EN ESTA ORQUESTA los instrumentos musicales parecen patas de
saltamontes, antenas de mariposas, abdómenes de escarabajos… La batuta
del director podría ser un fásmido mimetizado en palo para no llamar la
atención entre tanta madera. Si juntáramos los cuerpos de todas las
personas que vemos en la imagen para construir con ellos un solo
intérprete, y la de los contrabajos, violas, arpas, etcétera, para
obtener un instrumento único, alumbraríamos un híbrido curioso. Imagínense un rostro formado por la agregación de esa multitud de
narices, ojos, bocas, orejas, cabelleras; un aparato circulatorio
compuesto por la suma de los corazones y arterias de los 60 o 70
artistas fotografiados; un aparato locomotor que reuniera la musculatura
repartida entre esa cantidad de piernas y de brazos; un alma resultante de la agregación de las diferentes sensibilidades
artísticas. Imaginen el producto final puesto al servicio de un
extrañísimo artefacto sinfónico capaz de resumir la cuerda, el viento,
la percusión… Una orquesta es un monstruo fraccionado que opera sin embargo como un
solo individuo: sus partes están sincronizadas como las alas y la cola
de un ave al elevarse. La orquesta, sin moverse del sitio, vuela hacia
el final de la partitura. Ignoramos si son los instrumentos los que
manipulan a los músicos o al revés, pero del mismo modo que cada uno de
nosotros sabe dónde acaban sus manos aun con los ojos cerrados, el arco
del violín sabe dónde termina él y comienza el del contrabajo. La
orquesta, misteriosamente, posee la percepción que un cuerpo tiene de sí
mismo.
En un naufragio en el canal de Sicilia apareció el cadáver de un niño de
14 años con algo duro cosido a la chaqueta. Eran sus calificaciones
escolares.
YA SE SABE que la Red otorga a las noticias una vida cíclica e
infinita, lo cual puede ser una ventaja o un castigo. En esta ocasión,
el agitado océano de Internet ha llevado hasta mi ordenador una historia
sobrecogedora. Y de mares se trata, precisamente; de olas enemigas que
arrastran cadáveres. Acabo de leer, porque me lo han reenviado, un reportaje de Darío Menor en el diario Ideal (búsquenlo,
es muy bello: basta con teclear “La forense que trata… Ideal”). Se
publicó el 20 de enero, pero el texto está teniendo una segunda vida.
Darío, corresponsal en Roma, habla de un libro que ha publicado una
forense italiana, Cristina Cattaneo, que se dedica a intentar descubrir
la identidad de los inmigrantes ahogados en el canal de Sicilia, para
poder honrar a los muertos con la dignidad de sus nombres, cuando menos. . Este meticuloso empeño ya es en sí mismo muy conmovedor, pero el
interés de la noticia queda eclipsado por el protagonismo de uno de los
casos que cuenta la forense. Fue durante un naufragio en abril de 2015,
una de las catástrofes mayores, porque murieron más de mil personas. Quinientas veintiocho víctimas llegaron a las manos de Cattaneo y su
equipo, y entre ellas estaba el cuerpecito desmedrado de un niño de Malí
de 14 años vestido con chaqueta, chaleco, camisa y vaqueros. Al
levantar el liviano cadáver advirtieron que llevaba algo pesado y duro
cuidadosamente cosido en la chaqueta. Era un pequeño taco de papeles:
sus boletines de notas escolares. Matemáticas, física… Todo con
magníficas calificaciones, por supuesto. Cuando decidió emprender el épico, aterrador, quizá suicida viaje
de más de 3.000 kilómetros hacia la Tierra Prometida, este chaval de
Malí sólo llevó consigo ese tesoro: la prueba de su esfuerzo y su
rendimiento escolar, la demostración de que era un chico bueno y
aplicado. Quizá pensó que esos boletines valían más que un pasaporte. Puede que hasta imaginara que, al ver sus impecables notas, las
autoridades de la rica Tierra Prometida incluso le ayudarían a seguir
estudiando. Se ahogó con su esperanza amorosamente cosida al pecho. Es uno de los casos más sobrecogedores que conozco de fe en la educación y en el valor del conocimiento. Recuerdo ahora a la gran Malala,
a la que los talibanes metieron un tiro en la cabeza por reclamar su
derecho al estudio. Por seguir empeñada en ir a la escuela. “El lápiz es
más poderoso que la espada”, dijo Malala ante la ONU, parafraseando al
autor inglés Edward Bulwer-Lytton. Sí, la educación y el conocimiento
son piedras angulares de la cultura occidental, y las democracias se
llenan la boca de grandes proclamas en defensa de ello. Pero parece que
no todos los lápices valen lo mismo; o quizá son más fuertes que la
espada, pero no que el dinero.
