Siempre quiso ser pintor y hasta quiso ganarse la vida como retratista, pero a sus escasos clientes no solía gustarles el resultado final.
Gauguin siempre quiso ser pintor y hasta quiso ganarse la vida como
retratista, pero a sus escasos clientes no solía gustarles el resultado
final: aquellos retratos eran demasiado extraños para las modas del
momento.
A Gauguin no le interesaba mostrar la clase social o la personalidad de los modelos; ni siquiera sus relaciones familiares o los salones de sus casas.
Prefería situarlos en lugares a veces algo distópicos, en tanto imaginados ideales y experimentados hostiles igual que su Tahití; fondos ausentes; inesperados por chirriantes o sombríos; objetos acumulados como bodegones raros, flores a destiempo; ofrendas a dioses cristianos y paganos sin jerarquías, dependiendo del estado de ánimo o del relato imaginado para agradar a París.
París perseguía a Gauguin, seguramente porque para ser retratista era preciso triunfar allí.
En la exposición universal de 1889 se tropezaba con la reproducción de los poblados de las “gentes primitivas” y en los Campos de Marte nacía ese sueño con aspiraciones chatas, ficciones coloniales a medida del público parisino.
Tal vez por eso, víctima de la fascinación colonialista y de sus trampas, Gauguin elegía Tahití, entonces poco más que una excursión por las afueras de París.
El propio Gauguin describe a los franceses de las colonias y él mismo es percibido a su llegada como un blanco; el heredero de Pierre Loti y esas historias desde lo exótico que Gauguin leyó antes de emprender el trayecto.
Salía de viaje con una imagen preconcebida: la que París esperaba y Gauguin aspiraba a vender en París, según se deduce en las cartas a los amigos.
Es la razón por la cual sus cuadros son bellos y previsibles, superficiales incluso; lo que todos aspiraban a ver en su llegada a Tahití.
La estrategia para triunfar en París, pues Gauguin conoció los secretos de Tahití mucho más de lo que los desveló en sus pinturas.
Frente a las escenas convencionales desde lo exótico sus retratos se siguen perfilando como parte de un universo más oscuro y personal, a pesar de que nunca llegara a triunfar como retratista. Los pintó en Bretaña en su primer viaje tras la infancia de la humanidad perdida y en Tahití, sumido en sus clichés.
Los pintaría en sus últimos años, asediado por las enfermedades y las deudas.
Fueron los retratos de las mujeres perplejas, de las campesinas bretonas, del amigo Van Gogh, los autorretratos… Estos últimos, poderosos y contradictorios, hablan de un juego de travestimientos rebeldes que se sitúan en la antípodas de los actuales selfis, también atrapados en las ficciones desde lo exótico:
los autorretratos de Gauguin nunca aspiraban a la complacencia.
A primeros de octubre se podrán ver en la National Gallery de Londres y para la ocasión Gauguin se pondrá, quizás, el extraño gorro ruso de su conocido autorretrato con fondo rojo. Otro excéntrico en Charing Cross.
A Gauguin no le interesaba mostrar la clase social o la personalidad de los modelos; ni siquiera sus relaciones familiares o los salones de sus casas.
Prefería situarlos en lugares a veces algo distópicos, en tanto imaginados ideales y experimentados hostiles igual que su Tahití; fondos ausentes; inesperados por chirriantes o sombríos; objetos acumulados como bodegones raros, flores a destiempo; ofrendas a dioses cristianos y paganos sin jerarquías, dependiendo del estado de ánimo o del relato imaginado para agradar a París.
París perseguía a Gauguin, seguramente porque para ser retratista era preciso triunfar allí.
En la exposición universal de 1889 se tropezaba con la reproducción de los poblados de las “gentes primitivas” y en los Campos de Marte nacía ese sueño con aspiraciones chatas, ficciones coloniales a medida del público parisino.
Tal vez por eso, víctima de la fascinación colonialista y de sus trampas, Gauguin elegía Tahití, entonces poco más que una excursión por las afueras de París.
El propio Gauguin describe a los franceses de las colonias y él mismo es percibido a su llegada como un blanco; el heredero de Pierre Loti y esas historias desde lo exótico que Gauguin leyó antes de emprender el trayecto.
Salía de viaje con una imagen preconcebida: la que París esperaba y Gauguin aspiraba a vender en París, según se deduce en las cartas a los amigos.
Es la razón por la cual sus cuadros son bellos y previsibles, superficiales incluso; lo que todos aspiraban a ver en su llegada a Tahití.
La estrategia para triunfar en París, pues Gauguin conoció los secretos de Tahití mucho más de lo que los desveló en sus pinturas.
Frente a las escenas convencionales desde lo exótico sus retratos se siguen perfilando como parte de un universo más oscuro y personal, a pesar de que nunca llegara a triunfar como retratista. Los pintó en Bretaña en su primer viaje tras la infancia de la humanidad perdida y en Tahití, sumido en sus clichés.
Los pintaría en sus últimos años, asediado por las enfermedades y las deudas.
Fueron los retratos de las mujeres perplejas, de las campesinas bretonas, del amigo Van Gogh, los autorretratos… Estos últimos, poderosos y contradictorios, hablan de un juego de travestimientos rebeldes que se sitúan en la antípodas de los actuales selfis, también atrapados en las ficciones desde lo exótico:
los autorretratos de Gauguin nunca aspiraban a la complacencia.
A primeros de octubre se podrán ver en la National Gallery de Londres y para la ocasión Gauguin se pondrá, quizás, el extraño gorro ruso de su conocido autorretrato con fondo rojo. Otro excéntrico en Charing Cross.
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