Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

23 jun 2019

Rembrandt van ­Rijn

Hijo de un molinero de Leiden y nacido en 1609, Rembrandt van ­Rijn había vivido lo suficiente para ver cómo en 1648 la Corona española reconocía la independencia de los Países Bajos tras una guerra de 80 años y asedios míticos como los de Breda o Maastricht. 
Aunque las relaciones que siguieron a la paz de Westfalia estuvieron marcadas en el siglo XVII por el pragmatismo habitual en los grandes comerciantes, la liberación de las Provincias Unidas fue utilizada por el nacionalismo del XIX para señalar el momento fundacional de la república liderada por Guillermo de Orange.

Una experta del Museo del Prado y otra del Rijksmuseum de Ámsterdam revisan el cuadro de Rembrandt 'Los síndicos' esta semana en la pinacoteca madrileña. Ampliar foto
Una experta del Museo del Prado y otra del Rijksmuseum de Ámsterdam revisan el cuadro de Rembrandt 'Los síndicos' esta semana en la pinacoteca madrileña.
¿Cuáles han sido los grandes logros de los Países Bajos? En 1886, en plena efervescencia de los nacionalismos, el escritor neerlandés Conrad Busken Huet escribió una historia cultural de Holanda en tres tomos para tratar de responder a esa pregunta.
 Su respuesta se redujo, finalmente, a dos cosas, una isla indonesia y un cuadro: Java y Los síndicos, es decir, el imperio colonial y la pintura de Rembrandt.
 Desde el próximo martes, ese cuadro podrá verse en el Museo del Prado dentro de la exposición Velázquez, Rembrandt, Vermeer. Miradas afines
El lienzo, cuyo título completo es Los oficiales del gremio de pañeros de Áms­terdam, retrata a los encargados de controlar la calidad de las cotizadísimas telas fabricadas en la ciudad, generalmente de colores azul y negro.
El martes pasado, la brigada de montadores del Prado se encargó de sacarlo de la caja roja de madera que lo había traído en un camión desde el Rijksmuseum y de colgarlo en el destino que tendrá hasta el próximo 29 de septiembre.
 La operación, que culminó cuando los focos iluminaron a los seis sorprendidos protagonistas de la escena, se prolongó durante tres horas, en las que hubo tiempo para colgar un vermeer, un velázquez y otros dos rembrandts; entre ellos, su famoso autorretrato vestido como san Pablo y la efigie de su hijo Tito con hábito de franciscano.
 Antes de que siete operarios colocaran el cuadro en una ceremonia salpicada con jerga de quirófano y prosa de carpintería, dos expertas del museo madrileño y una del holandés repasaron con sendas linternas los 191,5 × 279 centímetros de una tela que su autor firmó ostentosamente en el ángulo superior derecho en 1662. Tenía 53 años, le quedaban 7 de vida y había conseguido a duras penas sobreponerse a la bancarrota.
Retrato de un orfebre Werner van den Valckert 1617
Francisco Pacheco Diego Velázquez h.1620

Demócrito Hendrick ter Brugghen 1628
Demócrito José de Ribera 1630
El propósito era subrayar lo que ­diferenciaba a Holanda del resto de Europa en general y de España en par­ticular. 
Y el arte era un terreno perfecto para ser usado como supuesto reflejo de caracteres colectivos asociados al clima, la religión o la lengua.
 Nacían las naciones y, de su mano, las escuelas nacionales de pintura. 
Para ello había que obviar, por supuesto, la buena reputación de los holandeses en Castilla, las relaciones comerciales de Cádiz con Ámsterdam, los dos embajadores de los Países Bajos que vivían en Madrid, los trabajos de Murillo para clientes neerlandeses afincados en Sevilla o los encargos del conde de Peñaranda a Gerard ter Borch. 
Por no hablar de la labor en la corte de los Austria de un pintor de Utrecht como Antonio Moro, la alegoría de la fe romana pintada por Vermeer o la cantidad de católicos que seguían viviendo en Holanda tras una guerra de independencia que se vendió parcialmente como guerra de religión: dos de los síndicos del cuadro de Rembrandt lo eran; entre ellos, el más anciano, ­Jacob van Loon, sentado el primero por la izquierda.

