No siempre
es fácil explicar a la madre de nuestra pareja las cosas que nos
molestan de ella.
Hace falta pensar bien qué se quiere decir y convertir
la queja en una petición.
Monógrafo Estudio
Esta semana descubrí en el calendario que existe un día de la suegra.
Es el 26 de octubre. Me asombró, lo reconozco.
Y es que, si bien muchas
madres políticas llevan a cabo una labor social y familiar valiosísima,
la verdad es que suelo escuchar en la consulta más motivos de queja que
de celebración.
Así que si usted es uno de los que, en vez de tarta,
ese día sacan un matasuegras, probablemente le interese lo que viene a
continuación.
Si el problema no es la madre de su pareja, sino que
simplemente quiere remendar alguna relación mediante un intercambio de
conversaciones, preste también atención.
Lo primero que hay que tener en cuenta para abordar este asunto es
saber que este tipo de conversaciones deben prepararse muy bien.
¿A que
cuando va a exponer algo en público toma unas notas y organiza sus
ideas? Haga lo mismo con esa charla pendiente (o conveniente) y así
tomará conciencia de lo que se quiere transmitir y conseguir.
Pero es
verdad que si cogemos una lupa para ver de cerca cómo solemos hablar,
descubriremos muchas de las causas que generan malestar en nosotros
mismos y en nuestro entorno.
Para conectar con las madres políticas hay que mostrarles nuestros miedos
Empecemos con un ejemplo.
Imagine que doña Lola es la madre de su
pareja y que suele dar caramelos a su hijo al recogerlo de la escuela.
Usted le agradece su gran apoyo para criar al pequeño, pero teme acabar
pagando cara esa costumbre, y más aún con sus antecedentes diabéticos.
Esto es solo la punta del iceberg. La mayoría de nosotros, ante tal
situación repetitiva, se dirigiría a su pareja diciendo
: “Estoy harto.
Parece que tu madre lo haga a propósito. Le da chucherías a Pedrín a
pesar de que le he dicho mil veces que lo tiene prohibido”
. Pero este
sería un mal comienzo si de verdad queremos que la suegra nos entienda.
La frase suena a queja.
Si deseamos buenos resultados, hay que empezar
por distinguir entre queja y petición.
Cuando nos quejamos, solemos
hacerlo ante terceros buscando apoyos o simpatías, pero en realidad nos
genera más rencor y no suele resolver el conflicto
La petición es algo distinto porque, si se formula bien, puede
ahorrar muchos disgustos.
Eso sí, suele ser más compleja porque expone
más nuestras carencias y vulnerabilidades.
Volvamos al ejemplo anterior y
preparemos una conversación productiva siguiendo los cuatro pasos que
desarrolla el psicólogo americano Marshall B. Rosenberg en su libro Comunicación no violenta: un lenguaje de vida.
Anna Parini
Primer paso: observación. Rosenberg nos
anima a poner sobre la mesa lo que vemos.
Pero tiene truco: se trata de
una observación sin evaluación
. Para ello hay que quitarse el traje de
enjuiciadores profesionales y contar a secas lo que se ha visto. En el
caso que mencionamos antes, habría que soltarle a la suegra una frase
como esta:
“Lola, le has dado caramelos a Pedrín todos los días de esta
semana”.
Pero ¿qué pasa con nuestra opinión?
En este punto de la
conversación no sirve.
Si soltamos una fresca del estilo
: “Parece que
tu madre lo haga a propósito”, mostramos únicamente nuestra perspectiva
de la realidad.
El hecho de manifestar lo que creemos en esta fase no nos va a
acercar a la madre política, sino todo lo contrario.
Además, es
importante que por juicios entendamos también cualquier generalización.
No vale un “siempre” le das caramelos o un “nunca” haces lo que te pido.
Son palabras que boicotearán desde el inicio nuestro intento de
acercamiento. Seamos, pues, concisos. Segundo: sentimientos. ¿Cómo se siente con
lo que observa? ¿Ha dicho abiertamente que está preocupado por lo que
revelan las últimas analíticas de su hijo?
No. La suegra probablemente
lo intuya, pero, si queremos que nos haga caso, seamos claros.
Este paso
y el siguiente son probablemente los que más cuestan porque implican
hablar de uno mismo y no de la mala de Lola.
