La viuda del fantasma
Siempre me llevé bien con los ancianos, y con las ancianas en
particular, a las que he dedicado algún artículo.
Amigas de mi madre que la sobrevivieron, como María Rosa Alonso y Mariana Dorta, las dos canarias, o Pilar Osés; mi antigua profesora del colegio Carmen García del Diestro, conocida como “la señorita Cuqui”;
Rosa Chacel y más tarde su hermana Blanca.
Con alguna de ellas sólo mantuve relación epistolar, apenas las vi en persona.
Entre los varones, visité durante años a Vicente Aleixandre y también cruzamos unas pocas cartas, lo mismo que con otro poeta, John Ashbery, que vivía en Nueva York.
Con el profesor de Oxford Sir Peter Russell tuve más relación, ya que he incluido a un personaje que se le parece sobremanera en dos o tres de mis novelas.
Con mi propio padre, Julián Marías, que murió a los 91, he ampliado el trato después, al convertirlo en ficción bajo el nombre de “Juan Deza”.
A todos estos ancianos y ancianas los echo mucho de menos, a cada uno en sí mismo y al “conjunto”: la gente de edad no suele decir tonterías, o no tiene tiempo para ellas.
Cuenta cosas interesantes sin caer en “batallitas”, al menos los inteligentes, y cuantos he mencionado lo eran.
Al igual que Ferlosio, no acostumbraban a darse pisto, por utilizar una expresión antigua, y además sabían escuchar las cuitas y perplejidades.
Están Marisol Benet, hermana mayor de Juan, activa y despierta a sus 94 o 95 años, y mi divertidísima tía Tina o Gloria, que ya ha cumplido 93.
Pocas son, en comparación con la abundancia de tiempos pasados. Por eso me alegra enormemente haber hecho nueva amistad (aún tenue y solamente epistolar) con una anciana inglesa de 91, que resulta ser la viuda de uno de mis actores predilectos, Rex Harrison. Murió en 1990, así que, dada la desmemoria del mundo, no lo conocerán las generaciones jóvenes.
O quizá sí, gracias a su papel más famoso, el del Profesor Henry Higgins de My Fair Lady.
Puede que algunos lo recuerden como el Julio César de Cleopatra o como el Papa guerrero Julio II de El tormento y el éxtasis, con Charlton Heston enfrente interpretando a Miguel Ángel.
Los cinéfilos no habrán olvidado su mirada sagaz en la extraordinaria Mujeres en Venecia, de Mankiewicz.
Pero para mí es sobre todo el Capitán Daniel Gregg de otra película de Mankiewicz, de 1947, que su director miraba con condescendencia y que a mí me parece una obra maestra, El fantasma y la señora Muir.
Le dediqué un largo artículo hace mucho, es quizá la película por la que siento más debilidad, y cada vez que me piden listas de mis favoritas la incluyo, aunque reconozca que hay decenas de ellas objetivamente mejores.
Así que descubrir hace poco, por la amable mediación de Joana Maria Vives, que su viuda, Lady Mercia Harrison, no sólo me leía y preguntaba por alguno de mis personajes, sino que le hacía ilusión tener dedicado un libro mío, me supuso un regalo, si no del cielo, sí del viejo fantasma que me conmueve cada vez que lo veo, el Capitán Gregg.
No pude por menos de enviarle a Ginebra, donde Lady Mercia vive, un ejemplar en inglés del volumen que contiene aquel antiquísimo artículo sobre El fantasma y la señora Muir, junto con unas letras.
La viuda, que fue la sexta mujer de Rex Harrison y es grandísima lectora y apasionada de la ópera, me contestó con gracia y con un instantáneo cariño que no he hecho nada para merecer.
Me correspondió con un librito de citas varias escogidas por Rex Harrison, me quiso hacer llegar una tarta de nueces y miel, y en una de sus notas manuscritas me contó lo siguiente: una tarde, estando ella y Rex Harrison de gira teatral, Lady Mercia (que aún no era Lady, puesto que su marido no fue nombrado Sir hasta un año antes de su muerte) entró en la habitación y se encontró a “RH” —así se refiere a él— con lágrimas en los ojos ante la televisión, que emitía en aquellos momentos El fantasma y la señora Muir.
Rex Harrison le dijo: “Esta no estaba mal. De hecho, estaba muy bien”. Y añadía Lady Mercia: “RH era una persona extremadamente tímida y dolorosamente autocrítica, así que para mí fue inaudito que saliera este comentario de él.
Pero, como era ambivalente respecto a los elogios, no sé cómo habría aceptado la generosa opinión que usted tiene de su talento”.
Rex Harrison, que había estado casado con la actriz Kay Kendall (elegante y graciosa, muerta joven de leucemia) y con la también actriz Lilli Palmer (protagonista de otra película por la que siento debilidad, Espía por mandato, con William Holden), se desposó con Mercia Tinker a los 70 años, luego hubo de ver la obra maestra de Mankiewicz en televisión con más edad.
Quiero creer que lo que hizo que se le saltaran las lágrimas no fue verse en blanco y negro con treinta y tantos años menos y en una
Amigas de mi madre que la sobrevivieron, como María Rosa Alonso y Mariana Dorta, las dos canarias, o Pilar Osés; mi antigua profesora del colegio Carmen García del Diestro, conocida como “la señorita Cuqui”;
Rosa Chacel y más tarde su hermana Blanca.