Bodegón con alcachofas, flores y recipientes de vidrio Juan Van der Hamen y León 1627
Vasco chino con flores, conchas e insectos Balthasar van der Ast 1628

La propaganda hispana empleó parecidos reflejos nacionalistas para satisfacción de escritores viajeros y buscadores de exotismo y de color local. 
Pese a que, por un tiempo, la obra de El Greco llegó a repartirse en el Museo del Prado entre las salas de pintura española y las de pintura italiana, el artista de Creta formado en Venecia fue, contra cualquier evidencia, convertido durante décadas en representante de todo lo que no era: castellano y místico.
Hace tiempo que la historiografía matizó la teoría de las escuelas nacionales, pero esta sigue pesando mucho en el imaginario popular.
 Y en la mera organización de las colecciones. 
“Nos resistimos a admitir para el Barroco el internacionalismo que admitimos, por ejemplo, para las vanguardias”, dice Alejandro Vergara, jefe de conservación de Pintura Flamenca y Escuelas del Norte del Prado, mientras pasea por la exposición de la que es comisario.
 “Por supuesto que no niego que las naciones existan, incluso concedo que puede ser emocionante ver un cuadro con la bandera al hombro, pero el arte no responde a las fronteras a pesar de que la pintura se haya usado políticamente para confeccionar relatos que inciden en nuestras vidas.
 Las estampas y los tratados circu­laban de norte a sur y de este a oeste. 
Tampoco niego que existan las diferencias, solo digo que se han exagerado. 
Existía una cultura pictórica paneuropea. Contra lo que se ha afirmado con frecuencia, ni Velázquez, ni Vermeer, ni Rembrandt, ni otros pintores de la época expresaron en sus cuadros la esencia de sus naciones.
 Ni lo español, ni lo holandés, ni la raza.
 Expresaron su propio talento y unos ideales estéticos que compartían con una comunidad supranacional de artistas”.
Mujer tocando la cítara Jan Steen h.1662
Cuatro figuras en un escalón Bartolomé Esteban Murillo h.1655-60
Por eso —“contra prejuicios muy arraigados en nuestra educación”—ha montado una muestra que incide en las afinidades y no en las diferencias.
 Por eso la ha abierto con una sección dedicada a la moda del siglo XVII tal y como aparece en los cuadros del momento.
 El color negro —popularizado como señal de buen gusto desde la corte española, que lo tomó de los duques de Borgoña— fue adoptado con fervor en Holanda hasta el punto de convertirse en un reto para los mejores retratistas, siempre obsesionados por los matices.
 Por eso, en fin, se detiene en las versiones de Demócrito que pintaron con dos años de diferencia (1628 y 1630) Hendrick ter Bruggen y José de Ribera.
 Ambos asimilaron en Italia la lección realista de Caravaggio y la exportaron a sus respectivos países.
 Del primero aprendieron Rembrandt y Vermeer; del segundo, Velázquez y Zurbarán.
Vergara, no obstante, advierte de que hablar de pintura “realista” en el caso de esos autores tiene algo de abuso terminológico. “Realismo es, de nuevo, un término del XIX”, explica. “En el XVII se hablaba de estilo natural o de la naturaleza. Aunque valga para entendernos”. 
En España y Holanda se seguía pintando a la manera realista cuando en Italia —el gran referente para cualquier comparación cuando se trataba de arte— Caravaggio ya había pasado de moda y tanto allí como en Francia se imponía el clasicismo, Poussin y Guido Reni.
 Los que hoy nos parecen los barrocos más modernos —Velázquez, Rembrandt— siguieron en su día un camino anacrónico según la ortodoxia del gusto dominante, que empezaba a encumbrar por toda Europa las batallas y escenas de caza de alguien como Philips Wouwerman, cuya pálida pervivencia en la memoria popular lo dice casi todo.
Mujer bañandose en un arroyo Rembrand Van Rijn h.1654
Marte Diego Velázquez h.1638
Pese a defender con firmeza el argumento de la afinidad, Alejandro Vergara expresa dos reparos.
 Uno tiene que ver con la tendencia a considerar que un pintor es bueno porque nos resulta actual: “¿Y si el valor de una obra fuese justamente no que se acerca a nosotros, sino que nos lleva lejos?”. 
Alguien que ha pagado cara la factura del presentismo de la cultura actual es su estimado Rubens.
 El pintor de Amberes —del que el Prado atesora 90 obras— no está presente en la muestra por motivos obvios —los protagonistas son los Países Bajos del norte, no los del sur; la actual Holanda, no la actual Bélgica—, pero además el maestro flamenco del color y la carne siempre supuso un problema estético para sus vecinos septentrionales.
 “La historiografía tradicional insistía en que ellos eran más sobrios que nadie, pero solo hay que mirar sin prejuicios estos bodegones para apreciar lo mucho que tienen en común”, afirma el comisario, señalando las tres paredes de las que cuelgan piezas de Zurbarán, Saenredam o Pieter Steenwijck.
El otro reparo de Vergara es un aviso contra sí mismo. 
“Esta exposición tiene un relato, claro, pero eso no debe entorpecer la visión de la pintura como pintura. 
Aquí hay cuadros maravillosos, obras maestras de la historia del arte. 
No son ilustraciones de ninguna idea”, insiste mientras —entre las 72 obras de la muestra— señala “prodigios” como la textura de un cuello de lechuguilla en un greco, la mezcla de distancia y hondura de los síndicos sorprendidos por el espectador mientras trabajan —“recuerda a Las meninas”—, el turbante del san Pablo de Rembrandt —volúmenes y trazos irreproducibles en una foto—; la asimetría de La callejuela, de Vermeer; el autorretrato de Carel Fabritius —­popularizado por la novela de Donna Tartt El jilguero­—, el Job de Jan Lievens —“equiparable a Rembrandt en su primera época”— ­­o el torrente de óleo sobre el que parece sentarse el Marte de Velázquez: 
“De eso va esto.
 Como decían los expresionistas abstractos, se trata de que la pintura sea más interesante fuera que dentro del tubo.
 La conmoción que produce la experiencia real de mirar un cuadro es algo irrepetible que no puede sustituirse por el efecto que producen exposiciones inmersivas con música o con 3D, sobre Van Gogh o sobre Pink Floyd.
 Por supuesto que estas también son interesantes, pero es algo que no debería perderse”.



