14 abr 2019
El monstruo disperso...................................Juan José Millás
EN ESTA ORQUESTA los instrumentos musicales parecen patas de saltamontes, antenas de mariposas, abdómenes de escarabajos… La batuta del director podría ser un fásmido mimetizado en palo para no llamar la atención entre tanta madera.
Si juntáramos los cuerpos de todas las personas que vemos en la imagen para construir con ellos un solo intérprete, y la de los contrabajos, violas, arpas, etcétera, para obtener un instrumento único, alumbraríamos un híbrido curioso.
Imagínense un rostro formado por la agregación de esa multitud de narices, ojos, bocas, orejas, cabelleras; un aparato circulatorio compuesto por la suma de los corazones y arterias de los 60 o 70 artistas fotografiados; un aparato locomotor que reuniera la musculatura repartida entre esa cantidad de piernas y de brazos;
un alma resultante de la agregación de las diferentes sensibilidades artísticas.
Imaginen el producto final puesto al servicio de un extrañísimo artefacto sinfónico capaz de resumir la cuerda, el viento, la percusión…
Una orquesta es un monstruo fraccionado que opera sin embargo como un solo individuo: sus partes están sincronizadas como las alas y la cola de un ave al elevarse.
La orquesta, sin moverse del sitio, vuela hacia el final de la partitura.
Ignoramos si son los instrumentos los que manipulan a los músicos o al revés, pero del mismo modo que cada uno de nosotros sabe dónde acaban sus manos aun con los ojos cerrados, el arco del violín sabe dónde termina él y comienza el del contrabajo.
La orquesta, misteriosamente, posee la percepción que un cuerpo tiene de sí mismo.
La costumbre del ciego...........................................Rosa Montero.
En un naufragio en el canal de Sicilia apareció el cadáver de un niño de
14 años con algo duro cosido a la chaqueta. Eran sus calificaciones
escolares.
YA SE SABE que la Red otorga a las noticias una vida cíclica e
infinita, lo cual puede ser una ventaja o un castigo.
En esta ocasión, el agitado océano de Internet ha llevado hasta mi ordenador una historia sobrecogedora.
Y de mares se trata, precisamente; de olas enemigas que arrastran cadáveres.
Acabo de leer, porque me lo han reenviado, un reportaje de Darío Menor en el diario Ideal (búsquenlo, es muy bello: basta con teclear “La forense que trata… Ideal”). Se publicó el 20 de enero, pero el texto está teniendo una segunda vida.
Darío, corresponsal en Roma, habla de un libro que ha publicado una forense italiana, Cristina Cattaneo, que se dedica a intentar descubrir la identidad de los inmigrantes ahogados en el canal de Sicilia, para poder honrar a los muertos con la dignidad de sus nombres, cuando menos.
. Este meticuloso empeño ya es en sí mismo muy conmovedor, pero el interés de la noticia queda eclipsado por el protagonismo de uno de los casos que cuenta la forense.
Fue durante un naufragio en abril de 2015, una de las catástrofes mayores, porque murieron más de mil personas.
Quinientas veintiocho víctimas llegaron a las manos de Cattaneo y su equipo, y entre ellas estaba el cuerpecito desmedrado de un niño de Malí de 14 años vestido con chaqueta, chaleco, camisa y vaqueros.
Al levantar el liviano cadáver advirtieron que llevaba algo pesado y duro cuidadosamente cosido en la chaqueta.
Era un pequeño taco de papeles: sus boletines de notas escolares. Matemáticas, física… Todo con magníficas calificaciones, por supuesto.
Cuando decidió emprender el épico, aterrador, quizá suicida viaje de más de 3.000 kilómetros hacia la Tierra Prometida, este chaval de Malí sólo llevó consigo ese tesoro: la prueba de su esfuerzo y su rendimiento escolar, la demostración de que era un chico bueno y aplicado.
Quizá pensó que esos boletines valían más que un pasaporte.
Puede que hasta imaginara que, al ver sus impecables notas, las autoridades de la rica Tierra Prometida incluso le ayudarían a seguir estudiando.
Se ahogó con su esperanza amorosamente cosida al pecho.
Es uno de los casos más sobrecogedores que conozco de fe en la educación y en el valor del conocimiento.