Lo que habitualmente se
hace es omitir esta fase porque o no se sabe identificar lo que nos
pasa, o no queremos que se sepa
. Craso error. Este es el escalón que más
nos acercará al objetivo. Si muestra lo que siente, permitirá que al
otro le sea más fácil entender su negativa a darle glucosa al niño y así
evitará que se lo tome como algo personal.
El problema es que no todos sabemos expresarnos
. Parece fácil, pero
sin práctica no lo es. “Pasé 21 años en instituciones educativas
estadounidenses y no recuerdo que nadie, durante todos estos años, me
haya preguntado cómo me sentía
. Simplemente no se consideraba que los
sentimientos fueran importantes.
Lo que se valoraba en estos lugares era
la manera correcta de pensar.
Se nos educa para orientarnos hacia los
demás más que para estar en contacto con nosotros mismos”, explica
Rosenberg.
Afortunadamente, parece que los tiempos están cambiando y la
educación emocional empieza a hacerse un hueco en las aulas para
quedarse, según ponen de manifiesto proyectos educativos como Emocionario. Di lo que sientes,
ideado por Cristina Núñez Pereira y Rafael Romero.
Volviendo a nuestro
ejemplo, y teniendo en cuenta este segundo punto, se puede manifestar:
“Lola, le has dado caramelos a Pedrín todos los días de esta semana.
Desde su última revisión médica, y tras las advertencias del doctor,
tengo mucho miedo a que su salud empeore”. Tercero: necesidades. Los sentimientos y
emociones negativos surgen a raíz de necesidades no satisfechas.
Y en
esto tampoco estamos bien formados.
Como apunta Rosenberg, no se nos ha
educado para pensar en qué es lo que nos falta. ¿Cómo indagamos entonces
en este universo desconocido?
Un buen punto de partida es formular una
frase tipo: “Me siento… Porque yo…”. De esta forma nos hacemos responsables de
nuestros sentimientos
. En el caso de la suegra, habría que añadir:
“Cuando veo que le das caramelos a Pedrín, me asusto porque pienso que
podría pasarle algo y necesito estar segura de que hacemos todo lo
posible para que tenga buena salud”.
Cuarto: petición. Llegamos al final.
Hemos
analizado lo que ocurre poniendo el foco en usted y la lupa en cómo va a
decírselo a Lola. Falta expresar la petición
. Procure encontrar un
momento adecuado para los dos, evite una conversación de pasillo y
busque un lugar propicio para generar el contexto que mejor ayude.
Formule la sugerencia en positivo, con un lenguaje concreto que no dé
pie a interpretaciones.
Incluya lo que hemos descubierto en los pasos
anteriores y evitará así que la petición se interprete como una
exigencia.
“Lola, le has dado caramelos a Pedrín todos los días de esta semana.
Desde su última revisión médica, y tras las advertencias del doctor,
tengo mucho miedo a que su salud empeore
. Estoy asustado porque pienso
que podría pasarle algo y necesito estar seguro de que hacemos todo lo
posible para que tenga buena salud.
Por todo esto, te pido que no le
compres más dulces al niño”. Probablemente esta nueva forma de hablar
ponga de manifiesto un “yo” desconocido para nuestro interlocutor.
Mostrarle nuestros miedos le hará conectar de forma auténtica con
nosotros y seguramente ahora nos preste atención
. Este puede ser el
inicio de una relación empática
. ¿Le parece un ejercicio complicado?
Le
animo a que lo pruebe y se entrene.
Llegará un día en que sus
automatismos serán productivos.
La atención a los hijos y a los padres ancianos es una experiencia humana que resulta arriesgado sortear.
Una de la serie de fotografías tomadas por Sara Naomi Lewkowicz que ha sido premiadas en el World Press Photo 2016.
La sociología siempre se encuentra en esa compleja tesitura de
intentar hallar una explicación común para unas prácticas sociales que,
bien miradas, no son más que la suma de un montón de prácticas
individuales.
Y estas, como es natural, pueden explicarse por causas muy
diversas
. Es como si en física tuviéramos que reconocer que, aunque las
manzanas tienden a caer de los árboles al suelo por la ley de la
gravedad, algunas lo hacen por otros motivos, e incluso las hay que no
caen.