Velázquez, Rembrandt, Vermeer. Pintores sin fronteras

El Museo del Prado presenta 72 obras de artistas holandeses y españoles para, lejos del tradicional nacionalismo historiográfico, subrayar lo que tienen en común los grandes maestros del Barroco.

 
Una experta del Museo del Prado y otra del Rijksmuseum de Ámsterdam revisan el cuadro de Rembrandt 'Los síndicos' esta semana en la pinacoteca madrileña. 
Una experta del Museo del Prado y otra del Rijksmuseum de Ámsterdam revisan el cuadro de Rembrandt 'Los síndicos' esta semana en la pinacoteca madrileña.
¿Cuáles han sido los grandes logros de los Países Bajos? En 1886, en plena efervescencia de los nacionalismos, el escritor neerlandés Conrad Busken Huet escribió una historia cultural de Holanda en tres tomos para tratar de responder a esa pregunta.
 Su respuesta se redujo, finalmente, a dos cosas, una isla indonesia y un cuadro: Java y Los síndicos, es decir, el imperio colonial y la pintura de Rembrandt. 
Desde el próximo martes, ese cuadro podrá verse en el Museo del Prado dentro de la exposición Velázquez, Rembrandt, Vermeer. Miradas afines.
 El lienzo, cuyo título completo es Los oficiales del gremio de pañeros de Áms­terdam, retrata a los encargados de controlar la calidad de las cotizadísimas telas fabricadas en la ciudad, generalmente de colores azul y negro.
 El martes pasado, la brigada de montadores del Prado se encargó de sacarlo de la caja roja de madera que lo había traído en un camión desde el Rijksmuseum y de colgarlo en el destino que tendrá hasta el próximo 29 de septiembre.
 La operación, que culminó cuando los focos iluminaron a los seis sorprendidos protagonistas de la escena, se prolongó durante tres horas, en las que hubo tiempo para colgar un vermeer, un velázquez y otros dos rembrandts; entre ellos, su famoso autorretrato vestido como san Pablo y la efigie de su hijo Tito con hábito de franciscano. 
Antes de que siete operarios colocaran el cuadro en una ceremonia salpicada con jerga de quirófano y prosa de carpintería, dos expertas del museo madrileño y una del holandés repasaron con sendas linternas los 191,5 × 279 centímetros de una tela que su autor firmó ostentosamente en el ángulo superior derecho en 1662. Tenía 53 años, le quedaban 7 de vida y había conseguido a duras penas sobreponerse a la bancarrota.

