni siquiera fue soñado.

De donde se desprende que existen hechos, al margen del pasado, de los sueños o del deseo, con una vida propia por encima de nosotros, sucediéndose en otra latitud, en los márgenes, apenas asomándose a palabras que nunca se abrieron por completo.

Publicado por José Carlos Cataño

"Me llamo Ernesto..."

Extracto del libro de memorias 'Antes del fin' (1999). El texto hace referencia a su infancia, juventud y actitud ética y política y fue publicado en EL PAÍS en enero de ese año.
Me llamo Ernesto, porque cuando nací, el 24 de junio de 1911, día del nacimiento de san Juan Bautista, acababa de morir el otro Ernesto, al que, aun en su vejez, mi madre siguió llamando Ernestito, porque murió siendo una criatura. "Aquel niño no era para este mundo", decía. Creo que nunca la vi llorar -tan estoica y valiente fue a lo largo de su vida-, pero, seguramente, lo haya hecho a solas.
Y tenía noventa años cuando mencionó, por última vez, con sus ojos humedecidos, al remoto Ernestito.
Lo que prueba que los años, las desdichas, las desilusiones, lejos de facilitar el olvido, como se suele creer, tristemente lo refuerzan.





Aquel nombre, aquella tumba, siempre tuvieron para mí algo de nocturno, y tal vez haya sido la causa de mi existencia tan dificultosa, al haber sido marcado por esa tragedia, ya que entonces estaba en el vientre de mi madre; y motivó, quizá, los misteriosísimos pavores que sufrí de chico, las alucinaciones en las que de pronto alguien se me aproximaba con una linterna, un hombre a quien me era imposible evitar, aunque me escondiera temblando debajo de las cobijas. O aquella otra pesadilla en la que me sentía solo en una cósmica bóveda, tiritando ante algo o alguien -no lo puedo precisar- que vagamente me recordaba a mi padre. Durante mucho tiempo padecí sonambulismo. Yo me levantaba desde el último cuarto donde dormíamos con Arturo, mi hermano menor, y, sin tropezar jamás ni despertarme, iba hasta el dormitorio de mis padres, hablaba con mamá y luego volvía a mi cuarto. Me acostaba sin saber nada de lo que había pasado, sin la menor conciencia. De modo que cuando a la mañana ella me decía, con tristeza -¡tanto sufrió por mí!-, con voz apenas audible: "Anoche te levantaste y me pediste agua", yo sentía un extraño temblor. Ella temía ese sonambulismo, me lo dijo muchos años más tarde, cuando me enviaron a La Plata para hacer los estudios secundarios, y ya ella no estuvo para protegerme. Pobre mamá, no comprendía, ni yo tampoco en aquel entonces, que ese tormento en gran parte era el resultado de la convivencia espartana, regida por mi padre.



La tierra de mi infancia, como un pueblo estremecido por fuerzas extrañas, se hallaba invadida por el terror que sentía hacia él. Lloraba a escondidas, ya que nos estaba prohibido hacerlo, y, para evitar sus ataques de violencia, mamá corría a ocultarme. Con tal desesperación mi madre se había aferrado a mí para protegerme, sin desearlo, ya que su amor y su bondad eran infinitos, que acabó aislándome del mundo. Convertido en un niño solo y asustado, desde la ventana contemplaba el mundo de trompos y escondidas que me había sido vedado.



De alguna manera, nunca dejé de ser el niño solitario que se sintió abandonado, por lo que he vivido bajo una angustia semejante a la de Pessoa: "Seré siempre el que esperó a que le abrieran la puerta, junto a un muro sin puerta".



Y así, de una u otra forma, necesité compasión y cariño.



Cuando me enviaron desde mi pueblo al colegio nacional de La Plata para hacer el secundario, en el instante en que me pusieron en el ferrocarril sentí resquebrajarse el suelo incierto sobre el cual me movía, pero al que aún le aguardaban peores hundimientos. Durante un tiempo seguí soñando con aquella madre que veía entre lágrimas, mientras me alejaba hacia qué infinita soledad. Y cuando la vida había marcado ya en mi rostro las desdichas, cuántas veces, en un banco de plaza, apesadumbrado y abatido, he esperado nuevamente un tren de regreso.