Esta peculiaridad de las “ciencias” humanas se convierte, en todo
lo que atañe a la maternidad/paternidad, en un motivo constante de
bronca y malos entendidos
. Vaya, pues, por delante que cualquier
decisión individual en materia de reproducción me parece perfectamente
válida.
Por lo demás, es posible que a nuestro medio ambiente ideológico,
lastrado por fuertes inercias patriarcales, le venga bien una
reivindicación de la no maternidad libremente elegida.
Pero buena parte
del movimiento childfree puede explicarse poniéndolo en
relación no solo con las grandes ventajas de nuestra época —libertad de
elección de itinerarios vitales—, sino también con algunos de sus peores
defectos.
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Uno de los principales problemas de nuestra sociedad es su desprecio
de todo lo que tiene que ver con la vulnerabilidad humana.
Una
vulnerabilidad particularmente notoria en la infancia, la vejez y la
discapacidad.
Hemos construido nuestra vida en común alrededor del mito
del adulto autónomo y fuerte que busca maximizar sus opciones a lo largo
de una trayectoria vital reducida a una serie de intercambios,
entendidos a semejanza de los mercantiles
. Elijo mi estilo de vestir
igual que elijo a mis amigos, mi trabajo (supuestamente) y si tengo o no
tengo hijos
. Y si elijo comportarme de manera altruista y cuidar de mi
prójimo lo hago precisamente así, como elección, no como expresión de un
compromiso al que estoy obligada por formar parte de una red de
reciprocidad e interdependencia que me ha permitido, entre otras cosas,
llegar a adulta
. Nos dejamos engañar por el espejismo de la autonomía y
la independencia y no vemos que si estamos aquí eligiendo ser así o asá
es porque nos han cuidado, y mucho.
Venimos al mundo como seres
desvalidos totalmente dependientes, y seguimos siendo vulnerables y
dependientes en mayor o menor grado a lo largo de toda nuestra vida.
Entre las experiencias básicas de socialización y desarrollo de niños y
jóvenes se contó, durante milenios, la de cuidar, no solo la de ser
cuidado.
Hoy día, en cambio, la mayoría de las personas —especialmente
las de clase media o alta entre las que triunfa el estilo de vida childfree—
llegan a adultas sin haber cuidado de nadie, en lo que es posiblemente
una singularidad histórica sin precedentes.
Tal vez por eso tanta gente
experimenta la maternidad/paternidad como una brecha vital profunda.
Y
por eso hay cada vez más gente que considera el cuidado una opción, algo
que puede elegirse o evitarse, cuando seguramente sea una experiencia
humana fundamental que, como mínimo, es arriesgado intentar sortear.
Mariarosa Dalla Costa hablaba del amargo descubrimiento de aquellas
mujeres que en los años setenta tomaron la decisión de no tener hijos
con el objeto de salvaguardar su autonomía y luego se encontraron con
que no podían obviar el cuidado de sus padres ancianos
. Durante
demasiado tiempo el cuidado ha sido destino y obligación para las
mujeres: sin duda, ha llegado el momento de repartirlo (entre sexos y
clases) y dotarlo del apoyo y la institucionalización social que tanto
necesita.
Pero eso no significa que no deba ser ya asunto nuestro, ni
tampoco que su asunción deba ser necesariamente amarga
. Ojalá los childfree
actuales se ahorren el descubrimiento del que hablaba Dalla Costa, pero
espero que sea porque entre todos hayamos sido capaces de construir una
sociedad que ponga el cuidado en el centro de sus preocupaciones, y no
porque se hayan “liberado” también de ese otro “lastre”.
Carolina del Olmo es ensayista, autora de ¿Dónde está mi tribu? Maternidad y crianza en una sociedad individualista.
