17 ene 2020
Muere Christopher Tolkien, el guardián de la Tierra Media
El hijo del creador de 'El señor de los anillos', J. R. R. Tolkien, fallece a los 95 años.
El primer lector de El Hobbit murió este jueves en Francia a los 95 años.
La Tolkien Society confirmó en un comunicado el fallecimiento de Christopher Tolkien, hijo del escritor de fantasía J. R. R. Tolkien, creador de obras inmortales como El señor de los anillos (1954) o El Silmarillion (1977) que revolucionaron el género y dejaron una huella imborrable en la cultura popular.
Albacea y guardián de las esencias de la Tierra Media creada por su padre, Christopher Tolkien desempeñó un papel muy activo en la difusión de las creaciones de su progenitor y actuó como editor de gran parte de su obra tras el fallecimiento de este en 1973. "Sabiamente, comencé con un mapa", dijo J. R. R. Tolkien en más de una ocasión para referirse a la complejidad del mundo que había creado en sus obras, situadas la mayor parte de ellas en la Tierra Media, un universo habitado por orcos, elfos, enanos y otros seres cuya visión acabó imponiéndose sobre todas las demás.
Pues bien, su hijo ejerció de cartógrafo (muchas veces de forma literal) de esa vasta tierra, aclarando aspectos, reuniendo escritos y ampliando el imaginario de su padre.
En muchos casos, como ocurrió con esa mezcla de crónica bíblica y enciclopedia fantástica que es El Silmarillion, compilando y permitiendo que la obra pudiera ver la luz.
Ya en este milenio, se encargó de que Los hijos de Húrin, (comenzada por su padre y editada por él en 2007) completara la historia de la Tierra Media.
También ejerció de editor de La leyenda de Sigurd y Gudrún (2009) y de La caída de Arturo (2013), libros tempranos de su padre que no tuvieron, sin embargo, el éxito de sus creaciones mayores.
Tras la adaptación cinematográfica de la obra más famosa de J. R. R. Tolkien, la figura de su hijo Christopher adquirió cierta relevancia al criticar la forma en que el cineasta Peter Jackson había trasladado a celuloide El señor de los anillos.
Si bien Christopher evitó entrar en más polémicas, sí denunció, en el año 2008, a la productora New Line Cinema reclamando más de 80 millones de libras (unos 93,9 millones de euros) por derechos cinematográficos impagados.
La luz de la obra de su padre, sin embargo, no se ha extinguido: hace dos días Amazon anunciaba el reparto de su adaptación televisiva de la Tierra Media, que se alejará del arco argumental de las adaptaciones cinematográficas para narrar las aventuras de la Tierra Media miles de años antes.
La serie es, de hecho, una producción multimillonaria que ejerce de principal caballo de batalla de la plataforma digital, lo que demuestra la impronta que el universo creado por Tolkien (y apuntalado por su hijo) sigue dejando en la cultura.
La Tolkien Society confirmó en un comunicado el fallecimiento de Christopher Tolkien, hijo del escritor de fantasía J. R. R. Tolkien, creador de obras inmortales como El señor de los anillos (1954) o El Silmarillion (1977) que revolucionaron el género y dejaron una huella imborrable en la cultura popular.
Albacea y guardián de las esencias de la Tierra Media creada por su padre, Christopher Tolkien desempeñó un papel muy activo en la difusión de las creaciones de su progenitor y actuó como editor de gran parte de su obra tras el fallecimiento de este en 1973. "Sabiamente, comencé con un mapa", dijo J. R. R. Tolkien en más de una ocasión para referirse a la complejidad del mundo que había creado en sus obras, situadas la mayor parte de ellas en la Tierra Media, un universo habitado por orcos, elfos, enanos y otros seres cuya visión acabó imponiéndose sobre todas las demás.
Pues bien, su hijo ejerció de cartógrafo (muchas veces de forma literal) de esa vasta tierra, aclarando aspectos, reuniendo escritos y ampliando el imaginario de su padre.