Entre esa multitud de colonizadores, mis padres llegaron a estas playas con la esperanza de fecundar esta "tierra de promisión", que se extendía más allá de sus lágrimas.



Mi padre descendía de montañeses italianos, acostumbrados a las asperezas de la vida; en cambio, mi madre, que pertenecía a una antigua familia albanesa, debió soportar las carencias con dignidad.



Juntos se instalaron en Rojas, que, como gran parte de los viejos pueblos de la pampa, fue uno de los tantos fortines que levantaron los españoles y que marcaban la frontera de la civilización cristiana.



Recuerdo a un viejo indio que me contaba anécdotas de sangrientas luchas y de malones, que trenzaba sus tientos con paciencia y que, cuando le dijeron que transmitirían por una radio de galena la pelea de Firpo con Dempsey, contestó: "Cuando más cencia, más mandinga".



En este pueblo pampeano, mi padre llegó a tener un pequeño molino harinero.
 Centro de candorosas fantasías para el niño que entonces yo era, cuando los domingos permanecía en el taller haciendo cositas en la carpintería, o subíamos con Arturo a las bolsas de trigo, y a escondidas, como si fuera un misterioso secreto, pasábamos la tarde comiendo galletitas.



Mi padre era la autoridad suprema de esa familia en la que el poder descendía jerárquicamente hacia los hermanos mayores. Aún me recuerdo mirando con miedo su rostro surcado a la vez de candor y dureza. Sus decisiones inapelables eran la base de un férreo sistema de ordenanzas y castigos, también para mamá.
Ella, que siempre fue muy reservada y estoica, es probable que a solas haya sufrido ese carácter tan enérgico y severo.
 Nunca la oí quejarse y, en medio de esas dificultades, debió asumir la ardua tarea de criar once hijos varones.



La educación que recibimos dejó huellas tristes y perdurables en mi espíritu.
Pero esa educación, a menudo durísima, nos enseñó a cumplir con el deber, a ser consecuentes, rigurosos con nosotros mismos, a trabajar hasta terminar cualquier tarea empezada. Y si hemos logrado algo, ha sido por esos atributos que ásperamente debimos asimilar.



La severidad de mi padre, en ocasiones terrible, motivó, en buena medida, esa nota de fondo de mi espíritu, tan propenso a la tristeza y a la melancolía.
Pero también fue el origen de la rebeldía en dos de mis hermanos que huyeron de casa: Humberto, de quien luego hablaré, y Pepe, llamado en nuestro pueblo "el loco Sabato", que acabó yéndose con un circo, para deshonra de mi familia burguesa.
 Decisión que entristeció a mi madre, pero que ella sobrellevó con el estoicismo que mantuvo hasta su vejez, cuando a los noventa años, luego de largos padecimientos, murió serenamente en su cama en brazos de Matilde.



Mi hermano Pepe tuvo pasión por el teatro y actuaba en los conjuntos pueblerinos que se llamaban "Los treinta amigos unidos" y, cuando en el cine-teatro La Perla, se ponían en escena sainetes criollos, él siempre conseguía algún papel, por pequeño que fuese.
En su cuarto tenía toda la colección de Bambalinas que se editaba en Buenos Aires con tapas de colores, donde, además de esos sainetes, se publicaban obras de Ibsen y una, que aún recuerdo, de Tolstoi.
Toda esa colección fue devorada por mí antes de los doce años, marcando fuertemente mi vida, ya que siempre me apasionó el teatro, y aunque escribí varias obras, nunca salieron de mis cajones.



Debajo de la aspereza en el trato, mi padre ocultaba su lado más vulnerable, un corazón cándido y generoso.
 Poseía un asombroso sentido de la belleza, tanto que, cuando debieron trasladarse a La Plata, él mismo diseñó la casa en que vivimos.
Tarde descubrí su pasión por las plantas, a las que cuidaba con una delicadeza para mí hasta entonces desconocida. Jamás lo he visto faltar a la palabra empeñada, y con los años admiré su fidelidad hacia los amigos. Como fue el caso de don Santiago, el sastre que enfermó de tuberculosis.
 Cuando el doctor Helguera le advirtió que la única posibilidad de sobrevivir era irse a las sierras de Córdoba, mi padre lo acompañó en uno de esos estrechos camarotes de los viejos ferrocarriles, donde el contagio parecía inevitable.



