22 dic 2019
Mary ‘la tifoidea’, la mujer que mató a tres personas sin salir de la cocina
Una emigrante irlandesa cuenta con su propia página en la historia de la medicina al haber infectado a 53 miembros de la alta sociedad neoyorquina a través, presuntamente, de sus helados artesanos.
Laura Prieto / Miguel Górgolas
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El 11 de noviembre de 1938 una mujer de 69 años falleció en el hospital-asilo Riverside, en la isla North Brother de Nueva York.
Se llamaba Mary Mallon. Había permanecido 23 años recluida allí y, bautizada por la prensa como Mary la tifoidea, había escrito a su pesar una página en la historia de la medicina.
Mary había nacido en 1869 en Cookstown (Irlanda) cuando aún sonaban los ecos de la gran hambruna que, provocada por Inglaterra, había asolado el país entre 1845 y 1850.
Medio millón de irlandeses murieron y otro millón emigró, especialmente a Norteamérica.
Inculta y pobre, con 15 años Mary marchó a Estados Unidos en 1883 para trabajar como sirvienta.
Aprendió a cocinar y en 1900 era cocinera en una casa pudiente de una localidad próxima a Nueva York. Curiosamente, a las dos semanas, los ocho miembros de la familia enfermaron por fiebre tifoidea y lo mismo ocurrió en 1901 cuando trabajaba en Manhattan.
En agosto de 1906 empezó a trabajar en la residencia que un banquero había alquilado en la selecta Long Island.
A finales de ese mes, una de sus hijas sufrió la misma enfermedad y días después otras seis personas, entre miembros de la familia y sirvientes, fueron hospitalizados por la misma causa.
orprendía que un mal propio de zonas deprimidas ocurriera en una familia acaudalada, y es probable que el número de casos en la alta sociedad hubiera seguido aumentando si no fuera porque el dueño de la mansión, temiendo no poder volver a alquilarla, contrató a George Soper, un ingeniero especializado en instalaciones sanitarias. Este examinó la casa exhaustivamente sin encontrar nada sospechoso, pero le llamó la atención que la cocinera hubiera dejado el empleo.
La cocinera se negó a colaborar, de manera que Soper solicitó la colaboración del Departamento de Sanidad.
Fue trasladada a la fuerza a un hospital y en la consulta negó enérgicamente haber estado enferma, atacó con un tenedor a un médico, golpeó a un policía desprevenido y escapó. La encontraron escondida en un armario en un domicilio próximo. Una vez reducida, se mostró aterrorizada y obsesionada por mantener su integridad. Por fin, en sus heces se encontraron bacterias de Salmonella typhi.
No se sabe si alguien se molestó en informar despacio a aquella irlandesa, sola, católica y pobre, de cómo trasmitía la fiebre tifoidea, pero es probable que no lo comprendiera, a la vista de lo que dijo en su defensa: “Soy inocente. No he cometido ningún crimen... Es injusto. Parece increíble que una mujer indefensa pueda ser tratada así en una comunidad cristiana. ¿Por qué me destierran como un leproso?”. Lo cierto es que en 1907 fue confinada en el hospital Riverside, siendo liberada en 1910 con la condición de que no volviera a trabajar como cocinera.
Sin embargo, en enero de 1915 hubo un brote de fiebre tifoidea en el Sloane Maternity Hospital, en Manhattan.
Enfermaron 25 personas y fallecieron dos.
La investigación descubrió que una de las cocineras, Mary Brown, era en realidad Mary Mallon.
Huyó, pero la policía la encontró y fue enviada otra vez al Riverside, donde permaneció hasta su muerte en 1938.
En 23 años, con el único consuelo de su religión, no recibió ninguna visita.
No se hizo autopsia a su cadáver, que fue enterrado en el cementerio católico de Saint Raymond, en el Bronx.
Hoy se asume que Mary infectó a 53 personas, y causó la muerte de tres de ellas.