Recuerdo ahora a la gran Malala, a la que los talibanes metieron un tiro en la cabeza por reclamar su derecho al estudio.
Por seguir empeñada en ir a la escuela. “El lápiz es más poderoso que la espada”, dijo Malala ante la ONU, parafraseando al autor inglés Edward Bulwer-Lytton.
Sí, la educación y el conocimiento son piedras angulares de la cultura occidental, y las democracias se llenan la boca de grandes proclamas en defensa de ello.
Pero parece que no todos los lápices valen lo mismo; o quizá son más fuertes que la espada, pero no que el dinero.
La historia del buen estudiante de Malí ya se convirtió en viral en Italia hace algún tiempo, y ahora lleva camino de hacer lo mismo en nuestro país y quién sabe si en el mundo entero.
Porque tiene un filo de autenticidad y de inmediatez que nos acongoja.
Si estudias, serás recompensado; si te aplicas, te irá bien. Reconocemos esas palabras mentirosas, esas promesas imposibles en la inocente credulidad del niño de Malí.
Es como si todos le hubiéramos engañado.
Embotados como estamos ante el horror constante (es una instintiva defensa psicológica), no podemos ni pensar en los miles de inmigrantes y de refugiados muertos, en los desplazados, en los desaparecidos.
Niños, ancianos, hombres y mujeres.
Una marea negra de ahogados anónimos llamando a las puertas del castillo europeo.
Sólo en casos así, tan personalizados, tan elocuentes, se activan nuestras neuronas espejo y podemos volver a sentir al otro y recordar su tragedia.
A veces tengo la sensación de que la verdadera vida sólo llega a atisbarse en los rincones, en las menudencias, en un movimiento apenas intuido por el rabillo del ojo, en un destello que se cuela por una fisura.
Nuestro buen estudiante de Malí es ese repentino chispazo.
Murió hace cuatro años y ahora su fulgor nos deslumbra.
Pero enseguida volverá a apagarse porque, por desgracia, creo que hemos tirado la toalla.
No sabemos cómo arreglar el infierno y preferimos adquirir la costumbre del ciego.
En esta ocasión, el agitado océano de Internet ha llevado hasta mi ordenador una historia sobrecogedora.
Y de mares se trata, precisamente; de olas enemigas que arrastran cadáveres.
Acabo de leer, porque me lo han reenviado, un reportaje de Darío Menor en el diario Ideal (búsquenlo, es muy bello: basta con teclear “La forense que trata… Ideal”). Se publicó el 20 de enero, pero el texto está teniendo una segunda vida.
Darío, corresponsal en Roma, habla de un libro que ha publicado una forense italiana, Cristina Cattaneo, que se dedica a intentar descubrir la identidad de los inmigrantes ahogados en el canal de Sicilia, para poder honrar a los muertos con la dignidad de sus nombres, cuando menos.
. Este meticuloso empeño ya es en sí mismo muy conmovedor, pero el interés de la noticia queda eclipsado por el protagonismo de uno de los casos que cuenta la forense.
Fue durante un naufragio en abril de 2015, una de las catástrofes mayores, porque murieron más de mil personas.
Quinientas veintiocho víctimas llegaron a las manos de Cattaneo y su equipo, y entre ellas estaba el cuerpecito desmedrado de un niño de Malí de 14 años vestido con chaqueta, chaleco, camisa y vaqueros.
Al levantar el liviano cadáver advirtieron que llevaba algo pesado y duro cuidadosamente cosido en la chaqueta.
Era un pequeño taco de papeles: sus boletines de notas escolares. Matemáticas, física… Todo con magníficas calificaciones, por supuesto.
Cuando decidió emprender el épico, aterrador, quizá suicida viaje de más de 3.000 kilómetros hacia la Tierra Prometida, este chaval de Malí sólo llevó consigo ese tesoro: la prueba de su esfuerzo y su rendimiento escolar, la demostración de que era un chico bueno y aplicado.
Quizá pensó que esos boletines valían más que un pasaporte.
Puede que hasta imaginara que, al ver sus impecables notas, las autoridades de la rica Tierra Prometida incluso le ayudarían a seguir estudiando.
Se ahogó con su esperanza amorosamente cosida al pecho.
Es uno de los casos más sobrecogedores que conozco de fe en la educación y en el valor del conocimiento.