Recuerdo siempre esta actitud que define su devoción por la amistad y que supe valorar varios años después de su muerte, como suele ocurrir en esta vida, que, a menudo, es un permanente desencuentro. Cuando se ha hecho tarde para decirle que lo queremos a pesar de todo y para agradecerle los esfuerzos con que intentó prevenirnos de las desdichas que son inevitables y, a la vez, aleccionadoras. Porque no todo era terrible en mi padre, y con nostalgia entreveo antiguas alegrías, como las noches en que me tenía sobre sus rodillas y me cantaba canciones de su tierra, o cuando por las tardes, al regresar del juego de naipes en el Club Social, me traía Mentolina, las pastillas que a todos nos gustaban.



Desgraciadamente, él ya no está y cosas fundamentales han quedado sin decirse entre nosotros; cuando el amor es ya inexpresable, y las viejas heridas permanecen sin cuidado. Entonces descubrimos la última soledad: la del amante sin el amado, los hijos sin sus padres, el padre sin sus hijos. Hace muchos años fui hasta aquella Paola de San Francesco donde un día se enamoró de mi madre; entreviendo su infancia entre esas tierras añoradas, mirando hacia el Mediterráneo, incliné la cabeza y mis ojos se nublaron.



Ya nada queda de la pensión de la calle Potosí donde una tarde, traída por un buen amigo, llegó Matilde, de diecinueve años, huyendo de un hogar en que se la adoraba, para venir a juntarse en una piezucha de Buenos Aires con esta especie de delincuente que era yo. Para luchar en la clandestinidad contra la dictadura del general Uriburu, por un mundo sin miseria y sin desamparo. Una utopía, claro, pero sin utopías ningún joven puede vivir en una realidad horrible. Allí, muchas veces soportamos el hambre, cuando compartíamos un poco de pan y mate cocido, salvo en los días de suerte, en que la generosa doña Esperanza, encargada de la pensión, nos golpeaba la puerta para ofrecernos un plato de comida.



En esos tiempos de pobreza y persecución se desencadenó una grave crisis, y finalmente, mi alejamiento de aquel movimiento por el que tanto había arriesgado.



Los miembros del Partido, que, por supuesto, vigilaban cualquier "desviación", advirtieron en mí ciertos indicios sospechosos. En conversaciones con camaradas íntimos, yo sostuve que la dialéctica era aplicable a los hechos del espíritu, pero no a los de la naturaleza, de modo que el "materialismo dialéctico" era toda una contradicción. Alguien que no haya conocido a fondo la mentalidad del comunismo militante podría pensar que eso no era grave, cuando en rigor era gravísimo para los dirigentes, que consideraban un delito separar la teoría de la práctica. Sería largo de explicar en qué fundamentos me basaba, lo único que puedo decir es que esto sucedió hacia 1935, y que muchos años más tarde, en un encuentro teórico realizado en la Mutualité de París, se debatió ese problema entre grandes filósofos como Sartre y otros, y se sostuvo precisamente lo mismo.



Sea como fuere, aquella hipótesis era arriesgadísima porque el marxismo-leninismo estaba codificado de una manera férrea e inapelable. El Partido -palabra que siempre se escribía con mayúscula- resolvió mandarme por dos años a las Escuelas Leninistas de Moscú, donde uno se curaba o terminaba en un gulag o en un hospital psiquiátrico. Sin duda habría acabado en uno de esos campos de concentración, dada la convicción profunda que tenía sobre ese disparate filosófico. Por el espíritu de sacrificio que reinaba en los militantes, Matilde aceptó tristemente mi viaje a la Unión Soviética por dos años -y quizá para siempre-, quedando ella oculta en casa de mi madre.



Antes de ir a Moscú debía pasar por el Congreso contra el Fascismo y la Guerra, que presidía en Bruselas Henri Barbusse, organizado por el Partido y bajo su riguroso control.
 El viaje partía de Montevideo, yo atravesé de noche el delta del río de la Plata, en una lancha de contrabandistas, para luego seguir en barco, con documentos falsos, hasta Amberes; y finalmente, en tren hasta Bruselas.
 Allí tuve la oportunidad de escuchar a gente de la Schutzbund, de Austria, y a militantes que venían de Alemania, donde el hitlerismo estaba en ascenso. Me pusieron en un cuarto de los llamados Auberges de la Jeunesse junto a un compañero que conocí con el nombre supuesto de Pierre.
 Era un dirigente del Comité Central de la Juventud Francesa, de ciega obediencia a la teoría, lo que me hizo poner en guardia, porque en el Partido no se cometían esa clase de equivocaciones; aquel muchacho militante luego cayó en manos de la Gestapo y fue muerto tras salvajes torturas.



