D
LA ESCENA sucede en una feria internacional de productos de defensa
(y de ataque, añadiríamos nosotros) en Río de Janeiro.
Las cuatro
personas del primer plano esgrimen en sus manos un arma. Tres de ellas
sostienen además, en diferentes posiciones, un teléfono móvil.
El hombre
de la izquierda del lector, por ejemplo, atiende una llamada mientras
observa el tubo del rifle con una mirada estimativa.
En el extremo de la
derecha, otro hombre manipula un revólver al tiempo de consultar algo
en el teléfono, quizá le acaba de entrar un whatsapp y lo
primero es lo primero.
A su lado vemos a un miembro de la Marina, el que
más nos ha llamado la atención.
Si se fijan, apunta con el arma al
teléfono como si estuviera a punto de disparar sobre él.
Lo que nos
preguntamos es qué ha visto en la pantalla capaz de producirle esa
descarga de agresividad: ¿tal vez una fotografía de sí mismo?
La mujer sin móvil, finalmente, parece calcular las virtudes de una
pieza que le cabría en el bolso, pues es de cañón corto.
Su boca
permanece abierta y sus cejas enarcadas, como si discutiera con el
acero.
Tal vez lo haga: a las armas de fuego les gusta la polémica. Por
otra parte, la gente, antes de pegarse un tiro en la boca, les da
conversación.
No vayas a fallarme, le dicen, o eres lo último que ven
mis ojos: la necesidad de despedirse de algo o alguien, suponemos.
Entre
el cuerpo de la mujer y el del marino se cuela una mano que toma una
pistola del mostrador.
O que la deposita, no podemos saberlo, aunque
tampoco nos interesa, la verdad.
En fin, por resumir: una curiosa escena
de costumbres.
7 abr 2019
Hincar los codos.............................................Rosa Montero
Cuando presenté mi primera novela comprendí que, si quería desarrollar
una carrera profesional, tendría que aprender a hablar en público.
TENGO LA TEORÍA de que los escritores nos dedicamos a escribir, entre
otras cosas, porque no nos gusta hablar públicamente.
He encontrado en muchos colegas ese pudor y esa incomodidad comunicativa, y yo desde luego soy así.
De niña tartamudeaba y me ponía tan nerviosa ante el escrutinio público que era incapaz de afrontar un examen oral.
De joven, ya en la alborotada Universidad de los últimos años del franquismo, no pude ponerme en pie en las asambleas para decir nada porque me temblaban las rodillas y las manos, enrojecía de manera violenta y farfullaba.
Cuando presenté mi primera novela, a los 28 años, sucedió lo mismo.
Hice un penoso papelón con mis balbuceos. Pero ya entonces comprendí que, si quería desarrollar una carrera profesional, tendría que aprender a hablar en público.
Fue premonitorio, porque las promociones literarias se han intensificado de tal modo que hoy los novelistas nos hemos convertido en bustos parlantes.
Ya no basta con escribir un libro, sino que además hay que vocearlo por las esquinas.
Un paradójico sino parlanchín para unas personas que, según creo, detestamos perorar.
El caso es que me puse a ello, a intentar dominar el terror parlante, echando mano de mi arma secreta: una tenacidad de estalactita. Claro que por entonces ni siquiera sabía que la perseverancia laboriosa era un arma tan buena.
Por entonces aún creía en el valor supremo de la brillantez, de la genialidad que percibía en los otros, en algunos otros.
Me llevó bastante tiempo darme cuenta de que la mayoría de los grandes talentos que había visto fulgurar a mi alrededor se habían ido perdiendo en el transcurso de la vida.
Y así aprendí que, en la carrera de la obra (de cualquier obra, de cualquier vocación), son más importantes el tesón, el trabajo y el aprendizaje que el talento sin más.
Mi método fue ponerme en riesgo mil veces participando en actos públicos.
O, lo que es lo mismo, hice el ridículo durante muchos años farfullando frases precipitadas y temblorosas.
