Greta Garbo: tres décadas «escondida» con su ama de llaves en un apartamento del Upper East Side.
'Mujeres recluidas'- capítulo 6: Se forjó una leyenda como la diva más misteriosa e inaccesible del Hollywood dorado.
Desde niña sintió que necesitaba estar sola y tras el fracaso de 'La mujer de las dos caras' decidió ocultarse del mundo.
Ahora se cumplen 30 años de su muerte.
Greta Garbo (Estocolmo, 1905-Nueva York, 1990) fue una de las actrices mejor pagadas de la era dorada de Hollywood: se le permitían extravagancias impensables (había tomas que exigía rodar a solas con el cámara y el iluminador, sin la supervisión del director) e imponía con quién protagonizar sus películas (exigió que su amante John Gilbert interpretara con ella La reina Cristina de Suecia, en 1933, uno de sus grandes éxitos, en lugar de Charles Boyer o Laurence Olivier, las apuestas del estudio).
Su nombre real era Greta Lovisa Gustafsson.
Fue la pequeña de tres hermanos criados en una familia de un barrio humilde de Estocolmo de la que nunca quiso hablar demasiado.
Su madre trabajaba en una fábrica de mermelada y su padre como barrendero, operario y en una carnicería hasta su muerte cuando ella solo tenía 14 años.
A los 15 empezó a ganarse la vida, primero en una barbería y luego como modelo de sombreros en los grandes almacenes PUB. Su fotogenia se hizo patente muy pronto y tras los anuncios llegó su primer papel cinematográfico, en la comedia Pedro el tramposo (1922).
Empezó a estudiar interpretación y el director Mauritz Stiller vio su potencial: a él se le atribuye su sonoro nombre artístico –solo con decir La Garbo ya sobraban las palabras– y fue quien –en 1924, en su película La leyenda de Gösta Berling– le dio el personaje que consiguió que el magnate del cine Louis B. Mayer se fijara en ella y la fichara como estrella de la Metro-Goldwyn-Mayer (MGM).
Cuando llegó a Hollywood con 20 años Garbo apenas se defendía en inglés.
Eso no fue problema: era la época del cine mudo y su rostro –George Cukor y Bette Davis decían que tenía una luz propia, una expresividad sobrenatural en los planos cortos– hablaba por ella. Consiguió cambiar el paradigma estético de las protagonistas femeninas: con su 1,71 de altura y su cuerpo atlético (practicaba yoga y fue una temprana seguidora de las enseñanzas de Josep Pilates) acabó con el estereotipo de mujer menuda y frágil.
Se convirtió en una diva del cine mudo y el paso al sonoro no acabó con su buena estrella, más bien acrecentó su popularidad.
La primera frase que pronunció en Anna Christie (1930), su debut sonoro, fue: «Ponme un whisky, con ginger ale aparte
Y no seas tacaño, querido» [se lo decía a un camarero].
Este hito fue promocionado a bombo y platillo por MGM bajo el eslogan «¡Garbo habla!».
Su leyenda de diva misteriosa y reservada se forjó desde sus inicios hollywoodienses: se negaba a firmar autógrafos y fotografiarse con sus fans, apenas asistía a eventos y tampoco le gustaba conceder entrevista.
La prensa la llamaba La Divina por su magnetismo, pero también La Esfinge Sueca, por lo enigmático de su expresión.
«Siempre he tenido mal humor. Desde que era solo una niña pequeña he querido estar sola.
Detesto las multitudes, no me gusta estar con muchas personas», afirmó en una ocasión, y esa frase la persiguió toda su vida.
Tanto, que en una entrevista en la revista Life matizó sus palabras años después: «Nunca he dicho: ‘Quiero estar sola’. Simplemente dije: ‘¡Quiero que me dejen sola!’. Hay una diferencia».
Fuera o no intencionada, esa imagen de privacidad y soledad se convirtió en su sello, sobre todo a partir de su retiro voluntario del mundanal ruido, los rodajes y la fama, tras el fracaso comercial de su película La mujer de las dos caras en 1941, dirigida por Cukor. Greta Garbo tenía 36 años, había sido actriz 16 y rodado 28 películas.
Ahí frenó en seco, dejó de aparecer en público y se autorrecluyó en su mansión de Los Ángeles, un refugio que en 1954 cambió por un piso de casi 300 metros cuadrados en el número 450 de la calle 52 Este, a medio camino entre la sede de la ONU y el Upper East Side.
Siempre se rumoreó que volvería a lo grande, varios directores escribieron papeles para ella, persiguiendo su esperado retorno. Federico Fellini dijo que Garbo era la «creadora de una religión llamada cine».
Le ofrecieron ser la Norma Desmond de El crepúsculo de los dioses (finalmente interpretada por Gloria Swanson).
Pero eso nunca se hizo realidad.
El retiro de La Divina había coincidido con la Segunda Guerra Mundial y, poco a poco, se fue convirtiendo en una ermitaña urbanita, que salía sola a pasear por los alrededores de su casa pero apenas tenía apariciones públicas.
Se decía que no quería que vieran cómo estaba cambiando ese rostro que tantos primeros planos copó: cuando pisaba la calle, siempre se protegía con grandes gafas, un paraguas, pañuelos o una cartera para evitar que los paparazzi la retrataran. «He pensado en volver a hacer una película, pero no estoy segura. El tiempo deja su marca en nuestras pequeñas caras y cuerpos», escribió en una de sus cartas (muchas de estas misivas se han subastado en los últimos años).
Sí viajaba, ocultándose siempre, a las casas en Suiza o la Riviera Francesa de sus amigos y asistía a pequeñas reuniones y eventos con estos íntimos, como la millonaria Cécile de Rothschild o la condesa de Wisborg, Marta Wachtmeister.
Con esta noble sueca mantuvo una intensa correspondencia. Sotheby’s subastó algunas de las cartas en 2016, y en ellas queda patente el misterio Garbo y su carácter introspectivo: la actriz recluida le cuenta a la condesa que echa de menos «los veranos con lluvia en los que te envuelve la maravillosa melancolía» de su tierra natal y subraya su soledad con frases como «Siempre estoy sola y hablo conmigo misma».
La actriz y guionista suiza Salka Viertel –que escribió el guion de varias películas de Garbo, como Anna Karenina– fue otra de sus confidentes.
En una de sus cartas La Divina describía su aislada cotidianidad: «No voy a ninguna parte, no veo a nadie (…) Es duro y triste estar solo, pero a veces resulta incluso más difícil estar con alguien.
Lo que permanecemos en la Tierra sería mucho más amable si este corto espacio de tiempo fuéramos eternamente fuertes y jóvenes».
«Irónicamente, buscando evitar la publicidad, se convirtió en una de las mujeres más publicitadas del mundo», aseguraba el obituario que el 16 de abril de 1990, un día después de su muerte hace ahora 30 años, le dedicó The New York Times.
Y el de Los Angeles Times insistía también en esa contradicción: «En la muerte, como en la vida, ella fue una paradoja, una figura pública que ha vivido clandestinamente, evitando la publicidad a cualquier coste.
Sin embargo, ese deseo casi histérico de privacidad en sí mismo la convirtió en una de las personas más publicitadas aunque menos visibles del mundo».