En uno de esos diálogos que teníamos antes de dormir surgió una discusión, y cometí el peligroso error de manifestar mis dudas sobre aquel problema filosófico.
A la mañana siguiente le dije a mi compañero que me dolía el estómago y que iría en cuanto me aliviara el dolor.
Después de una hora o más, cuando consideré que él no volvería, arreglé mi valijita y me escapé a París en tren. Ya habían comenzado los "procesos" del siniestro imperio estalinista, y apenas tuve esa conversación con Pierre comprendí que si iba a Moscú no volvería jamás.
Todos los diálogos, las experiencias que conocí a través de militantes de otros países, acabaron por agrietar ya en forma irreversible la frágil construcción que en mi mente se vino abajo.



Como había ido a Bruselas ya con graves dudas sobre la dictadura de Stalin, en Buenos Aires, un amigo, ex simpatizante del Partido, me había dado la dirección de un trotskista argentino director de un semanario francés, que años más tarde moriría en un tanque en tiempos de la guerra civil española.
Él me puso en contacto con un portero de la École Normale Supérieure, ex comunista, que me ofreció dormir en su cuartucho, en una de esas grandes camas de París.
 Como no había calefacción y el frío era intenso en aquel 1935, además de las mantas, nos cubríamos con una cantidad de L"Humanité.
Durante el día deambulaba a la deriva por las calles de París, sin llegar a ver hacia qué tierras me arrastraría el naufragio.
 Hasta que una tarde entré en la librería Gibert, del Boulevard Saint-Michel, y robé un libro de análisis matemático de Émile Borel y escapé con él escondido en mi sobretodo.
 Recuerdo aquel atardecer gélido de invierno, leyendo los primeros fragmentos, con el temblor de un creyente que vuelve a entrar a un templo luego de un turbio periplo de violencias y pecados.
 Aquel sagrado temblor era una mezcla de deslumbramiento, de recogida admisión y de una paz que hacía tiempo anhelaba mi espíritu: el orbe matemático me llamaba a sus puertas por segunda vez.



De regreso en el país, espiritualmente destrozado, me encerré en el Instituto de Físico-Matemática, y en pocos años terminé mi doctorado.
 Allí me preparaba casi a diario para resistir los insultos y los agravios por mi "traición" al comunismo, cuando en rigor era todo lo contrario.
El gran traidor fue ese hombre monstruoso, ex seminarista, que liquidó a todos los que habían hecho verdaderamente la revolución, hasta alcanzar en el extranjero al propio Trotsky, uno de los más brillantes y audaces revolucionarios de la primera hora, asesinado en México por los hachazos estalinistas.



Los excluidos no tienen justicia que los defienda.
 He ido a la villa treinta y uno, de Retiro, para solidarizarme con los sacerdotes que ayunan en repudio por la crueldad con que se pretendió echar a la gente, derribando sus precarias construcciones con salvajes topadoras.



Al regresar a casa, durante la noche he podido ver por televisión cómo se agredía a unos obreros que se negaban a desalojar una fábrica, golpeados con violencia, tratados como delincuentes por una sociedad que no considera un delito negarles a los hombres su derecho al trabajo; expropiándoles, incluso, hasta las pocas leyes laborales que los protegían.



También he visto a la policía corriendo con palos y tanques hidráulicos a vendedores ambulantes, en lugar de encarcelar a los que se están robando hasta las últimas monedas y tienen dinero y poder para comprar a esa justicia que cae con despiadada dureza sobre un pobre ladrón de gallinas.
Como el muchacho que me escribió desde una cárcel cordobesa pidiéndome un ejemplar del Nunca más autografiado.
Mientras ese hombre estaba preso por un delito menor, en un gesto aberrante se puso en libertad a los culpables de haber desangrado a la patria.