Y llegué a la conclusión de que el quid de la buena oratoria es repetirte una y otra vez esta frase hasta creértela: lo que voy a contar les va a interesar.
Parece una perogrullada, pero es muy difícil llegar a sostener por completo esa convicción: lo que voy a contar les va a interesar.
Aún hoy sigo repitiéndomelo como un mantra cada vez que doy una charla.
Décadas después de la horrible presentación de mi primer libro puedo decir con asombro que he aprendido a hablar en público. Incluso parece que soy buena.
Nunca leo, aunque siempre llevo mis notas: son la red de seguridad por si me bloqueo.
El otro día, en la entrega de los Premios Nacionales de Cultura, se nos pidió a Blanca Berasategui y a mí que dijéramos algo en representación de los premiados.
Yo debía soltar un pequeño discurso de cinco minutos, y tanto la brevedad (es difícil decir algo sensato en tan poco tiempo) como la envergadura del evento me tenían de los nervios.
Llegó el momento, hablé y salió bien.
Después del acto se acercó el estupendo Matías Prats, uno de los premiados, y alabó mi capacidad de improvisación. No supe qué responderle.
Porque lo cierto es que había estado pensado en mis palabras durante una semana; luego, el día del premio, escribí el discursito, lo medí de tiempo, lo ajusté, lo ensayé mil veces para hacerlo carne y no tener que leerlo, para poder contarlo con emoción y genuina verdad, no repitiendo las palabras como un loro.
En total tal vez empleé seis horas de trabajo para esos cinco minutos.
Luego hice ejercicios de respiración para tranquilizarme.
Y me tomé un sumial, un betabloqueante, para que no me temblaran la voz ni las ideas.
Todo lo contrario, en suma, a improvisar: sigo teniendo que vencerme en algo que no me gusta.
Y ¿saben qué? No sólo me enorgullezco de que sea así, sino que además me parece profundamente alentador.
Se lo digo a los estudiantes cuando voy a los institutos: ¿tenéis algún sueño, queréis ser dibujantes de cómic o astronautas? Pues emplead toda vuestra voluntad y una infinidad de horas de trabajo. Hincad los codos.
Si yo he conseguido aprender a hablar partiendo de la catástrofe que era, cualquiera puede aprender a hacer cualquier cosa.
He encontrado en muchos colegas ese pudor y esa incomodidad comunicativa, y yo desde luego soy así.
De niña tartamudeaba y me ponía tan nerviosa ante el escrutinio público que era incapaz de afrontar un examen oral.
De joven, ya en la alborotada Universidad de los últimos años del franquismo, no pude ponerme en pie en las asambleas para decir nada porque me temblaban las rodillas y las manos, enrojecía de manera violenta y farfullaba.
Cuando presenté mi primera novela, a los 28 años, sucedió lo mismo.
Hice un penoso papelón con mis balbuceos. Pero ya entonces comprendí que, si quería desarrollar una carrera profesional, tendría que aprender a hablar en público.
Fue premonitorio, porque las promociones literarias se han intensificado de tal modo que hoy los novelistas nos hemos convertido en bustos parlantes.
Ya no basta con escribir un libro, sino que además hay que vocearlo por las esquinas.
Un paradójico sino parlanchín para unas personas que, según creo, detestamos perorar.
El caso es que me puse a ello, a intentar dominar el terror parlante, echando mano de mi arma secreta: una tenacidad de estalactita. Claro que por entonces ni siquiera sabía que la perseverancia laboriosa era un arma tan buena.
Por entonces aún creía en el valor supremo de la brillantez, de la genialidad que percibía en los otros, en algunos otros.
Me llevó bastante tiempo darme cuenta de que la mayoría de los grandes talentos que había visto fulgurar a mi alrededor se habían ido perdiendo en el transcurso de la vida.
Y así aprendí que, en la carrera de la obra (de cualquier obra, de cualquier vocación), son más importantes el tesón, el trabajo y el aprendizaje que el talento sin más.