Recuerdo ahora a la gran Malala, a la que los talibanes metieron un tiro en la cabeza por reclamar su derecho al estudio.
Por seguir empeñada en ir a la escuela. “El lápiz es más poderoso que la espada”, dijo Malala ante la ONU, parafraseando al autor inglés Edward Bulwer-Lytton.
Sí, la educación y el conocimiento son piedras angulares de la cultura occidental, y las democracias se llenan la boca de grandes proclamas en defensa de ello.
Pero parece que no todos los lápices valen lo mismo; o quizá son más fuertes que la espada, pero no que el dinero.
La historia del buen estudiante de Malí ya se convirtió en viral en Italia hace algún tiempo, y ahora lleva camino de hacer lo mismo en nuestro país y quién sabe si en el mundo entero.
Porque tiene un filo de autenticidad y de inmediatez que nos acongoja.
Si estudias, serás recompensado; si te aplicas, te irá bien. Reconocemos esas palabras mentirosas, esas promesas imposibles en la inocente credulidad del niño de Malí.
Es como si todos le hubiéramos engañado.
Embotados como estamos ante el horror constante (es una instintiva defensa psicológica), no podemos ni pensar en los miles de inmigrantes y de refugiados muertos, en los desplazados, en los desaparecidos.
Niños, ancianos, hombres y mujeres.
Una marea negra de ahogados anónimos llamando a las puertas del castillo europeo.
Sólo en casos así, tan personalizados, tan elocuentes, se activan nuestras neuronas espejo y podemos volver a sentir al otro y recordar su tragedia.
A veces tengo la sensación de que la verdadera vida sólo llega a atisbarse en los rincones, en las menudencias, en un movimiento apenas intuido por el rabillo del ojo, en un destello que se cuela por una fisura.
Nuestro buen estudiante de Malí es ese repentino chispazo.
Murió hace cuatro años y ahora su fulgor nos deslumbra.
Pero enseguida volverá a apagarse porque, por desgracia, creo que hemos tirado la toalla.
No sabemos cómo arreglar el infierno y preferimos adquirir la costumbre del ciego.
Disimulados actos de soberbia..........................Javier Marías
Con su petición de perdón al Rey, Obrador ha demostrado ser un demagogo.
Pensar que las naciones no varían es tan elemental que da miedo.
YA NO SÉ LAS VECES que he escrito sobre la estúpida moda de los
perdones vicarios y en diferido, pero creo que la primera fue en 1995, y
por extenso.
Es decir, como mínimo llevamos veinticuatro años de variadas tabarras, que, lejos de remitir, van en aumento.
Como la realidad es repetitiva, machacona y pesadísima, en ocasiones no nos queda más remedio, a quienes publicamos en prensa, que imitarla y resultar reiterativos, aunque no nos guste.
El asunto se ha puesto de actualidad de nuevo a raíz de la solicitud del Presidente de México, Obrador, de una petición de perdón formal a su país por parte del Rey Felipe VI y —se sobreentiende— de los españoles en general.
Hace mucho contó Fernando Savater que, durante sus frecuentes estancias en México, cuando alguien le echaba en cara los “crímenes de sus antepasados”, él solía responder al acusador: “Serán de los antepasados de usted, porque los míos no se movieron de España ni pisaron este continente, así que difícilmente pudieron dañar a ningún indígena.
Es en cambio probable que los suyos sí abusaran de ellos.
Haga sus pesquisas y pídales cuentas en la tumba, si procede”. O algo por el estilo.
Obrador ha demostrado ser muy tonto o un demagogo o ambas cosas.
No menos tontas y demagógicas han sido muchas de las histéricas reacciones habidas entre los políticos españoles, la mayoría individuos tan lacios y faltos de personalidad que han de recurrir a los chillidos para compensar (sin éxito) su grisura.
“Una afrenta”, exclamó Casado el Torpe.
“Un insulto”, agregó Abascal el Jinete Desequilibrado. “Gran Obrador, nosotros repararíamos a las incontables víctimas de España”, aplaudió Unidas Podemas o como se llame ahora ese partido.
Todo muy melodramático, casi operístico, para lo que no deja de ser una bobada que quizá debería haberse dejado caer en el vacío.