Con gran amargura, la tarde en que escuché la noticia de los indultos, me encerré en mi estudio sin deseos de ver a nadie, mientras volvían a mi mente las imágenes del horror, aquellos escenarios del suplicio.



En los años que precedieron al golpe de Estado de 1976 hubo actos de terrorismo que ninguna comunidad civilizada podría tolerar.
 Invocando esos hechos, criminales de la más baja especie, representantes de fuerzas demoniacas, desataron un terrorismo infinitamente peor, porque se ejerció con el poderío e impunidad que permite el Estado absoluto, iniciándose una caza de brujas que no sólo pagaron los terroristas, sino miles y miles de inocentes.



Cuando el país amaneció de esa pesadilla, el presidente Alfonsín, en su condición de jefe supremo de las Fuerzas Armadas, ordenó a los tribunales militares enjuiciar a los culpables de ese histórico horror. Luego, como estatuye la Constitución, el fuero civil daría la última palabra.
Finalmente se nombró una comisión de civiles que, a través de una investigación paralela, aportó pruebas a la labor de los tribunales.



El horror que día a día íbamos descubriendo dejó a todos los que integramos la Conadep, la oscura sensación de que ninguno volvería a ser el mismo, como suele ocurrir cuando se desciende a los infiernos. Siempre recordaré la entereza ética y espiritual de las personalidades de la ciencia, la filosofía, varias religiones y el periodismo, que integraron la comisión.



El informe era transcripto por dactilógrafas que debían ser reemplazadas cuando, entre llantos, nos decían que les era imposible continuar su labor. En más de cincuenta mil páginas quedaron registradas las desapariciones, torturas y secuestros de miles de seres humanos, a menudo jóvenes idealistas, cuyo suplicio permanecerá para siempre en el lugar más desgarrado de nuestro corazón.



El terrorismo de Estado provocó también la destrucción de las familias de los desaparecidos.
 Padres y madres, en su atormentada fantasía, enterraron y resucitaron a sus hijos, sin saber, siquiera, la monstruosa realidad.
 Será difícil calcular cuántos padres murieron o se dejaron morir de angustia y de tristeza, cuántos otros enloquecieron.
 Como ocurrió con Miguel Itzigson, mi gran amigo, que en sus años finales tuvo como único objetivo recuperar a su hija, lograr alguna vez la verdad y la justicia. Pero el enfrentamiento con aquel horror, hecho de la crueldad de unos y la indiferencia de otros, acabó quebrando su admirable temple. Se dejó morir de tristeza.



El día en que la Conadep entregó el informe al presidente de la nación, la plaza de Mayo desbordaba de hombres, mujeres, jóvenes y madres con sus criaturas en brazos, que de ese modo daban su apoyo a aquel acontecimiento fundamental de nuestra historia.
Ya que Nunca Más deberíamos reiterar los hechos que nos hicieron trágicamente famosos, cuando la prensa del mundo entero escribía en castellano la palabra "desaparecido".



Lamentablemente, las leyes de Obediencia Debida y de Punto Final, y luego los indultos, han abortado aquella voluntad soberana que hubiese sido un ejemplo de lucha ética, que hubiera tenido consecuencias ejemplares para el futuro de nuestra patria.
 Porque la tragedia que vivió la Argentina no será olvidada jamás por los que poseen un corazón noble; no sólo por quienes han presenciado aquel infierno, sino también por la condena de todos los seres de conciencia del mundo.
 Como lo demuestra la investigación que en otros países llevan adelante seres como el juez Baltasar Garzón, con quien estuve durante mi último viaje a España.
 La sangre, el horror y la violencia cuestionan a la humanidad entera, y nos demuestran que no podemos desentendernos del sufrimiento de ningún ser humano.

La Cómoda de Pepe Junco

LA CÓMODA









Conservo un pedacito de tu ojo derecho.



Me lo he encontrado, desanimado y solo,



en la gaveta de una cómoda antigua



de la que iba a desprenderme



porque ya no cumplía su misión primigenia.







Le he dado de comer y le he estado quitando



las legañas que el tiempo le ha dejado incrustadas



como sellos, en los bordes de las pestañas



y ahora, aunque no habla, parece que se siente



mucho más animado. No sé, como con brío.