Mi método fue ponerme en riesgo mil veces participando en actos públicos.
O, lo que es lo mismo, hice el ridículo durante muchos años farfullando frases precipitadas y temblorosas.
Y llegué a la conclusión de que el quid de la buena oratoria es repetirte una y otra vez esta frase hasta creértela: lo que voy a contar les va a interesar.
Parece una perogrullada, pero es muy difícil llegar a sostener por completo esa convicción: lo que voy a contar les va a interesar.
Aún hoy sigo repitiéndomelo como un mantra cada vez que doy una charla.
Décadas después de la horrible presentación de mi primer libro puedo decir con asombro que he aprendido a hablar en público. Incluso parece que soy buena.
Nunca leo, aunque siempre llevo mis notas: son la red de seguridad por si me bloqueo.
El otro día, en la entrega de los Premios Nacionales de Cultura, se nos pidió a Blanca Berasategui y a mí que dijéramos algo en representación de los premiados.
Yo debía soltar un pequeño discurso de cinco minutos, y tanto la brevedad (es difícil decir algo sensato en tan poco tiempo) como la envergadura del evento me tenían de los nervios.
Llegó el momento, hablé y salió bien.
Después del acto se acercó el estupendo Matías Prats, uno de los premiados, y alabó mi capacidad de improvisación. No supe qué responderle.
Porque lo cierto es que había estado pensado en mis palabras durante una semana; luego, el día del premio, escribí el discursito, lo medí de tiempo, lo ajusté, lo ensayé mil veces para hacerlo carne y no tener que leerlo, para poder contarlo con emoción y genuina verdad, no repitiendo las palabras como un loro.
En total tal vez empleé seis horas de trabajo para esos cinco minutos.
Luego hice ejercicios de respiración para tranquilizarme.
Y me tomé un sumial, un betabloqueante, para que no me temblaran la voz ni las ideas.
Todo lo contrario, en suma, a improvisar: sigo teniendo que vencerme en algo que no me gusta.
Y ¿saben qué? No sólo me enorgullezco de que sea así, sino que además me parece profundamente alentador.
Se lo digo a los estudiantes cuando voy a los institutos: ¿tenéis algún sueño, queréis ser dibujantes de cómic o astronautas? Pues emplead toda vuestra voluntad y una infinidad de horas de trabajo. Hincad los codos.
Si yo he conseguido aprender a hablar partiendo de la catástrofe que era, cualquiera puede aprender a hacer cualquier cosa.
¿Será buena persona el cocinero?........................Javier Marías
Sobre los artistas hay un foco y una lupa: hoy se estudian sus
trayectorias de manera exhaustiva, en busca de episodios escandalosos,
condenables y feos.
LA OBRA DE Baretti, de cuyo crimen hablé la semana pasada,
no es la de un grande de la literatura, y su nombre sólo aparece en los
diccionarios italianos e ingleses.
Pero el hecho de que matara a un hombre no ha impedido a nadie acercarse a su Viaje de Londres a Génova y disfrutarlo, desde 1770. Otro tanto sucede con los cuadros de Caravaggio o las esculturas de Cellini, quienes también se llevaron por delante a algún individuo. Se lee Vida de este capitán, de Alonso de Contreras, y eso que ahí él mismo relata su historia desaforada, con unos cuantos homicidios, el primero cometido a los once años, si mal no recuerdo.
Claro que él no era un literato, sino un soldado que dio cuenta de sus andanzas por escrito.
Christopher Marlowe, el coetáneo de Shakespeare y de casi igual talento, fue violento y delictivo hasta que lo acuchillaron a los veintinueve de edad.
Sería penoso que, en función de su turbia biografía, sus extraordinarios dramas fueran proscritos, incluidos Tamerlán el Grande y Doctor Fausto.
De todos estos fantasmas hace ya mucho tiempo.