A nadie se le ocurriría exigirle a un lejano descendiente de Jack el Destripador (si supiéramos quién fue) que pidiera perdón por los desventramientos de su tatarabuelo.
Ni siquiera se les ha exigido tal cosa a los nietos de Franco, que andan por aquí a mano y no se han cambiado el apellido, y eso que su abuelo mató a mansalva.
Todos estamos de acuerdo, cuando se trata de personas, en que los descendientes de un criminal no son ni pueden ser culpables de nada.
(Tampoco los padres de un violador o un asesino, y dan mucha pena esos progenitores que de tanto en tanto aparecen en televisión abochornados por el delito cometido por un vástago suyo.)
Todos aceptamos, por suerte, que uno sólo es responsable de sus propios actos y que, por recordar la cita bíblica, no es nunca “el guardián de su hermano”.
Se entiende mal, así pues, que en cambio se siga considerando culpables a los países o a las razas de las atrocidades llevadas a cabo, hace siglos o decenios —tanto da—, por compatriotas remotos o gente antediluviana de color parecido, que nada tienen que ver con nosotros.
Pensar que las instituciones y las naciones no varían, que son eternas e idénticas a lo largo del tiempo, es tan elemental, tan rudimentario, que da miedo ver a buena parte de la población mundial creyendo esas supersticiones.
Ni “España” ni “Francia” ni “México” ni “Rusia” son abstracciones inmutables.
Tampoco “la Iglesia” ni “la Corona” ni “la República”. Lo que entendemos por “Francia” tiene mil caras: la del Rey Sol y la de Luis XVI (guillotinado), la de la Revolución y la del Reinado del Terror, la de Napoleón y la de la Comuna, la colaboracionista con los nazis y la de la Resistencia, la de Argelia y la actual.
“Rusia” ha sido la de los zares durante siglos, la del bolchevismo, la de Stalin con sus matanzas, la soviética tiránica, la de Gorbachov y la del camarada Putin.
¿Habría de pedir perdón este último por los desmanes de los zares? ¿Macron por el despotismo de los Reyes o por las enloquecidas decapitaciones? No es ya que no deban, es que tampoco pueden.
Pedir perdón en nombre de otros es un disimulado acto de soberbia, por mucho que seamos sus “herederos”.
Lo que alguien hizo, bueno o malo, sólo a él pertenece. Los vivos no somos quiénes para atribuírnoslo (lo bueno) ni para enmendarlo y penar por ello (lo malo).
Aún menos para “repararlo”.
Para los asesinados no hay reparación posible, ni para los esclavizados. Sus supuestos descendientes no han padecido lo mismo, o sólo muy indirectamente.
A quienes se dañó ya no hay modo de compensarlos, ni a quienes sufrieron injusticia.
Ocurrió (lleva ocurriendo la historia entera), y los únicos culpables también están muertos, ya no es posible castigarlos.
Extender las culpas indefinidamente en el tiempo, a los individuos “similares”, a los países o a las instituciones, es una vacuidad oportunista y peligrosa.
Y quienes se avienen a pedir perdón (sean la Iglesia, Alemania, Francia o España) demuestran ser unos arrogantes. Tan arrogantes como si el Estado español actual se atribuyera la grandeza de Cervantes y Velázquez o el italiano la de Leonardo y Dante.
Cada cual hace lo que hace, y nadie más debe reclamar para sí el mérito o el demérito, la proeza o la tropelía.
No son nuestros.
Es decir, como mínimo llevamos veinticuatro años de variadas tabarras, que, lejos de remitir, van en aumento.
Como la realidad es repetitiva, machacona y pesadísima, en ocasiones no nos queda más remedio, a quienes publicamos en prensa, que imitarla y resultar reiterativos, aunque no nos guste.
El asunto se ha puesto de actualidad de nuevo a raíz de la solicitud del Presidente de México, Obrador, de una petición de perdón formal a su país por parte del Rey Felipe VI y —se sobreentiende— de los españoles en general.
Hace mucho contó Fernando Savater que, durante sus frecuentes estancias en México, cuando alguien le echaba en cara los “crímenes de sus antepasados”, él solía responder al acusador: “Serán de los antepasados de usted, porque los míos no se movieron de España ni pisaron este continente, así que difícilmente pudieron dañar a ningún indígena.
Es en cambio probable que los suyos sí abusaran de ellos.