George Soper, un ingeniero especializado en instalaciones sanitarias examinó la casa exhaustivamente sin encontrar nada sospechoso, pero le llamó la atención que la cocinera hubiera dejado el empleo
Se trasmite exclusivamente entre personas, sobre todo por vía fecal-oral a través de agua o de alimentos contaminados con las heces de sujetos infectados.
En zonas endémicas, habitualmente con higiene precaria, suele vehiculizarse por el agua más que por la comida, mientras que en los países desarrollados lo es más por alimentos contaminados durante su preparación por portadores asintomáticos. Las moscas pueden favorecer el transporte de las bacterias desde las heces a los alimentos, al igual que los mejillones cultivados en bateas próximas a los puertos, en especial si cerca hay tuberías evacuando aguas fecales. Asimismo, es posible la transmisión anal-oral en relaciones sexuales.
Anualmente se producen unos 25 millones de contagios nuevos, de los que alrededor de 300.000, sobre todo niños, mueren por falta de tratamiento.
Hoy disponemos de vacunas y fármacos eficaces.
Un 5% de los pacientes no tratados pueden convertirse en portadores asintomáticos, al acantonarse la bacteria en la vesícula biliar, en especial si contiene cálculos, vertiéndola continua o intermitentemente al intestino y las heces durante meses o incluso décadas, como era el caso de Mary Mallon.
En España está indicada la vacunación a viajeros a zonas endémicas (lo que no excluye evitar vegetales crudos, aguas dudosas, incluidos cubitos de hielo y alimentos a temperatura ambiente); a personal de laboratorios de microbiología; y a personas en contacto con portadores documentados de la bacteria.
Es probable que Mary Mallon portara crónicamente Salmonella typhi en su vesícula biliar.
Nunca se sabrá si recibió información adecuada sobre cómo la transmitía y, sobre todo, si la entendió. ¿Se lo permitieron su ignorancia y su miedo?
Una cuestión de verosimilitud Una cuestión de verosimilitud Juan José Millás
Una cuestión de verosimilitud
LO QUE LLAMA la atención de este escenario es su despersonalización,
pese a estar ocupado por personas.
¿Cómo se percibirían a sí mismas en medio de esas superficies pulidas y simétricas, productoras de reflejos enloquecedores?
Hay algo ahí de la Caverna de Platón, en la que los esclavos toman por realidad lo que son solo sombras: las de los ciudadanos a los que intentarán seducir durante los próximos minutos, representados por las limpiadoras y el limpiador que sacan brillo al suelo, para que no pierda su calidad de espejo.
En una película de Woody Allen, dos individuos se encuentran en el infierno. Uno de ellos pregunta al otro por qué fue condenado a las llamas.
—Inventé el metacrilato —confiesa.
El metacrilato. De ese material da la impresión de estar compuesto
este escenario.
¿Cómo se percibirían a sí mismas en medio de esas superficies pulidas y simétricas, productoras de reflejos enloquecedores?
Hay algo ahí de la Caverna de Platón, en la que los esclavos toman por realidad lo que son solo sombras: las de los ciudadanos a los que intentarán seducir durante los próximos minutos, representados por las limpiadoras y el limpiador que sacan brillo al suelo, para que no pierda su calidad de espejo.
En una película de Woody Allen, dos individuos se encuentran en el infierno. Uno de ellos pregunta al otro por qué fue condenado a las llamas.
—Inventé el metacrilato —confiesa.
De metacrilato y acero. El acero evoca la idea de
quirófano.
Ahí van a operar a alguien. Quizá al público, que está ya
medio anestesiado.
Mejor, porque no hay quien soporte esa sobrecarga
cognitiva de opacidades y transparencias supuestamente vanguardistas.
Parece una estética de cuarto de baño de hotel de cinco o seis
estrellas.
Se percibe en el conjunto un desequilibrio psicótico, como de
pérdida de realidad.