En muchos casos, como ocurrió con esa mezcla de crónica bíblica y enciclopedia fantástica que es El Silmarillion, compilando y permitiendo que la obra pudiera ver la luz.
También ejerció de editor de La leyenda de Sigurd y Gudrún (2009) y de La caída de Arturo (2013), libros tempranos de su padre que no tuvieron, sin embargo, el éxito de sus creaciones mayores.
Tras la adaptación cinematográfica de la obra más famosa de J. R. R. Tolkien, la figura de su hijo Christopher adquirió cierta relevancia al criticar la forma en que el cineasta Peter Jackson había trasladado a celuloide El señor de los anillos.
Si bien Christopher evitó entrar en más polémicas, sí denunció, en el año 2008, a la productora New Line Cinema reclamando más de 80 millones de libras (unos 93,9 millones de euros) por derechos cinematográficos impagados.
La luz de la obra de su padre, sin embargo, no se ha extinguido: hace dos días Amazon anunciaba el reparto de su adaptación televisiva de la Tierra Media, que se alejará del arco argumental de las adaptaciones cinematográficas para narrar las aventuras de la Tierra Media miles de años antes.
La serie es, de hecho, una producción multimillonaria que ejerce de principal caballo de batalla de la plataforma digital, lo que demuestra la impronta que el universo creado por Tolkien (y apuntalado por su hijo) sigue dejando en la cultura.
La profecía de Fellini cumple 100 años
Italia celebra el centenario del director convertida en la prueba viviente del universo social y estético que su cine auguró. Reconstrucción de una vida desbordante a través del recuerdo de sus colaboradores.
El diccionario italiano reconoce la palabra felliniano. Significa casi todo aquello que tiene que ver con el Mago de Rímini y su cine, no alberga dudas.
Pero también es el adjetivo que describe un universo estético, social y político que ha impregnado a toda una nación desde hace seis décadas.
La tensión entre el hombre moderno y los rudimentos del pasado, los sueños eróticos, el machismo caricaturesco o una extraña mezcla de crítica y enamoramiento simultáneo hacia una sociedad del espectáculo que terminó convertida en odiosa industria publicitaria.
Federico Fellini (Rímini, 1920-Roma, 1993) ganó cinco Oscar, dejó algunas de las películas más asombrosas producidas en Italia y fundó una nueva manera de contar el mundo desde los sueños y el lado más grotesco de sus propios recuerdos.
Un siglo después de su nacimiento, el big bang estético creado durante los años que vivió en Roma revienta las costuras del diccionario.
Una placa en el número 110 de la silenciosa via Margutta, entre la piazza de Spagna y la Villa Borghese, recuerda el lugar donde vivió durante décadas Fellini con su esposa, Giulietta Masina.
La casa se vació y se vendió en 1994 cuando ella murió y hoy pertenece a otro propietario.
Pero los confines de aquel mundo más prosaico y rutinario, hecho de paseos, discusiones con los sospechosos habituales como Ennio Flaiano —escritor, periodista y guionista/ventrílocuo de sus mejores películas— o largas comidas con Marcello Mastroianni no se expandían tanto como su imaginación.
Cada mañana tomaba café en el Canova y se dejaba caer para comer en Dal Toscano en el barrio de Prati, siempre en la misma mesa.
La ciudad de la costa adriática de tejados rojos y estanqueras voluptuosas fue un enjambre de recuerdos mágicos e inconexos que logró recopilar en Amarcord (1973), también en I Vitelloni (Los inútiles, 1953) o en La Strada (1954).
La verdadera patria de Fellini, sin embargo, la que jamás tuvo fronteras, supo mantenerse oculta entre las cuatro paredes del Teatro 5 de Cinecittà, donde construyó la mayoría de sus ensoñaciones.