A veces me sorprende con su media mirada



que denota un vigor que en esencia no tiene,



y hace como que parpadea y se emociona



para que yo sienta que me está agradecido



por haberlo salvado de una muerte segura.







Lo sé porque lo mismo me ocurrió con un gato



que estaba a punto de morir en un vertedero



y cuando lo devolví a la vida



se pasó todo el rato dando muestras



de cariño eterno hasta que se murió



de puro viejo y tras haber vivido



una vida de gato como Dios manda.



No así, en un vertedero, antes de lo previsto,



sino paseando y lamiéndose y conociendo



gatas con las que tuvo sus relaciones y todo,



y llegando puntualmente a la casa



para que yo no me estuviera preocupando.







Cada día le recuerdo algún asunto tuyo



y por la expresión de asombro que dibuja



deduzco que le extraña que te recuerde tanto.



Hay cosas que él también recuerda



como si hubieran sucedido el día anterior:



cuando cogí tu mano torpemente en el cine



y tú me la apretaste hasta hacerme daño



porque no sabías qué hacer con ella.



O cuando descubrimos nuestros cuerpos



juveniles e ingenuos entre la oscuridad



que nos brindaba la noche de los parques.







Otras cosas, la verdad, las cuestiona



y compruebo que tiene sus dudas



sobre si lo que digo fue real o inventado.



Por ejemplo, cuando le conté cómo las nubes



iban variando su forma y sus modales



según el ritmo de nuestras caricias,



y desaparecían por completo



o se tornaban negras de rabia



cuando no nos hablábamos



ni queríamos saber nada el uno del otro.







Pero, bueno, lo cierto es que nos hemos reencontrado.



casi milagrosamente, justo cuando yo estaba a punto



de tirarlo a la basura con la cómoda vieja,



y hemos conseguido establecer un vínculo



con una época de nuestra vida



que creíamos olvidada y sepultada para siempre.







Hay momentos en los que hasta se ríe



como si sintiera feliz en su corto horizonte,



aunque yo sólo pueda notarlo



por el brillo especial que sugiere



la poca pupila que le queda.







Es bueno y conveniente guardar las viejas cómodas:



en sus gavetas viven enlaces con el tiempo,



y el tiempo amansa el pánico que da pasar la vida,



contiene perspectivas que explican lo imposible:



por ejemplo el trocito de un ojo con memoria.

Kate sobrevivirá TRIBUNA: ELVIRA LINDO

La vista atrás de los comentaristas hacia la boda de Lady Di y Carlos de Inglaterra ha beneficiado a los nuevos marido y mujer .
Si las comparaciones son odiosas, en el caso de esta pareja, Kate y William, la recurrente vista atrás de todos los comentaristas hacia la boda de Lady Di y Carlos de Inglaterra les ha beneficiado de manera prodigiosa.
 Lo que se alabó en aquel enlace, la candidez de la novia, su permanente azoramiento, su candorosa juventud, es precisamente lo contrario de lo que se destaca de esta joven licenciada en Historia del Arte, a la que no cabe imaginar en su noche de bodas descubriendo que el novio luce unos gemelos con las iniciales de otra mujer.
No. Los tiempos han cambiado.
No sólo porque la familia real británica no supo estar a la altura de la propia tradición que tan celosamente defendía sino porque son observados por un público menos incondicional.
Los hijos de la Reina Isabel superan la media de divorciados del pueblo británico y es imposible que de la memoria de la gente se borren con facilidad los problemas psicológicos de Diana derivados por un gran engaño, la incomunicación evidente de la pareja y la publicación de embarazosas conversaciones clandestinas del príncipe de Gales con quien luego sería su mujer, Camila. I
mposible olvidar la manera torpe en que la reina gestionaría la santificación de Lady Di tras su muerte, esa fiebre algo histérica que despertó aquella que dijo querer convertirse en reina de corazones y que sabía manipular, nunca sabremos con qué porcentaje de premeditación o rencor, el complejo sentir popular.



