A menudo se dice —una vieja superstición— que los artistas tienen un lado oscuro, y se los pinta como a seres más bien desagradables o pesadísimos: atormentados, iracundos, histéricos, engreídos, despóticos, abusivos.
Se les suele achacar una vanidad excesiva que a veces los lleva a creerse por encima de las leyes y de las demás personas, y a permitirse actitudes y acciones que a cualquier otro se le reprobarían.
Yo creo que los artistas no se diferencian apenas del resto, de los funcionarios, los zapateros y los relojeros, los profesores, los jueces y los médicos.
El problema es que sobre ellos hay un foco y una lupa: hoy se estudian sus trayectorias de manera exhaustiva, por lo general en busca de aspectos y episodios escandalosos, condenables y feos.
Y cuando se rasca se descubre, desde luego, porque no ha habido mujer ni hombre que hayan pasado por el mundo sin tacha, sin incurrir en alguna indignidad o bajeza a lo largo de sus días.
Lo mismo el escritor que el zapatero, el pintor que el relojero, el juez que el músico.
La cuestión es que nadie se dedica a indagar en la vida de un juez o un relojero.
Durante siglos los artistas eran en realidad artesanos, cuando no menestrales, y hasta sus nombres eran desconocidos, no digamos sus actos.
Plantearse, como pasa ahora, si debemos seguir admirando su arte cuando sabemos que algunos fueron todo menos ejemplares, es tan ridículo como preguntarnos si podemos visitar catedrales o palacios ignorando si fueron buenas personas quienes los planearon y construyeron.
O si nos es lícito contemplar un fresco sin tener ni idea de si quien lo ejecutó fue un rufián o un ciudadano probo.
Tampoco averiguamos las virtudes o vicios del artífice de nuestras ropas o nuestro calzado, ni del chef que ha preparado los platos del restaurante.
Nos los comemos sin más, sin que nos importe nada si el cocinero trata bien a su mujer o es buen padre.
En cambio, con los artistas… Cada cual es muy dueño de reaccionar como le parezca ante lo que sabe.
Hoy hay quienes han decidido no volver a ver películas de Woody Allen, por las sospechas que pesan sobre él —jamás probadas—. Hay emisoras que han desterrado de su programación cualquier canción de Michael Jackson, y admiradores que han destruido sus discos.
Kevin Spacey aún no ha sido declarado culpable por ningún jurado, pero hace tiempo que se lo ha expulsado y vetado en las pantallas.
Uno es libre de ver y oír lo que quiera, por los motivos que sean. Ya he contado otras veces que mi abuela Lola, muy católica, se negaba a ver nada de Chaplin porque se había divorciado muchas veces.
Respeto esas decisiones, naturalmente, pero las entiendo mal.
Una cosa es la persona y otra su obra, que no por fuerza está teñida por las peores pasiones de aquélla.
Tengo una lista mental de individuos a los que nunca estrecharía la mano, por lo que sé de ellos, por lo que han dicho o hecho.
Si viviera, no saludaría a Michael Jackson, quizá, pero no me privo de escuchar sus magníficas canciones.
No me abstengo de ver El pianista o La semilla del diablo, de Polanski, y eso que a él se lo condenó en un juicio.
Rehuiría al antisemita Céline en un hipotético más allá en el que nos juntáramos todos, pero eso no me obliga a mantener cerrado su Viaje al fin de la noche.
Que Heidegger tuviera tentaciones nazis me resultaría engorroso si hubiera de tratarlo, pero no por eso voy a perderme lo que expuso en El ser y el tiempo.
Pero en fin, allá cada cual con sus manías y sus elecciones.
Lo que no es admisible es que se intente borrar de la faz de la tierra —que se trate de impedir que otros elijan— la obra de quienes son o fueron “malos ciudadanos”.
Llegará un día en que Amazon se avergonzará de haber secuestrado A Rainy Day in New York, la última película de Allen, de haberle impuesto la brutal censura de la inexistencia.