Ese melancólico Hollywood italiano, al final de la via Tuscolana, en la otra punta de Roma, intenta recuperar el vigor con nuevos rodajes.
La casa de Fellini, el estudio que ardió en 2012 y en el que muchos no quisieron rodar intimidados por viejos fantasmas, ha estado ocupada hasta hace poco por los decorados de El nuevo Papa, la serie vaticana de Sorrentino, puede que el mayor heredero —imitador, mascullan algunos en Italia— del cineasta de Rímini. Aquí se rodaron Ocho y medio (1963), La Dolce Vita (1960), Las noches de Cabiria (1958)… también algunos de los últimos filmes, como Y la nave va (1983) y Ginger y Fred (1986), en la que comenzó su relación con el diseñador de vestuario Maurizio Millenotti.
“El set de rodaje era su hogar.
Le encantaba estar ahí porque amaba a la familia del cine.
Adoraba estar en medio de los maquinistas, electricistas, iluminadores... Tenía una relación particular e individual con todos. Por aquí pasaron reyes, grandes cineastas como Scorsese, políticos de todo tipo… Todos querían verle trabajar en su espacio.
Cuando comíamos fuera siempre contaba anécdotas apasionantes y le escuchábamos como niños”, recuerda al teléfono el diseñador.
La última media hora de Ginger y Fred transcurre en un plató con una orquesta casi siempre presente. Nicola Piovani —que se llevó un Oscar por La vida es bella en 1997— se encargó de la partitura y remplazó al histórico Nino Rota, de quien había aprendido y cuya línea nunca quiso traicionar en los siguientes filmes.
“Durante aquella película viví casi tres semanas ahí. Fellini me hacía improvisar músicas en un pequeño piano vertical amplificado.
Me daba indicaciones veloces, alocadamente… yo improvisaba y la orquesta, escuchando, venía detrás simulando los movimientos más representativos.
Fueron días inolvidables”, recuerda Piovani, que después de aquella experiencia escribió también la partitura de La voz de la luna (1990).
Una frontera entre los sueños y lo grotesco que hoy funciona como involuntario homenaje al universo de un artista que vivió en los últimos años obsesionado con la televisión y los efectos del mundo imaginario de la publicidad en la salud mental de los italianos.
“La mirada felliniana es, en realidad, una mirada anticipatoria.
El impacto de su obra ha sido enorme, una lección incorporada de forma inconsciente por la cultura italiana.
También en la política, especialmente de Berlusconi en adelante. Él es esa figura típica de Italia que muestra la relación entre la modernidad y la tradición. Hoy el país se parece mucho al que él imaginó.
Pero cuidado, sin gracia, sin poesía, carente de fantasía y de esa nostalgia”, señala el escritor y periodista Filippo Ceccarelli.
El día que murió Fellini, el 31 de octubre de 1993, Berlusconi lanzaba el logotipo de Forza Italia.
Casualidad o no, el cineasta pasó los últimos años obsesionado con Il Cavaliere y llegó a escribir un guion que nunca se rodó sobre una Venecia distópica convertida por el magnate en un plató para rodar anuncios: el gran Canal pasaría a llamarse Canale 5 (por Tele 5).
A diferencia de otros cineastas coetáneos como Pier Paolo Pasolini, mantuvo siempre una mirada crítica, pero desideologizada y desvinculada, pese a su gran amistad con Giulio Andreotti, de las corrientes políticas.
“Era amigo de todos y de nadie. Hacía brillantemente sus negocios y se mantenía fuera de los asuntos de partidos, no se pronunciaba. Podía parecer un director alejado de las tensiones, pero en realidad fue quien mejor entendió todo el contexto.
El problema entonces no era la dictadura contra la clase obrera, o los estudiantes reclamando protagonismo… la cuestión verdadera era la del capitalismo en su extrema realización.