Poco después de contraer matrimonio, muy sonrientes, el príncipe Guillermo y su esposa Catalina han saludado al pueblo londinense desde el balcón de la residencia oficial de la reina de Inglaterra.
Después han hecho su entrada Isabel II y su esposo, seguidos del príncipe Carlos de Inglaterra y la condesa de Cornualles, así como el príncipe Harry. -


















Los tiempos de Lady Di pasaron.
Ya nadie espera que una novia sea una virgen cándida en manos de un pigmalión distraído, con la cabeza en la cama de una mujer madura.
 El mejor homenaje que puede hacerse a aquella joven esposa que se convirtió, a fuerza de desengaños, en una mujer compleja, está en manos de su primogénito William, que está mostrando, con su actitud, los beneficios que una madre cariñosa aporta al equilibrio psicológico de un hijo que tendrá que enfrentarse a una vida llena de códigos y rigideces.






Y en esto hizo su aparición Kate Middleton. Entró en la vida de William de la manera más natural: como compañera de aulas en la universidad. No fue un noviazgo propiciado por la familia: Kate se cruzó con la mirada del joven o viceversa.
Ya está.
 Y ahí comenzó un noviazgo largo, interrumpido por alguna sonada ruptura, con poca intervención de las familias y un deseo, expresado a la prensa por la casa real, de dejar a la pareja, en la medida de lo posible, que encontrara su camino sin presiones externas.
De esta manera, han llegado al altar tras siete años de convivencia. Kate no es una chica en busca de su estilo: es una mujer que ya lo tiene.
Parece convivir sin tensión aparente con la presencia continua de la prensa y es capaz de darse una vuelta por Londres días antes de la boda para hacer unas compras.
Sonríe con facilidad, tiene un físico poderoso, es muy atractiva, no va vestida de inglesa cursi ni abusa de los colores pastel, es una morena rotunda, capaz de teñir de tonos más vivos la empecinada genética de la descolorida familia británica.






William tampoco es su padre, de lo cual parece alegrarse todo el mundo, hasta me temo que se alegra la reina. No ha habido manera de recomponer la imagen de ese hombre tieso que vio cómo su intimidad era cuestionada por tabloides y prensa seria. El joven que veíamos esta mañana esperar a la novia en el altar de la Abadía de Westminster es un hombre que sabe que despierta simpatías y que ha aprendido a navegar desde niño por aguas difíciles; posee más atractivo físico que su padre, aunque los años le están monarquizando los mofletes, lo cual no es una buena noticia pero tampoco mala. Es un comentario al bies, puramente estético.



La boda ha sido un poco sosa. Dicen. Lo he leído en algún medio español, en América, en cambio, desde he seguido el evento, siempre asisten fascinados a todo lo que tenga que ver con la realeza europea. Todo es gorgeous, nice, fantastic. Bueno, bueno, no tanto, pero a mí en particular me ha gustado esa sosería. No están los tiempos para la desmesura, aunque cualquier boda real lo es en sí misma, pero ha sido una desmesura bajo control; tampoco sería lógico volver al kitsch de aquella otra boda, esa con la que siempre comparamos ésta. Los novios estaba significativamente tranquilos: ¿cómo se casa uno cuando lo están viendo dos millones y medio de personas? La vuelta al palacio ha estado plagada de sonrisas, de miradas y de ese lenguaje común, secreto y privado, que tienen las parejas aunque estén observados por la multitud.



Yo no sé calibrar la importancia de una boda real británica, dejando a un lado el folklore que eso conlleva y el negocio en souvenirs y plazas hoteleras.
Habrá quien afirme que esta es una noticia sin importancia.
No, no lo es. No lo es por el propio arraigo de esa institución en la historia del país. Parece que esta boda en particular se celebra con la esperanza de que la institución perviva y recupere la popularidad perdida. Para seguir existiendo, comenta quien sabe, sus modos han de transformarse. Mmmmm. Me temo que cuando hablamos de monarquía esa frase popular que de manera espontánea pronunció la princesa Letizia, "las tradiciones están para romperlas", es comprometida y discutible.
Si acaban comportándose como nosotros, si ya no hacen cosas raras y excéntricas, fuera de época y por consiguiente llenas de misterio, ¿por qué no se convierten definitivamente en nosotros, en el pueblo? Pero esa es otra historia.



Hablamos de la boda, la boda. Ya se han casado. Parecían enamorados.
El vestido de ella poseía algo retro que lo llenaba de encanto y su melena suelta era sin duda toda una declaración de intenciones.
Este es otro siglo y Kate una mujer de su época, que viene a ser lo mismo que decir: sobrevivirá. Parece claro que la novia sobrevivirá.