No por su contenido, sino por su autoría. Y habrá quienes se avergüencen de haber prohibido a Spacey y a Jackson sin veredicto. Quizá haya que esperar a que haga tanto tiempo de ellos como de Baretti, Caravaggio, Contreras y Marlowe.
Esta época tan “virtuosa” se verá entonces, me temo, como un baldón de intransigencia y precipitada injusticia.
Pero el hecho de que matara a un hombre no ha impedido a nadie acercarse a su Viaje de Londres a Génova y disfrutarlo, desde 1770. Otro tanto sucede con los cuadros de Caravaggio o las esculturas de Cellini, quienes también se llevaron por delante a algún individuo. Se lee Vida de este capitán, de Alonso de Contreras, y eso que ahí él mismo relata su historia desaforada, con unos cuantos homicidios, el primero cometido a los once años, si mal no recuerdo.
Claro que él no era un literato, sino un soldado que dio cuenta de sus andanzas por escrito.
Christopher Marlowe, el coetáneo de Shakespeare y de casi igual talento, fue violento y delictivo hasta que lo acuchillaron a los veintinueve de edad.
Sería penoso que, en función de su turbia biografía, sus extraordinarios dramas fueran proscritos, incluidos Tamerlán el Grande y Doctor Fausto.
De todos estos fantasmas hace ya mucho tiempo.
A menudo se dice —una vieja superstición— que los artistas tienen un lado oscuro, y se los pinta como a seres más bien desagradables o pesadísimos: atormentados, iracundos, histéricos, engreídos, despóticos, abusivos.
Se les suele achacar una vanidad excesiva que a veces los lleva a creerse por encima de las leyes y de las demás personas, y a permitirse actitudes y acciones que a cualquier otro se le reprobarían.
Yo creo que los artistas no se diferencian apenas del resto, de los funcionarios, los zapateros y los relojeros, los profesores, los jueces y los médicos.
El problema es que sobre ellos hay un foco y una lupa: hoy se estudian sus trayectorias de manera exhaustiva, por lo general en busca de aspectos y episodios escandalosos, condenables y feos.
Y cuando se rasca se descubre, desde luego, porque no ha habido mujer ni hombre que hayan pasado por el mundo sin tacha, sin incurrir en alguna indignidad o bajeza a lo largo de sus días.
Lo mismo el escritor que el zapatero, el pintor que el relojero, el juez que el músico.
La cuestión es que nadie se dedica a indagar en la vida de un juez o un relojero.
Durante siglos los artistas eran en realidad artesanos, cuando no menestrales, y hasta sus nombres eran desconocidos, no digamos sus actos.
Plantearse, como pasa ahora, si debemos seguir admirando su arte cuando sabemos que algunos fueron todo menos ejemplares, es tan ridículo como preguntarnos si podemos visitar catedrales o palacios ignorando si fueron buenas personas quienes los planearon y construyeron.
O si nos es lícito contemplar un fresco sin tener ni idea de si quien lo ejecutó fue un rufián o un ciudadano probo.
Tampoco averiguamos las virtudes o vicios del artífice de nuestras ropas o nuestro calzado, ni del chef que ha preparado los platos del restaurante.
Nos los comemos sin más, sin que nos importe nada si el cocinero trata bien a su mujer o es buen padre.
En cambio, con los artistas… Cada cual es muy dueño de reaccionar como le parezca ante lo que sabe.
Hoy hay quienes han decidido no volver a ver películas de Woody Allen, por las sospechas que pesan sobre él —jamás probadas—. Hay emisoras que han desterrado de su programación cualquier canción de Michael Jackson, y admiradores que han destruido sus discos.
Kevin Spacey aún no ha sido declarado culpable por ningún jurado, pero hace tiempo que se lo ha expulsado y vetado en las pantallas.
Uno es libre de ver y oír lo que quiera, por los motivos que sean. Ya he contado otras veces que mi abuela Lola, muy católica, se negaba a ver nada de Chaplin porque se había divorciado muchas veces.
Respeto esas decisiones, naturalmente, pero las entiendo mal.