Habríamos agradecido, no sé, la presencia de un
ficus o de una mosca que atravesara el plató para certificar que la
robotización ambiental tenía límites y que los candidatos, así como el
personal de la limpieza, eran de carne y hueso.
Alguien debería haber sufrido una lipotimia, un desmayo, un acceso de
tos, no sé, algo que proporcionara verosimilitud al encuentro.
En el centro del huracán del mundo ......................Rosa Montero
En el centro del huracán del mundo
HE VISTO 20 veces el breve vídeo de la llegada de Greta Thunberg a la estación madrileña de Chamartín.
Me fascinan esos policías fuertes y grandotes que rodean a una pizca de niña, un elfo con capucha de algodón que camina a buen paso, cabecigacha y callada, con la misma determinación con la que los perros callejeros parecen saber adónde van.
Se diría que los policías que la ven salir del tren, tan diminuta, la miran con expresión desconcertada, asombrada, quizá hasta enternecida.
La rodean y ejecutan su labor de protección con eficiencia, aunque intuyo que se encuentran algo descolocados, como si no se acabaran de creer que esa niña que apenas les llega a la cintura y no abre la boca pueda estar protagonizando una salida de superestrella en medio de un enjambre de periodistas.
La tratan como si fuera de cristal, o quizá como a una mariposa que pudiera deshacerse con un simple roce.
Un bicho frágil e insólito, en cualquier caso; un unicornio encapuchado.
No me extraña su pasmo: la imagen es impactante. Resulta que en el centro del huracán del mundo está una cría. Como ella misma repite, Greta no es más que un símbolo, la enseña de un movimiento mundial, o más bien de una necesidad, una urgencia. Hace 13 años entrevisté a James Lovelock, uno de los científicos más originales y polémicos del siglo XX, creador de la teoría de Gaia, según la cual la Tierra es un todo que se autorregula.
Me dijo que la catástrofe ambiental era imparable e inminente: “Antes de que acabe este siglo [el XXI], Londres estará inundado. Y todas las zonas costeras.
Imagínese Bangladés, por ejemplo; el país entero desaparecerá bajo las aguas.
Y sus 140 millones de habitantes intentarán desplazarse a otros países.
Donde no serán bien recibidos. En todo el mundo habrá muchas guerras y mucha sangre”.
Hoy sus palabras nos despiertan ecos: según los expertos, la crisis siria, que ha demostrado el fracaso de Europa ante los refugiados, ha estado influida por el cambio climático, porque una feroz sequía de siete años hizo emigrar a millón y medio de campesinos a Alepo y
Damasco, creando una inestabilidad social que avivó la inestabilidad política. De manera que Siria sería el comienzo de la lóbrega predicción del padre de Gaia:
“Nos veremos reducidos a sólo 500 millones de humanos viviendo en el Ártico. Y tendremos que empezar de nuevo”.
Pero la verdad es que no creo que el futuro esté tan perdido como dice Lovelock.
Al menos eso opinan numerosos expertos:
“No es cierto que estemos en un punto de no retorno respecto al cambio climático.
Los científicos no sabemos al detalle lo que sucederá cuando el mundo sea más caluroso”, dijo hace unos días Bjorn Stevens, director del prestigioso Instituto Max Planck de Meteorología.
Si cito a Lovelock es porque creo que sus palabras podrían cumplirse si no actuamos de manera urgente; y porque me asombra recordar que hace 13 años, cuando publiqué esa entrevista, casi nadie estaba verdaderamente concienciado del peligro.
Hoy, en cambio, es un clamor.
Me fascinan esos policías fuertes y grandotes que rodean a una pizca de niña, un elfo con capucha de algodón que camina a buen paso, cabecigacha y callada, con la misma determinación con la que los perros callejeros parecen saber adónde van.