Una experta del Museo del Prado y otra del Rijksmuseum de Ámsterdam revisan el cuadro de Rembrandt 'Los síndicos' esta semana en la pinacoteca madrileña. Ampliar foto
Una experta del Museo del Prado y otra del Rijksmuseum de Ámsterdam revisan el cuadro de Rembrandt 'Los síndicos' esta semana en la pinacoteca madrileña.
¿Cuáles han sido los grandes logros de los Países Bajos? En 1886, en plena efervescencia de los nacionalismos, el escritor neerlandés Conrad Busken Huet escribió una historia cultural de Holanda en tres tomos para tratar de responder a esa pregunta. Su respuesta se redujo, finalmente, a dos cosas, una isla indonesia y un cuadro: Java y Los síndicos, es decir, el imperio colonial y la pintura de Rembrandt. Desde el próximo martes, ese cuadro podrá verse en el Museo del Prado dentro de la exposición Velázquez, Rembrandt, Vermeer. Miradas afines. El lienzo, cuyo título completo es Los oficiales del gremio de pañeros de Áms­terdam, retrata a los encargados de controlar la calidad de las cotizadísimas telas fabricadas en la ciudad, generalmente de colores azul y negro.
El martes pasado, la brigada de montadores del Prado se encargó de sacarlo de la caja roja de madera que lo había traído en un camión desde el Rijksmuseum y de colgarlo en el destino que tendrá hasta el próximo 29 de septiembre. La operación, que culminó cuando los focos iluminaron a los seis sorprendidos protagonistas de la escena, se prolongó durante tres horas, en las que hubo tiempo para colgar un vermeer, un velázquez y otros dos rembrandts; entre ellos, su famoso autorretrato vestido como san Pablo y la efigie de su hijo Tito con hábito de franciscano. Antes de que siete operarios colocaran el cuadro en una ceremonia salpicada con jerga de quirófano y prosa de carpintería, dos expertas del museo madrileño y una del holandés repasaron con sendas linternas los 191,5 × 279 centímetros de una tela que su autor firmó ostentosamente en el ángulo superior derecho en 1662. Tenía 53 años, le quedaban 7 de vida y había conseguido a duras penas sobreponerse a la bancarrota.

 

 

El regreso de los hijos olvidados del barón Thyssen

La decisión de Francesca de establecer en Madrid su fundación devuelve a la actualidad a su singular familia.

Francesca Thyssen, Borja Thyssen y Blanca Cuesta en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid el 26 de febrero de 2019.
Francesca Thyssen, Borja Thyssen y Blanca Cuesta en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid el 26 de febrero de 2019. GTRESONLINE

 

Más que un artículo, esta pieza corre el riesgo de resultar un árbol genealógico.
 Pero hablar de los herederos de Hans Heinrich von Thyssen-Bornemisza supone casi una reconstrucción del Imperio Austrohúngaro y aledaños. 
Si este anduviera vigente, sus cinco hijos naturales y adoptivos camparían por sus dominios en Croacia, Bohemia, Hungría, Galitzia, Eslovenia, Dalmacia, Lodomeria, Austria…
 La mayoría radica en Suiza. Pero algunos, aparte de los descendientes de la rama de Carmen Cervera, por razones obvias, han elegido España y concretamente Madrid como parte de su base.
No hace mucho supimos que Francesca (Lausana, 61 años) había decidido hacer de la capital una de las sedes de su fundación artística-ecológico-filantrópica —no necesariamente en ese orden - y que nombraba a Carlos Urroz su director.
 Apuntaba alto para la Thyssen Bornemisza Art Contemporary (TBA21), cuyo camino comenzó en Viena. 
Elegir a Urroz supone fichar en la élite del arte.
 Ha permanecido como director de ARCO los últimos nueve años y probablemente sea de las personas que más dominan los contactos del mundillo a nivel internacional.

Más que un artículo, esta pieza corre el riesgo de resultar un árbol genealógico. Pero hablar de los herederos de Hans Heinrich von Thyssen-Bornemisza supone casi una reconstrucción del Imperio Austrohúngaro y aledaños. 
Si este anduviera vigente, sus cinco hijos naturales y adoptivos camparían por sus dominios en Croacia, Bohemia, Hungría, Galitzia, Eslovenia, Dalmacia, Lodomeria, Austria…
 La mayoría radica en Suiza. Pero algunos, aparte de los descendientes de la rama de Carmen Cervera, por razones obvias, han elegido España y concretamente Madrid como parte de su base.
No hace mucho supimos que Francesca (Lausana, 61 años) había decidido hacer de la capital una de las sedes de su fundación artística-ecológico-filantrópica —no necesariamente en ese orden - y que nombraba a Carlos Urroz su director. Apuntaba alto para la Thyssen Bornemisza Art Contemporary (TBA21), cuyo camino comenzó en Viena. 
Elegir a Urroz supone fichar en la élite del arte.
 Ha permanecido como director de ARCO los últimos nueve años y probablemente sea de las personas que más dominan los contactos del mundillo a nivel internacional.
 Queda salir de dudas respecto a por qué Madrid. ¿Se debe a que realmente Francesca cree que la ciudad representa hoy el equivalente a lo que fue Berlín a comienzos del siglo XXI en términos de creatividad, tendencias, frescura y talento?
 ¿O por hacer que Carmen Cervera, la última esposa de su padre, sienta su aliento cerca? Sobre lo primero, esperemos que el impulso en ese sentido que le ha dado a la ciudad la etapa como alcaldesa de Manuela Carmena no quede sustituido por un largo letargo a manos de las derechas avivadas por Vox.
 Sobre lo segundo, a nadie se le oculta que entre la hija del barón y Tita existe una cordial enemistad, pese a que Francesca sea la única descendiente de los Thyssen con plaza en el patronato del museo.

