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LA ESCENA sucede en una feria internacional de productos de defensa
(y de ataque, añadiríamos nosotros) en Río de Janeiro.
Las cuatro
personas del primer plano esgrimen en sus manos un arma. Tres de ellas
sostienen además, en diferentes posiciones, un teléfono móvil.
El hombre
de la izquierda del lector, por ejemplo, atiende una llamada mientras
observa el tubo del rifle con una mirada estimativa.
En el extremo de la
derecha, otro hombre manipula un revólver al tiempo de consultar algo
en el teléfono, quizá le acaba de entrar un whatsapp y lo
primero es lo primero.
A su lado vemos a un miembro de la Marina, el que
más nos ha llamado la atención.
Si se fijan, apunta con el arma al
teléfono como si estuviera a punto de disparar sobre él.
Lo que nos
preguntamos es qué ha visto en la pantalla capaz de producirle esa
descarga de agresividad: ¿tal vez una fotografía de sí mismo?
La mujer sin móvil, finalmente, parece calcular las virtudes de una
pieza que le cabría en el bolso, pues es de cañón corto.
Su boca
permanece abierta y sus cejas enarcadas, como si discutiera con el
acero.
Tal vez lo haga: a las armas de fuego les gusta la polémica. Por
otra parte, la gente, antes de pegarse un tiro en la boca, les da
conversación.
No vayas a fallarme, le dicen, o eres lo último que ven
mis ojos: la necesidad de despedirse de algo o alguien, suponemos.
Entre
el cuerpo de la mujer y el del marino se cuela una mano que toma una
pistola del mostrador.
O que la deposita, no podemos saberlo, aunque
tampoco nos interesa, la verdad.
En fin, por resumir: una curiosa escena
de costumbres.
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