En esta ocasión, el agitado océano de Internet ha llevado hasta mi ordenador una historia sobrecogedora.
Y de mares se trata, precisamente; de olas enemigas que arrastran cadáveres.
Acabo de leer, porque me lo han reenviado, un reportaje de Darío Menor en el diario Ideal (búsquenlo, es muy bello: basta con teclear “La forense que trata… Ideal”). Se publicó el 20 de enero, pero el texto está teniendo una segunda vida.
Darío, corresponsal en Roma, habla de un libro que ha publicado una forense italiana, Cristina Cattaneo, que se dedica a intentar descubrir la identidad de los inmigrantes ahogados en el canal de Sicilia, para poder honrar a los muertos con la dignidad de sus nombres, cuando menos.
. Este meticuloso empeño ya es en sí mismo muy conmovedor, pero el interés de la noticia queda eclipsado por el protagonismo de uno de los casos que cuenta la forense.
Fue durante un naufragio en abril de 2015, una de las catástrofes mayores, porque murieron más de mil personas.
Quinientas veintiocho víctimas llegaron a las manos de Cattaneo y su equipo, y entre ellas estaba el cuerpecito desmedrado de un niño de Malí de 14 años vestido con chaqueta, chaleco, camisa y vaqueros.
Al levantar el liviano cadáver advirtieron que llevaba algo pesado y duro cuidadosamente cosido en la chaqueta.
Era un pequeño taco de papeles: sus boletines de notas escolares. Matemáticas, física… Todo con magníficas calificaciones, por supuesto.
Cuando decidió emprender el épico, aterrador, quizá suicida viaje de más de 3.000 kilómetros hacia la Tierra Prometida, este chaval de Malí sólo llevó consigo ese tesoro: la prueba de su esfuerzo y su rendimiento escolar, la demostración de que era un chico bueno y aplicado.
Quizá pensó que esos boletines valían más que un pasaporte.
Puede que hasta imaginara que, al ver sus impecables notas, las autoridades de la rica Tierra Prometida incluso le ayudarían a seguir estudiando.
Se ahogó con su esperanza amorosamente cosida al pecho.
Es uno de los casos más sobrecogedores que conozco de fe en la educación y en el valor del conocimiento.
Recuerdo ahora a la gran Malala, a la que los talibanes metieron un tiro en la cabeza por reclamar su derecho al estudio.
Por seguir empeñada en ir a la escuela. “El lápiz es más poderoso que la espada”, dijo Malala ante la ONU, parafraseando al autor inglés Edward Bulwer-Lytton.
Sí, la educación y el conocimiento son piedras angulares de la cultura occidental, y las democracias se llenan la boca de grandes proclamas en defensa de ello.
Pero parece que no todos los lápices valen lo mismo; o quizá son más fuertes que la espada, pero no que el dinero.
La historia del buen estudiante de Malí ya se convirtió en viral en Italia hace algún tiempo, y ahora lleva camino de hacer lo mismo en nuestro país y quién sabe si en el mundo entero.
Porque tiene un filo de autenticidad y de inmediatez que nos acongoja.
Si estudias, serás recompensado; si te aplicas, te irá bien. Reconocemos esas palabras mentirosas, esas promesas imposibles en la inocente credulidad del niño de Malí.
Es como si todos le hubiéramos engañado.
Embotados como estamos ante el horror constante (es una instintiva defensa psicológica), no podemos ni pensar en los miles de inmigrantes y de refugiados muertos, en los desplazados, en los desaparecidos.
Niños, ancianos, hombres y mujeres.
Una marea negra de ahogados anónimos llamando a las puertas del castillo europeo.
Sólo en casos así, tan personalizados, tan elocuentes, se activan nuestras neuronas espejo y podemos volver a sentir al otro y recordar su tragedia.
A veces tengo la sensación de que la verdadera vida sólo llega a atisbarse en los rincones, en las menudencias, en un movimiento apenas intuido por el rabillo del ojo, en un destello que se cuela por una fisura.
Nuestro buen estudiante de Malí es ese repentino chispazo.
Murió hace cuatro años y ahora su fulgor nos deslumbra.
Pero enseguida volverá a apagarse porque, por desgracia, creo que hemos tirado la toalla.
No sabemos cómo arreglar el infierno y preferimos adquirir la costumbre del ciego.
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