 Habría que pensar que ambos factores han influido en la decisión de Francesca. Uno, objetivo. Otro, quizás, más visceral. 
Todo suma.
 El caso es que la segunda hija en la escala de sucesión del barón, nacida de su tercer matrimonio con la modelo Fiona Frances Elaine Campbell-Walter, ha tenido una vida agitada.
 Pasó de ser antaño musa de habituales crápulas como Iggy Pop, vivió sus etapas de desenfreno junto a una fugaz carrera como actriz y modelo en Londres para desembarcar después en un presente de aliento a las vanguardias.
Los barones Thyssen, Carmen Cervera y Hans Heinrich Thyssen-Bornemisza (en el centro), con sus hijos Borja (izquierda) y Alexander (derecha) en la inauguración de la exposición 
Los barones Thyssen, Carmen Cervera y Hans Heinrich Thyssen-Bornemisza (en el centro), con sus hijos Borja (izquierda) y Alexander (derecha) en la inauguración de la exposición EFE
La TBA21 ha organizado este año su primera exposición en colaboración con el museo donde se exhibe de manera permanente la colección de su padre. 
Y vendrán muchas más. Cada año en el contexto de Arco después de 16 años sin intentar una colaboración conjunta de su fundación con el museo.
 La iniciativa de sinergia animará el panorama artístico madrileño. La primera llevaba por título Purple, una videoinstalación del artista y cineasta británico John Akomfrah. 
El nivel de participantes será estelar. Francesca colabora habitualmente con figuras como Marina Abramovic o Olafur Eliasson.

Pero además de eso, intentará crear conciencia ecológica, algo de lo que también se encargará su hija Leonor, de 25, que va a trabajar en la fundación, ha sido también modelo, como su madre, y ha figurado entre las it girl con más foco entre la aristocracia, una clase desde hace siglos precursora de ese fenómeno posmoderno. Ambas son declaradas admiradoras de Greta Thunberg, la líder ecologista adolescente sueca y proclaman su devoción y entrega a los océanos.
Junto a ellas no se esperan más desembarcos de las otras familias Thyssen.
 Georg Heinrich (Lugano, 1950), el primogénito, único vástago del primer matrimonio del barón con Teresa de Lippe, bastante tiene con dirigir los destinos de la principal corporación familiar, el Thyssen-Bornemisza Groupe (TBG). 
Es el brazo de inversión financiera con el apellido de la familia como marca dentro de un conglomerado que comenzó dentro del mundo del acero y hoy cuenta con intereses en ámbitos que van del petróleo a la cultura.
Fiona Thyssen-Bornemisza con su hijo Lorne en Saint Moritz, en 1968, en una foto para 'Vogue'. 
Fiona Thyssen-Bornemisza con su hijo Lorne en Saint Moritz, en 1968, en una foto para 'Vogue'. Getty Images
Lorne, 55 años, hermano de Francesca, llevaba todas las papeletas para convertirse en la oveja negra.
 De hecho se ha quedado con el mérito de ser uno de los más extravagantes. Al contrario de la afición de su hermana por las vanguardias rompedoras, Lorne ama las antigüedades, pero también es actor y productor de cine. 
Financia su coleccionismo con el dinero que gana como petrolero y hace años se convirtió al Islam cuando estuvo a punto de caer desde un ascensor en un rascacielos de la Quinta Avenida en Nueva York. Un cable lo impidió.
 Pero Lorne le dio más importancia a que llevaba un ejemplar del Corán bajo el brazo.
 Wilfried Alexander es el más discreto. Hijo de Liane Denise Shorto, cuarta esposa de Heindrich y descendiente de una familia de banqueros brasileña, nació en 1974.
 Con 10 años debió sufrir un verdadero trauma ya que el divorcio de sus padres fue la comidilla de la prensa carnívora británica y eso marca. 
A no ser que te llames Borja Thyssen, su último heredero adoptado, y campes por las portadas del corazón como por propio tu cortijo.

Leonard Cohen - Leaving The Table (Traducida)