Una cosa es la persona y otra su obra, que no por fuerza está teñida por las peores pasiones de aquélla.
Tengo una lista mental de individuos a los que nunca estrecharía la mano, por lo que sé de ellos, por lo que han dicho o hecho.
Si viviera, no saludaría a Michael Jackson, quizá, pero no me privo de escuchar sus magníficas canciones.
No me abstengo de ver El pianista o La semilla del diablo, de Polanski, y eso que a él se lo condenó en un juicio.
Rehuiría al antisemita Céline en un hipotético más allá en el que nos juntáramos todos, pero eso no me obliga a mantener cerrado su Viaje al fin de la noche.
Que Heidegger tuviera tentaciones nazis me resultaría engorroso si hubiera de tratarlo, pero no por eso voy a perderme lo que expuso en El ser y el tiempo.
Pero en fin, allá cada cual con sus manías y sus elecciones.
Lo que no es admisible es que se intente borrar de la faz de la tierra —que se trate de impedir que otros elijan— la obra de quienes son o fueron “malos ciudadanos”.
Llegará un día en que Amazon se avergonzará de haber secuestrado A Rainy Day in New York, la última película de Allen, de haberle impuesto la brutal censura de la inexistencia.
No por su contenido, sino por su autoría. Y habrá quienes se avergüencen de haber prohibido a Spacey y a Jackson sin veredicto. Quizá haya que esperar a que haga tanto tiempo de ellos como de Baretti, Caravaggio, Contreras y Marlowe.
Esta época tan “virtuosa” se verá entonces, me temo, como un baldón de intransigencia y precipitada injusticia.
6 abr 2019
¿Por qué son desgraciadas las mujeres sabias?
Fernán Caballero fue en realidad una mujer disfrazada bajo un pseudónimo.
Algunos autores deben lamentar hoy no ser autoras para recibir algo
más de atención en tiempos en que las editoriales buscan eminentemente
voces de mujer ante el tsunami feminista.
Pero a lo largo de la historia fue al contrario: muchas mujeres se vieron obligadas a adoptar pseudónimos masculinos para lograr publicar y abrirse paso en el mundo editorial.
Fue el caso de Cecilia Böhl de Faber y Ruiz de Larrea (1796-1877), que eligió el nombre de Fernán Caballero y con él consiguió convertirse en “el autor español” más traducido y leído en Europa. El crítico José Fernández Montesinos le atribuye el inicio de la novela española contemporánea.
Y no fue precisamente gracias a su padre el impulso que adquirió esta
española hija de alemán y gaditana con una relación complicada que
quedó plasmada en cartas que volaban como balas entre Alemania y España
cuando se separaron.
Él explicaba así las causas:
“Las vejaciones que la suerte me impone por las rarezas de mi mujer.
Si mi mujer ha tenido la inconcebible locura de imaginarse que tal cual es ahora es necesaria para mi felicidad, está atrozmente engañada.
Si no quiere ser otra, ha hecho muy bien en marcharse; cuando ella cambie, cuando se convierta en humilde, dócil, obediente, complaciente y económica, será recibida por mí con los brazos abiertos”
. Lo escribió en 1805, según recoge la biografía escrita por Milagros Fernández Poza para la colección Mujeres en la Historia.
Esa madre que no quiso ser otra, ni dócil, ni obediente, ni económica, por el contrario intentó inculcar en sus hijos e hijas sin distinción el amor a la literatura.
Sobre ello discreparon exmarido y exmujer en un diálogo de sordos que las cartas han reflejado como testimonio del machismo estructurado que intentaba doblegar entonces a la mujer:“La esfera intelectual no se ha hecho para las mujeres”, escribía el padre a su exmujer.
“Dios ha querido que el amor y el sentimiento sean su elemento. ¿Por qué son desgraciadas todas las mujeres sabias? ¿Por qué se las detesta? ¿Por qué se las ridiculiza, por lo menos?