Se diría que los policías que la ven salir del tren, tan diminuta, la miran con expresión desconcertada, asombrada, quizá hasta enternecida.
La rodean y ejecutan su labor de protección con eficiencia, aunque intuyo que se encuentran algo descolocados, como si no se acabaran de creer que esa niña que apenas les llega a la cintura y no abre la boca pueda estar protagonizando una salida de superestrella en medio de un enjambre de periodistas.
La tratan como si fuera de cristal, o quizá como a una mariposa que pudiera deshacerse con un simple roce.
Un bicho frágil e insólito, en cualquier caso; un unicornio encapuchado.
No me extraña su pasmo: la imagen es impactante. Resulta que en el centro del huracán del mundo está una cría. Como ella misma repite, Greta no es más que un símbolo, la enseña de un movimiento mundial, o más bien de una necesidad, una urgencia. Hace 13 años entrevisté a James Lovelock, uno de los científicos más originales y polémicos del siglo XX, creador de la teoría de Gaia, según la cual la Tierra es un todo que se autorregula.
Me dijo que la catástrofe ambiental era imparable e inminente: “Antes de que acabe este siglo [el XXI], Londres estará inundado. Y todas las zonas costeras.
Imagínese Bangladés, por ejemplo; el país entero desaparecerá bajo las aguas.
Y sus 140 millones de habitantes intentarán desplazarse a otros países.
Donde no serán bien recibidos. En todo el mundo habrá muchas guerras y mucha sangre”.
Hoy sus palabras nos despiertan ecos: según los expertos, la crisis siria, que ha demostrado el fracaso de Europa ante los refugiados, ha estado influida por el cambio climático, porque una feroz sequía de siete años hizo emigrar a millón y medio de campesinos a Alepo y
Damasco, creando una inestabilidad social que avivó la inestabilidad política. De manera que Siria sería el comienzo de la lóbrega predicción del padre de Gaia:
“Nos veremos reducidos a sólo 500 millones de humanos viviendo en el Ártico. Y tendremos que empezar de nuevo”.
Pero la verdad es que no creo que el futuro esté tan perdido como dice Lovelock.
Al menos eso opinan numerosos expertos:
“No es cierto que estemos en un punto de no retorno respecto al cambio climático.
Los científicos no sabemos al detalle lo que sucederá cuando el mundo sea más caluroso”, dijo hace unos días Bjorn Stevens, director del prestigioso Instituto Max Planck de Meteorología.
Si cito a Lovelock es porque creo que sus palabras podrían cumplirse si no actuamos de manera urgente; y porque me asombra recordar que hace 13 años, cuando publiqué esa entrevista, casi nadie estaba verdaderamente concienciado del peligro.
Hoy, en cambio, es un clamor.
Y lo es, entre otras cosas, gracias a
personas como Greta Thunberg.
Gracias a las novísimas generaciones, que
saben que heredan un mundo en peligro de ser inhabitable.
¿Cómo no van a
protestar, cómo no van a responsabilizarnos por nuestra pasividad?
Resulta revelador que Greta reciba tantos ataques furibundos.
Que se exija de ella una pureza inhumana que desde luego jamás le
exigen a ningún personaje público.
¿Que su padre es supuestamente un
experto en marketing? Pues qué bien, ¿no?
¿Acaso decimos algo
de los asesores de imagen de los cantantes o de los políticos?
Y no me
vengan con falsas preocupaciones por el interés de la niña: seguramente
Greta, con su asperger y su intensidad, es mucho más feliz prestando su
obsesiva inteligencia a esta causa que siendo la rara del colegio.
La
manipuladora insensatez de las críticas contra Greta sólo revela nuestro
miedo, el subterráneo deseo de matar al mensajero.
Pero son millones de
niños los que claman y es imposible acallarlos a todos.
Bienvenidos
sean esos críos encapuchados que dejan a los policías turulatos y que
nos marcan el camino del lado correcto de la historia.
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