Se cumplen 59 años del vuelo de Yuri Gagarin, la primera incursión del ser humano fuera de la Tierra.
Rafael Clemente
Acaba de cumplirse un aniversario más –y van 59- del vuelo
espacial de Yuri Gagarin, la primera incursión del ser humano fuera de
la Tierra.
Muchas agencias espaciales, tanto oficiales como oficiosas,
centros de ciencia y agrupaciones de aficionados siguen conmemorando ese
día, aunque este año, por razones obvias, las celebraciones no se han
realizado en Rusia, como suelen, y no han pasado de una mención en
algunos periódicos.
Como si el destino quisiera contentar a las dos
superpotencias que se embarcaron en la carrera espacial, el 12 de abril
marca también otro aniversario: el del lanzamiento del Columbia, el primer transbordador espacial, justo veinte años después del vuelo de Gagarin.
Hay opiniones contradictorias sobre si el transbordador
espacial fue un triunfo o una rémora que durante muchos años engulló
fondos que podían haberse dedicado a otros programas.
Nadie discute que
se trató de un extraordinario triunfo de la ingeniería aeroespacial, y
que jugó un papel determinante en la construcción de la Estación
Espacial Internacional o en el lanzamiento de satélites tan icónicos
como el telescopio Hubble. Pero lo cierto es que el transbordador nunca llegó a cumplir expectativas.
Los dos accidentes mortales del Challenger y el Columbia – y también factores económicos- precipitaron su retiro en 2011.
Desde entonces, el acceso al espacio ha estado virtualmente monopolizado por las cápsulas Soyuz (o sus derivados chinos, Shenzou).
Los astronautas rusos, americanos o europeos vuelan ahora a caballo de
unos cohetes descendientes directos del que en su día impulsó a Gagarin.
Plan de vuelo
El
plan de vuelo preveía realizar solo una vuelta a la Tierra. Noventa
minutos. Gagarin sería un mero pasajero, sin capacidad para maniobrar su
cápsula. En el momento del despegue se pondría en marcha un
temporizador para encender el motor de frenado justo al completar la
primera órbita. Gagarin no tendría que hacer nada salvo mirar por la
ventanilla e informar de sus impresiones.
En
contra de la leyenda, no hubo astronautas rusos perdidos en el espacio
antes de Gagarin.
Por el contrario, Sergei Korolev, el von Braun ruso,
tuvo un especial cuidado en garantizar que su cápsula Vostok era
segura.
Se lanzaron al menos media docena de prototipos, algunas, con
perros a bordo.
Unas tuvieron éxito y otras no. La famosa secuencia
cinematográfica del despegue, generalmente atribuida al vuelo de Gagarin
en el que se ve la sombra del cohete ascendiendo sobre el reverberar de
sus escapes corresponde, en realidad, a un vuelo de prueba realizado en
julio del año anterior: pocos segundos después de ese plano, el cohete
estalló.
La altura de vuelo estaba calculada para asegurar que, en
caso de fallo del motor de frenado, el rozamiento del aire provocaría la
reentrada entre cinco y siete días después.
A bordo había aire y
alimentos (pasta nutritiva en tubos como dentífrico) suficientes.
Por
desgracia, el cohete funcionó durante más tiempo del previsto y el Vostok
entró en una órbita demasiado alta.
El frenado aerodinámico no hubiese
tenido efecto hasta cerca de un mes más tarde, con consecuencias fatales
para su ocupante.
Pero no hizo falta recurrir a esa medida de
emergencia. El retrocohete funcionó como estaba previsto.
Lo
que no funcionó tan bien fue la separación de la cápsula del resto de
la nave.
El mecanismo que debía liberarla se trabó; cabina y módulo de
servicio entraron en la atmósfera unidos por un mazo de cables, dando
tumbos incontroladamente.
Al final, el calor lo rompió y la cabina
esférica con Gagarin dentro pudo estabilizarse y abrir el paracaídas de
frenado.
Gagarin utilizó el asiento expulsor de la
cápsula y bajo al suelo con su propio paracaídas, un detalle que la
Unión Soviética mantuvo oculto durante años, a fin de poder reclamar las
marcas mundiales de altura y velocidad.
Las normas de la Federación
Aeronáutica Internacional exigían que el piloto estuviese a bordo desde
el despegue a la toma de tierra.
La alteración de la órbita hizo que Gagarin cayese fuera de
la zona de recogida. Fue a parar a un campo de patatas, próximo a un
pueblecito llamado Smelovka, muy cerca de la orilla izquierda del Volga.
De hecho, mientras descendía colgado de su paracaídas llegó a temer que
su viaje acabase en el agua.
Su comité de bienvenida se limitó a una
asombrada granjera y su hija.
Para tranquilizarlas, Gagarin señaló a las
siglas CCCP pintadas en su casco identificándose como “ciudadano
soviético”.
Gagarin se convirtió al instante en un icono
mundial. Joven, de una simpatía arrolladora, era el ejemplo perfecto del
nuevo conquistador del cosmos.
Siempre había sido el candidato favorito
del propio Korolev. Otros compañeros suyos –de uno y otro lado- no
darían una imagen tan atractiva.
Convertido en un
símbolo, Gagarin nunca volvió a volar, aunque siempre formó parte del
equipo de cosmonautas.
Se dice que él y Alexei Leonov –otra leyenda, el
primero en realizar un paseo espacial- eran los principales candidatos
para pilotar la primera expedición soviética a la Luna.
Él como piloto
de la nave principal, Leonov para bajar a la superficie.
No
sería así.
Gagarin falleció en 1968 a raíz de un absurdo accidente de
aviación. Aunque las circunstancias fueron un tanto confusas parece que
el avión que pilotaba, un MiG-15, se desestabilizó por la onda de choque
de un caza supersónico que pasó junto a él. Tenía 34 años.
De no haber
sufrido esa fatalidad, hoy Gagarin sería un respetable abuelito de 86,
aproximadamente, la misma edad que tienen hoy los supervivientes de la
promoción de astronautas que años más tarde pisaría la Luna.
Rafael Clemente es ingeniero industrial y
fue el fundador y primer director del Museu de la Ciència de Barcelona
(actual CosmoCaixa). Es autor de ‘Un pequeño paso para [un] hombre’
(Libros Cúpula).
No hay comentarios:
Publicar un comentario