Con alguna de ellas sólo mantuve relación epistolar, apenas las vi en persona.
Entre los varones, visité durante años a Vicente Aleixandre y también cruzamos unas pocas cartas, lo mismo que con otro poeta, John Ashbery, que vivía en Nueva York.
Con el profesor de Oxford Sir Peter Russell tuve más relación, ya que he incluido a un personaje que se le parece sobremanera en dos o tres de mis novelas.
Con mi propio padre, Julián Marías, que murió a los 91, he ampliado el trato después, al convertirlo en ficción bajo el nombre de “Juan Deza”.
A todos estos ancianos y ancianas los echo mucho de menos, a cada uno en sí mismo y al “conjunto”: la gente de edad no suele decir tonterías, o no tiene tiempo para ellas.
Cuenta cosas interesantes sin caer en “batallitas”, al menos los inteligentes, y cuantos he mencionado lo eran.
Al igual que Ferlosio, no acostumbraban a darse pisto, por utilizar una expresión antigua, y además sabían escuchar las cuitas y perplejidades.
Están Marisol Benet, hermana mayor de Juan, activa y despierta a sus 94 o 95 años, y mi divertidísima tía Tina o Gloria, que ya ha cumplido 93.
Pocas son, en comparación con la abundancia de tiempos pasados. Por eso me alegra enormemente haber hecho nueva amistad (aún tenue y solamente epistolar) con una anciana inglesa de 91, que resulta ser la viuda de uno de mis actores predilectos, Rex Harrison. Murió en 1990, así que, dada la desmemoria del mundo, no lo conocerán las generaciones jóvenes.
O quizá sí, gracias a su papel más famoso, el del Profesor Henry Higgins de My Fair Lady.
Puede que algunos lo recuerden como el Julio César de Cleopatra o como el Papa guerrero Julio II de El tormento y el éxtasis, con Charlton Heston enfrente interpretando a Miguel Ángel.
Los cinéfilos no habrán olvidado su mirada sagaz en la extraordinaria Mujeres en Venecia, de Mankiewicz.
Pero para mí es sobre todo el Capitán Daniel Gregg de otra película de Mankiewicz, de 1947, que su director miraba con condescendencia y que a mí me parece una obra maestra, El fantasma y la señora Muir.
Le dediqué un largo artículo hace mucho, es quizá la película por la que siento más debilidad, y cada vez que me piden listas de mis favoritas la incluyo, aunque reconozca que hay decenas de ellas objetivamente mejores.
Así que descubrir hace poco, por la amable mediación de Joana Maria Vives, que su viuda, Lady Mercia Harrison, no sólo me leía y preguntaba por alguno de mis personajes, sino que le hacía ilusión tener dedicado un libro mío, me supuso un regalo, si no del cielo, sí del viejo fantasma que me conmueve cada vez que lo veo, el Capitán Gregg.
No pude por menos de enviarle a Ginebra, donde Lady Mercia vive, un ejemplar en inglés del volumen que contiene aquel antiquísimo artículo sobre El fantasma y la señora Muir, junto con unas letras.
La viuda, que fue la sexta mujer de Rex Harrison y es grandísima lectora y apasionada de la ópera, me contestó con gracia y con un instantáneo cariño que no he hecho nada para merecer.
Me correspondió con un librito de citas varias escogidas por Rex Harrison, me quiso hacer llegar una tarta de nueces y miel, y en una de sus notas manuscritas me contó lo siguiente: una tarde, estando ella y Rex Harrison de gira teatral, Lady Mercia (que aún no era Lady, puesto que su marido no fue nombrado Sir hasta un año antes de su muerte) entró en la habitación y se encontró a “RH” —así se refiere a él— con lágrimas en los ojos ante la televisión, que emitía en aquellos momentos El fantasma y la señora Muir.
Rex Harrison le dijo: “Esta no estaba mal. De hecho, estaba muy bien”. Y añadía Lady Mercia: “RH era una persona extremadamente tímida y dolorosamente autocrítica, así que para mí fue inaudito que saliera este comentario de él.
Pero, como era ambivalente respecto a los elogios, no sé cómo habría aceptado la generosa opinión que usted tiene de su talento”.
Rex Harrison, que había estado casado con la actriz Kay Kendall (elegante y graciosa, muerta joven de leucemia) y con la también actriz Lilli Palmer (protagonista de otra película por la que siento debilidad, Espía por mandato, con William Holden), se desposó con Mercia Tinker a los 70 años, luego hubo de ver la obra maestra de Mankiewicz en televisión con más edad.
Quiero creer que lo que hizo que se le saltaran las lágrimas no fue verse en blanco y negro con treinta y tantos años menos y en una
Yo soy incapaz de verla sin una permanente sonrisa en los labios y un permanente nudo en la garganta, y a medida que me hago mayor más me cuesta soportar el nudo.
No saben cuán contento me pone tener entre mis amistades recientes a una nueva anciana, lectora, generosa, lista, afectuosa, y que además es la viuda de mi queridísimo fantasma el Capitán Daniel Gregg.
Yo soy incapaz de verla sin una permanente sonrisa en los labios y un permanente nudo en la garganta, y a medida que me hago mayor más me cuesta soportar el nudo. No saben cuán contento me pone tener entre mis amistades recientes a una nueva anciana, lectora, generosa, lista, afectuosa, y que además es la viuda de mi queridísimo fantasma el Capitán Daniel Gregg.