Haga sus pesquisas y pídales cuentas en la tumba, si procede”. O algo por el estilo.
Obrador ha demostrado ser muy tonto o un demagogo o ambas cosas.
No menos tontas y demagógicas han sido muchas de las histéricas reacciones habidas entre los políticos españoles, la mayoría individuos tan lacios y faltos de personalidad que han de recurrir a los chillidos para compensar (sin éxito) su grisura.
“Una afrenta”, exclamó Casado el Torpe.
“Un insulto”, agregó Abascal el Jinete Desequilibrado. “Gran Obrador, nosotros repararíamos a las incontables víctimas de España”, aplaudió Unidas Podemas o como se llame ahora ese partido.
Todo muy melodramático, casi operístico, para lo que no deja de ser una bobada que quizá debería haberse dejado caer en el vacío.
A nadie se le ocurriría exigirle a un lejano descendiente de Jack el Destripador (si supiéramos quién fue) que pidiera perdón por los desventramientos de su tatarabuelo.
Ni siquiera se les ha exigido tal cosa a los nietos de Franco, que andan por aquí a mano y no se han cambiado el apellido, y eso que su abuelo mató a mansalva.
Todos estamos de acuerdo, cuando se trata de personas, en que los descendientes de un criminal no son ni pueden ser culpables de nada.
(Tampoco los padres de un violador o un asesino, y dan mucha pena esos progenitores que de tanto en tanto aparecen en televisión abochornados por el delito cometido por un vástago suyo.)
Todos aceptamos, por suerte, que uno sólo es responsable de sus propios actos y que, por recordar la cita bíblica, no es nunca “el guardián de su hermano”.
Se entiende mal, así pues, que en cambio se siga considerando culpables a los países o a las razas de las atrocidades llevadas a cabo, hace siglos o decenios —tanto da—, por compatriotas remotos o gente antediluviana de color parecido, que nada tienen que ver con nosotros.
Pensar que las instituciones y las naciones no varían, que son eternas e idénticas a lo largo del tiempo, es tan elemental, tan rudimentario, que da miedo ver a buena parte de la población mundial creyendo esas supersticiones.
Ni “España” ni “Francia” ni “México” ni “Rusia” son abstracciones inmutables.
Tampoco “la Iglesia” ni “la Corona” ni “la República”. Lo que entendemos por “Francia” tiene mil caras: la del Rey Sol y la de Luis XVI (guillotinado), la de la Revolución y la del Reinado del Terror, la de Napoleón y la de la Comuna, la colaboracionista con los nazis y la de la Resistencia, la de Argelia y la actual.
“Rusia” ha sido la de los zares durante siglos, la del bolchevismo, la de Stalin con sus matanzas, la soviética tiránica, la de Gorbachov y la del camarada Putin.
¿Habría de pedir perdón este último por los desmanes de los zares? ¿Macron por el despotismo de los Reyes o por las enloquecidas decapitaciones? No es ya que no deban, es que tampoco pueden.
Pedir perdón en nombre de otros es un disimulado acto de soberbia, por mucho que seamos sus “herederos”.
Lo que alguien hizo, bueno o malo, sólo a él pertenece. Los vivos no somos quiénes para atribuírnoslo (lo bueno) ni para enmendarlo y penar por ello (lo malo).
Aún menos para “repararlo”.
Para los asesinados no hay reparación posible, ni para los esclavizados. Sus supuestos descendientes no han padecido lo mismo, o sólo muy indirectamente.
A quienes se dañó ya no hay modo de compensarlos, ni a quienes sufrieron injusticia.
Ocurrió (lleva ocurriendo la historia entera), y los únicos culpables también están muertos, ya no es posible castigarlos.
Extender las culpas indefinidamente en el tiempo, a los individuos “similares”, a los países o a las instituciones, es una vacuidad oportunista y peligrosa.
Y quienes se avienen a pedir perdón (sean la Iglesia, Alemania, Francia o España) demuestran ser unos arrogantes. Tan arrogantes como si el Estado español actual se atribuyera la grandeza de Cervantes y Velázquez o el italiano la de Leonardo y Dante.
Cada cual hace lo que hace, y nadie más debe reclamar para sí el mérito o el demérito, la proeza o la tropelía.
No son nuestros.
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