La historia la contó así George Clooney
en 2013: pachanga de baloncesto en Cabo San Lucas, la ciudad turística
de la California mexicana. A un lado Clooney y sus amigos . Años y años
de jugar juntos al baloncesto. No son el actor y otros, sino que George
es uno más. Al otro, Leonardo DiCaprio
y su corte. Aquí sí hay clases: el séquito se comporta como tal. Leo es
el más grande, Leo es el mejor. El partido empieza y la paliza que le
mete el equipo de Clooney al de DiCaprio es de órdago. Algo que no se
refleja en cómo se comportan los amigos de DiCaprio, que siguen como si
ganaran de calle liderados por una estrella rutilante. “La discrepancia
entre el partido y cómo hablaban ellos del partido me hizo pensar sobre
la importancia de que en tu vida haya alguien que te diga las cosas como
son. Y no estoy seguro de que cerca de Leo haya alguien así”. Esta noche Leonardo DiCaprio (Hollywood, 1974) compite por sexta vez por el Oscar: cinco como actor y otra más como coproductor de El lobo de Wall Street.
Se lo mereció en 2005, cuando encarnó con crudeza a Howard Hughes, el
multimillonario que terminó encerrado loco en un hotel de Las Vegas en The Aviator. En aquella edición se lo arrebató Jamie Foxx por Ray. Antes había competido por ¿A quién ama Gilbert Grape? (1994) —uno de sus pocos papeles secundarios—, y posteriormente volvió con Diamantes de sangre y El lobo de Wall Street. La Academia ha disfrutado durante décadas haciéndole feos: a lo anterior se suma, por ejemplo, que no lo nominaran con Titanic. En realidad, de DiCaprio solo habla con cariño Kate Winslet, su compañera en la superproducción de James Cameron y en Revolutionary Road,
y con respeto sus directores, cineastas de renombre como Martin
Scorsese, Clint Eastwood, Christopher Nolan, Baz Luhrmann y ahora Alejandro González Iñárritu, su director en El renacido. Si alguien con quien se puede comparar es con el futbolista Cristiano
Ronaldo: el actor es bueno, buenísimo, pero en cambio no es muy querido
por el gran público y no ayuda a ello algunos de sus gestos, como su
mirada de asco y desprecio a Lady Gaga en los últimos Globos de Oro.
La historia la contó así George Clooney
en 2013: pachanga de baloncesto en Cabo San Lucas, la ciudad turística
de la California mexicana. A un lado Clooney y sus amigos. Años y años
de jugar juntos al baloncesto. No son el actor y otros, sino que George
es uno más. Al otro, Leonardo DiCaprio
y su corte. Aquí sí hay clases: el séquito se comporta como tal. Leo es
el más grande, Leo es el mejor. El partido empieza y la paliza que le
mete el equipo de Clooney al de DiCaprio es de órdago. Algo que no se
refleja en cómo se comportan los amigos de DiCaprio, que siguen como si
ganaran de calle liderados por una estrella rutilante. “La discrepancia
entre el partido y cómo hablaban ellos del partido me hizo pensar sobre
la importancia de que en tu vida haya alguien que te diga las cosas como
son. Y no estoy seguro de que cerca de Leo haya alguien así”.
Esta noche Leonardo DiCaprio (Hollywood, 1974) compite por sexta vez por el Oscar: cinco como actor y otra más como coproductor de El lobo de Wall Street.
Se lo mereció en 2005, cuando encarnó con crudeza a Howard Hughes, el
multimillonario que terminó encerrado loco en un hotel de Las Vegas en The Aviator. En aquella edición se lo arrebató Jamie Foxx por Ray. Antes había competido por ¿A quién ama Gilbert Grape? (1994) —uno de sus pocos papeles secundarios—, y posteriormente volvió con Diamantes de sangre y El lobo de Wall Street. La Academia ha disfrutado durante décadas haciéndole feos: a lo anterior se suma, por ejemplo, que no lo nominaran con Titanic. En realidad, de DiCaprio solo habla con cariño Kate Winslet, su compañera en la superproducción de James Cameron y en Revolutionary Road,
y con respeto sus directores, cineastas de renombre como Martin
Scorsese, Clint Eastwood, Christopher Nolan, Baz Luhrmann y ahora Alejandro González Iñárritu, su director en El renacido.
Si alguien con quien se puede comparar es con el futbolista Cristiano
Ronaldo: el actor es bueno, buenísimo, pero en cambio no es muy querido
por el gran público y no ayuda a ello algunos de sus gestos, como su
mirada de asco y desprecio a Lady Gaga en los últimos Globos de Oro.