No he encontrado todavía una mujer a quien la más pequeña superioridad intelectual no produzca alguna deficiencia moral.
El día que quemes tus ‘Derechos de la mujer’ será para mí un gran día”.
En carta con fecha de 14 de septiembre de 1806, ella le responde: “Quitándoles a las mujeres la facultad de juzgar por sí, de formarse sus principios y carácter, se las hace esclavas de sus pasiones, y cuando las quieran subordinar a la razón del hombre –como si la razón y el alma tuviesen sexo–, y si aquel hombre destinado a guiarlas no tiene razón… ¿qué harán las pobres entonces?”.
Su madre no quiso ser otra, como le pedía su padre.
Cecilia no fue otra sino otro, al menos de nombre. Un eficaz disfraz en forma de pseudónimo que adoptó para llevar adelante su carrera.
Todo ha cambiado y los estantes hoy están llenos de autoras pero, por fortuna, ningún hombre necesita pseudónimo de mujer.
Pero a lo largo de la historia fue al contrario: muchas mujeres se vieron obligadas a adoptar pseudónimos masculinos para lograr publicar y abrirse paso en el mundo editorial.
Fue el caso de Cecilia Böhl de Faber y Ruiz de Larrea (1796-1877), que eligió el nombre de Fernán Caballero y con él consiguió convertirse en “el autor español” más traducido y leído en Europa. El crítico José Fernández Montesinos le atribuye el inicio de la novela española contemporánea.
'Mujeres en la historia'
La biografía ‘Fernán Caballero’ llega mañana a los quioscos (9,95
euros).
Es la tercera entrega de la colección de EL PAÍS ‘Mujeres en la
historia’, que está también disponible en la web
Recoge la vida de una treintena de mujeres que marcaron un hito.
Él explicaba así las causas:
“Las vejaciones que la suerte me impone por las rarezas de mi mujer.
Si mi mujer ha tenido la inconcebible locura de imaginarse que tal cual es ahora es necesaria para mi felicidad, está atrozmente engañada.
Si no quiere ser otra, ha hecho muy bien en marcharse; cuando ella cambie, cuando se convierta en humilde, dócil, obediente, complaciente y económica, será recibida por mí con los brazos abiertos”
. Lo escribió en 1805, según recoge la biografía escrita por Milagros Fernández Poza para la colección Mujeres en la Historia.
Esa madre que no quiso ser otra, ni dócil, ni obediente, ni económica, por el contrario intentó inculcar en sus hijos e hijas sin distinción el amor a la literatura.
Sobre ello discreparon exmarido y exmujer en un diálogo de sordos que las cartas han reflejado como testimonio del machismo estructurado que intentaba doblegar entonces a la mujer:“La esfera intelectual no se ha hecho para las mujeres”, escribía el padre a su exmujer.
“Dios ha querido que el amor y el sentimiento sean su elemento. ¿Por qué son desgraciadas todas las mujeres sabias? ¿Por qué se las detesta? ¿Por qué se las ridiculiza, por lo menos?
No he encontrado todavía una mujer a quien la más pequeña superioridad intelectual no produzca alguna deficiencia moral.
El día que quemes tus ‘Derechos de la mujer’ será para mí un gran día”.
En carta con fecha de 14 de septiembre de 1806, ella le responde: “Quitándoles a las mujeres la facultad de juzgar por sí, de formarse sus principios y carácter, se las hace esclavas de sus pasiones, y cuando las quieran subordinar a la razón del hombre –como si la razón y el alma tuviesen sexo–, y si aquel hombre destinado a guiarlas no tiene razón… ¿qué harán las pobres entonces?”.
Su madre no quiso ser otra, como le pedía su padre.
Cecilia no fue otra sino otro, al menos de nombre. Un eficaz disfraz en forma de pseudónimo que adoptó para llevar adelante su carrera.
Todo ha cambiado y los estantes hoy están llenos de autoras pero, por fortuna, ningún hombre necesita pseudónimo de mujer.
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