La historia del buen estudiante de Malí ya se convirtió en viral en
Italia hace algún tiempo, y ahora lleva camino de hacer lo mismo en
nuestro país y quién sabe si en el mundo entero. Porque tiene un filo de
autenticidad y de inmediatez que nos acongoja. Si estudias, serás
recompensado; si te aplicas, te irá bien. Reconocemos esas palabras
mentirosas, esas promesas imposibles en la inocente credulidad del niño
de Malí. Es como si todos le hubiéramos engañado.
Embotados como estamos ante el horror constante (es una instintiva
defensa psicológica), no podemos ni pensar en los miles de inmigrantes y
de refugiados muertos, en los desplazados, en los desaparecidos. Niños,
ancianos, hombres y mujeres. Una marea negra de ahogados anónimos
llamando a las puertas del castillo europeo. Sólo en casos así, tan
personalizados, tan elocuentes, se activan nuestras neuronas espejo y
podemos volver a sentir al otro y recordar su tragedia. A veces tengo la
sensación de que la verdadera vida sólo llega a atisbarse en los
rincones, en las menudencias, en un movimiento apenas intuido por el
rabillo del ojo, en un destello que se cuela por una fisura. Nuestro buen estudiante de Malí es ese repentino chispazo. Murió hace
cuatro años y ahora su fulgor nos deslumbra. Pero enseguida volverá a
apagarse porque, por desgracia, creo que hemos tirado la toalla. No
sabemos cómo arreglar el infierno y preferimos adquirir la costumbre del
ciego.
Con su petición de perdón al Rey, Obrador ha demostrado ser un demagogo.
Pensar que las naciones no varían es tan elemental que da miedo.
YA NO SÉ LAS VECES que he escrito sobre la estúpida moda de los
perdones vicarios y en diferido, pero creo que la primera fue en 1995, y
por extenso. Es decir, como mínimo llevamos veinticuatro años de
variadas tabarras, que, lejos de remitir, van en aumento. Como la
realidad es repetitiva, machacona y pesadísima, en ocasiones no nos
queda más remedio, a quienes publicamos en prensa, que imitarla y
resultar reiterativos, aunque no nos guste. El asunto se ha puesto de
actualidad de nuevo a raíz de la solicitud del Presidente de México,
Obrador, de una petición de perdón formal a su país
por parte del Rey Felipe VI y —se sobreentiende— de los españoles en
general. Hace mucho contó Fernando Savater que, durante sus frecuentes
estancias en México, cuando alguien le echaba en cara los “crímenes de
sus antepasados”, él solía responder al acusador: “Serán de los antepasados de usted, porque los míos no se movieron de
España ni pisaron este continente, así que difícilmente pudieron dañar a
ningún indígena. Es en cambio probable que los suyos sí abusaran de
ellos. Haga sus pesquisas y pídales cuentas en la tumba, si procede”. O
algo por el estilo.