En realidad, ha habido estrellas que han tenido que esperar más años
para ganar el Oscar (Al Pacino, Paul Newman) y algunas nunca lo
obtuvieron: Barbara Stanwick, Greta Garbo, Kirk Douglas —le dieron uno
honorífico—, Cary Grant… De los actuales, Tom Cruise, Johnny Depp, Liam
Neeson, Gary Oldman, Ian McKellen, Glenn Close o Ralph Fiennes nunca han
agradecido la estatuilla de Hollywood porque nunca se la han llevado.
Así que DiCaprio no está solo en el club de “Intérpretes que no te
creerías que nunca han ganado el Oscar”.
El estadounidense no ha hecho más de 30 películas; en sus inicios sí trabajó en diversas series de televisión como Rosanne, Los problemas crecen, La nueva Lassie o ¡Dulce hogar… a veces!
Hoy ya no tiene ni necesidad ni prisa.
Más interesado se muestra por
todo lo que concierne al medio ambiente: a través de sus mensajes
avisando del cambio climático, y de los documentales producidos por su
empresa Appian Way.
Él mismo ha hablado ante la ONU o participado en la
COP21, la conferencia que en diciembre reunió en París a los gobernantes
mundiales para lograr un acuerdo que parara la destrucción de la
Tierra.
En cualquier entrevista, DiCaprio aprovecha para colar un
mensaje ecológico, y suena a auténtico.
Tanto como su pasión por las rubias de medidas de pasarela. Como le
soltaron Tina Fey y Amy Poehler en unos Globos de Oro:
“Y ahora, como
vagina de supermodelo, demos una calurosa bienvenida a Leonardo
DiCaprio”.
La lista es larga: Bridget Hall, Naomi Campbell, Kristen
Zang, Amber Valleta, Bijou Phillips, Gisele Bündchen, Eva Herzigova, Bar
Refaeli, Erin Heatherton, Toni Garrn, Kelly Rohrbach…
Eso sí, ya no es
el fiestero de finales de los noventa.
Y el rodaje de El renacido fue todo excepto una fiesta, con condiciones infernales de frío y riesgo de hipotermias.
Cuando esta noche Julianne Moore abra el sobre y anuncie que DiCaprio
ha ganado el Oscar, habrá movilizaciones en varias ciudades españoles
para celebrarlo, se acabará el cachondeo con el videojuego Red Carpet Trampage que escenifica en formato arcade
(los videojuegos clásicos de la década de los ochenta) el camino del
actor para conseguir la estatuilla. Probablemente, se hará justicia
. Y
sobre todo, habrá un resoplido de alivio del mismo DiCaprio: adiós a la
maldición.
Siempre he querido conocer Nevada, porque en The Women, esa
gran comedia de George Cukor, es el sitio donde tienes que residir dos
meses para conseguir un divorcio rápido. Pero ahora me gusta más. Días
después Hillary volvió a escribirme, solicitando otros 19 dólares extra
para ayudarla a vencer en Carolina del Sur y acercarse así a lo que
llaman el Supermartes. Esta vez me escribió: “Quiero saber que estás conmigo. Solo te cuesta
19 dólares y demostrarme que estás en esta pelea conmigo”. Entonces decidí escribir sobre ello en esta columna. ¿Qué hago? De
aquí a junio estaré pagándole a Hillary 19 dólares por semana. Y, al
final, no puedo ni votar por ella. Pero sí quiero que sea presidenta. Tengo la sensación de que pese a que este sistema de recaudación es muy
transparente, igual te crea una falsa cercanía con una persona que puede
llegar a ser muy encantadora pero muy poderosa. Pero cuando eres
presidente es difícil que tengas amistades reales. Además, sinceramente,
no quiero dejar de recibir sus e-mails.
Porque el mundo que va a encontrar Hillary si es elegida es como para
tener amigos, aunque sean imaginarios. La libra esterlina se hunde por
“miedo al Brexit” . La radio alerta de que no hay suficientes reservas de vacunas para enfrentar una epidemia de zika.
El enfrentamiento entre Chiquetete y Raquel Bollo Dorado es brutal. Y
Belén Esteban pone en duda su propia biografía. Resulta todo tan
amenazante que podría ser un gran error no asegurarle a Hillary esos 19
dólares que me solicita todas las semanas.Como dice Rajoy: “Lo más urgente ahora es esperar”.