El problema entonces no era la dictadura contra la clase obrera, o los estudiantes reclamando protagonismo… la cuestión verdadera era la del capitalismo en su extrema realización. Un fenómeno por el cual ya no hacía falta imponer las cosas, sino capturar la mente de la gente con la televisión. Y en esa interpretación Fellini fue mucho más político de lo que siempre se dijo”.
Verdad y memoria
La verdad entre lo que se contó y el recuerdo de cómo fue realmente pertenece hoy a muy pocas personas.La actriz Sandra Milo trabajó con él en películas como Ocho y medio o Giulietta de los espíritus (1965) y fue su amante durante 17 años.
Ambos se conocieron fugazmente una tarde de verano en un pinar de Fregene, a orillas del mar romano, cuando Fellini compartía mesa con Ennio Flaiano (mucho antes de que aquella relación terminase violentamente).
“Ennio me llamó y me lo presentó. Quedé sobrecogida, era guapísimo, tenía un gran magnetismo… esos ojos tensos, curiosos, capaces de absorberte, pero de manera agradable, nada invasivo ni agresivo.
En ese momento me enamoré de él, perdidamente, inevitable y fatalmente”, recuerda al teléfono Milo.
No volvieron a verse hasta al cabo de dos años.
Milo acababa de empezar su carrera.
Había rodado con Rossellini la película Vanina, Vanini (1961), destripada por la crítica, y condenatoria para ella.
Cayó en el olvido y dejó el cine. Pero un día apareció el cineasta en su casa por la mañana, la sacó de la cama, le hizo una prueba y la contrató para hacer el papel de Carla, la amante de Marcello Mastroianni, reflejo de la vida del propio Fellini.
Todo encajaba premonitoriamente una vez más. “Hoy muchos directores no quieren trabajar conmigo para que no haga comparaciones.
Pero él era una persona muy especial. Tenía una capacidad increíble de hacerte sentir el predilecto, un modo mágico de entrar dentro de ti, entender exactamente quién eras, encontrar tu parte más preciosa y llevarla a la superficie para hacerte consciente de algo que ignorabas tener.
Todos queríamos trabajar con él y que estuviese cerca. Tenía ese poder, un arte siempre a favor del ser humano, nunca en contra”.
Ella se negó. Temía la corrosión de la rutina, las discusiones, no saber gestionar la normalidad con aquella persona tan extraordinaria... no volvieron a verse jamás.
Pero el cineasta siempre volvió a Giulietta Masina. “Era una mujer maravillosa, inteligentísima, curiosa y culta.
Ella sabía que era imposible tener una relación tradicional con Federico”.
Fellini no tuvo hijos.
Masina y él perdieron al pequeño Pier Federico 11 días después de nacer.
Su sobrina Francesca, única heredera de su legado, ocupó durante años ese lugar en la retaguardia sentimental de su tío. Ella tiene su propio Amarcord —“me acuerdo” en dialecto romañolo— sobre aquellos años en los que veía llegar a su tío convertido en una estrella internacional.
“Volvía a Rímini a ver a su madre, a su hermana Maddalena, a mí… Tengo recuerdos muy ligados a la mesa.
Giulietta cocinaba en Roma y mi madre en Rímini. Se empezaba con la piadina, un poco de parmesano, luego la pasta rellena con caldo.
Y se cerraba con la sopa inglesa, su postre preferido. Todo el mundo quería saber cosas de él. Yo nunca me atreví a pedirle nada ni a interrogarle.
¿Qué le preguntaría hoy? Quizá le preguntaría si no hubiera preferido disfrutar más de su familia y de sus seres queridos, en lugar de estar permanentemente creando y trabajando.
Le preguntaría si se arrepiente de no haber disfrutado más de su madre, de su hermano Riccardo, de mí…
Era el genio creativo que cambió el cine, con cinco Oscar… pero supongo que siempre hay que pagar un precio”.
Quizá esa fuera la parte menos felliniana de toda su vida.
16 ene 2020
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