Obrador ha demostrado ser muy tonto o un demagogo o ambas cosas. No
menos tontas y demagógicas han sido muchas de las histéricas reacciones
habidas entre los políticos españoles, la mayoría individuos tan lacios y
faltos de personalidad que han de recurrir a los chillidos para
compensar (sin éxito) su grisura. “Una afrenta”, exclamó Casado el
Torpe. “Un insulto”, agregó Abascal el Jinete Desequilibrado. “Gran
Obrador, nosotros repararíamos a las incontables víctimas de España”,
aplaudió Unidas Podemas
o como se llame ahora ese partido. Todo muy melodramático, casi
operístico, para lo que no deja de ser una bobada que quizá debería
haberse dejado caer en el vacío. A nadie se le ocurriría exigirle a un lejano descendiente de Jack el
Destripador (si supiéramos quién fue) que pidiera perdón por los
desventramientos de su tatarabuelo. Ni siquiera se les ha exigido tal
cosa a los nietos de Franco, que andan por aquí a mano y no se han
cambiado el apellido, y eso que su abuelo mató a mansalva. Todos estamos
de acuerdo, cuando se trata de personas, en que los descendientes de un
criminal no son ni pueden ser culpables de nada. (Tampoco los padres de
un violador o un asesino, y dan mucha pena esos progenitores que de
tanto en tanto aparecen en televisión abochornados por el delito
cometido por un vástago suyo.) Todos aceptamos, por suerte, que uno sólo
es responsable de sus propios actos y que, por recordar la cita
bíblica, no es nunca “el guardián de su hermano”. Se entiende mal, así
pues, que en cambio se siga considerando culpables a los países o a las
razas de las atrocidades llevadas a cabo, hace siglos o decenios —tanto
da—, por compatriotas remotos o gente antediluviana de color parecido,
que nada tienen que ver con nosotros.
Pensar que las instituciones y las naciones no varían, que son
eternas e idénticas a lo largo del tiempo, es tan elemental, tan
rudimentario, que da miedo ver a buena parte de la población mundial
creyendo esas supersticiones. Ni “España” ni “Francia” ni “México” ni
“Rusia” son abstracciones inmutables. Tampoco “la Iglesia” ni “la
Corona” ni “la República”. Lo que entendemos por “Francia” tiene mil
caras: la del Rey Sol y la de Luis XVI (guillotinado), la de la
Revolución y la del Reinado del Terror, la de Napoleón y la de la
Comuna, la colaboracionista con los nazis y la de la Resistencia, la de
Argelia y la actual. “Rusia” ha sido la de los zares durante siglos, la
del bolchevismo, la de Stalin con sus matanzas,
la soviética tiránica, la de Gorbachov y la del camarada Putin. ¿Habría
de pedir perdón este último por los desmanes de los zares? ¿Macron por
el despotismo de los Reyes o por las enloquecidas decapitaciones? No es
ya que no deban, es que tampoco pueden.
Pedir perdón en nombre de otros es un disimulado acto de soberbia,
por mucho que seamos sus “herederos”. Lo que alguien hizo, bueno o malo,
sólo a él pertenece. Los vivos no somos quiénes para atribuírnoslo (lo
bueno) ni para enmendarlo y penar por ello (lo malo). Aún menos para “repararlo”. Para los asesinados no hay reparación
posible, ni para los esclavizados. Sus supuestos descendientes no han
padecido lo mismo, o sólo muy indirectamente. A quienes se dañó ya no
hay modo de compensarlos, ni a quienes sufrieron injusticia. Ocurrió
(lleva ocurriendo la historia entera), y los únicos culpables también
están muertos, ya no es posible castigarlos. Extender las culpas
indefinidamente en el tiempo, a los individuos “similares”, a los países
o a las instituciones, es una vacuidad oportunista y peligrosa. Y
quienes se avienen a pedir perdón (sean la Iglesia, Alemania, Francia o
España) demuestran ser unos arrogantes. Tan arrogantes como si el Estado
español actual se atribuyera la grandeza de Cervantes y Velázquez o el
italiano la de Leonardo y Dante. Cada cual hace lo que hace, y nadie más
debe reclamar para sí el mérito o el demérito, la proeza o la tropelía. No son nuestros.
La relevancia que se le conceda a RTVE está conectada íntimamente con la salud democrática.
Desde la izquierda, Pedro Sánchez, Pablo Casado, Albert Rivera, Pablo Iglesias y Santiago Abascal.Que haya paz: en el televisivo debate a cinco acordado como momento
estrella de esta campaña electoral no habrá que usar el lenguaje
inclusivo. Por mucho que Podemos se haya rebautizado con el femenino del
plural aún sabemos distinguir cuándo el componente femenino está
ausente del panel, aunque es posible que una parte cada vez más numerosa
de la ciudadanía sea sensible a esa ausencia. Cinco-varones-cinco
enfrentándose por el poder, y por lo que llevamos oído en la campaña ya
observamos que no quieren rebajar los tópicos que adornan a su género.
Ha sonado varias veces la palabra “cobarde” para definir al
contrincante. Cobarde ha sido, tradicionalmente, el peor insulto con el
que se podía calificar a un hombre, aunque por fortuna va quedándose patetiquillo,
perdiendo prestigio en la medida en que se reconoce la fortaleza
femenina, virtud que conjuga mejor con la prudencia, la valoración de
riesgos innecesarios y una resistencia que, sin duda, puede considerarse
valentía de fondo, que nada tiene que ver con la temeridad. Así que lo
que hay que temer de veras es que el debate descienda a esos términos de
descalificación rancia y bajuna.No sé cómo ha vuelto este tono tabernario, pero aquí está, como en
los viejos tiempos, con el “cobarde-gallina” escolar que unos niños
dedicaban a otros para entrenarse en la obligada y trabajosa
masculinidad. Jamás consideré la valentía (concepto discutible) de un
líder para votarlo. Cierto es que la imagen de Suárez sentado en el
Congreso mientras Tejero la emprendía a tiros ha pasado a la historia
como una manera de no rendirse a la brutalidad, pero tampoco considero
cobardes a los que se tiraron al suelo para salvar la vida. Espero de un presidente que sea inteligente, astuto, honesto, educado
siempre, que mantenga el tipo ante la burla, que no se deje arrollar
por esta ola de estupidez que trata de machacar al enemigo a base de
descalificaciones falconianas o injurias. Que defienda los
intereses del pueblo y no los intereses estrechos de su partido. En
realidad, lo que muchos deseamos es que se frene el desmantelamiento de
lo público, que el color verde entre en la agenda social, que caminemos a
una sociedad más igualitaria. No harían falta aspavientos ni
sobreactuaciones. Tal vez defendiendo con convencimiento la justicia
social perdida se consigan más votos que con cálculos electoralistas,
que de tan excesivos pueden resultar torpes. No sé si un debate a cuatro (tíos) hubiera sido más ineficaz que este
debate a cinco que por fin será, por aquello de que el presidente quiere
incidir en la imagen de esa derecha de tres cabezas con la que España
se pudiera levantar el 29 de abril, pero quienes diseñan las tácticas
electorales debieran tener en cuenta a los votantes, que anhelan que se
respeten unos principios ideológicos. Si se diera la circunstancia de
que el presidente tuviera en plena campaña un problema de salud, sería
incongruente verlo salir de un hospital privado, porque quienes lo votan
creen en la promoción y defensa de lo público. Así debiera ser con la
Radiotelevisión Española. Lo que le conviene, por encima de cualquier
estrategia partidista, a un líder socialista es demostrar que cree en
los medios de comunicación públicos, y que basándose en esta creencia
debate en ellos sometiéndose a sus reglas. La relevancia que se le
conceda a RTVE está conectada íntimamente con la salud democrática. Que
hay que mejorarla, lo sabemos todos, dotarla, exigir ecuanimidad, pero
tal vez ningunearla sea colaborar en su decadencia.