Para protegerlas no hacen falta ministerios ni consejerías específicas, sino respeto y apoyo a sus formas de vida.
Voy a confesar un trauma del que no me siento orgullosa.
Una cosa es lo que se dice y se escribe porque se cree y se piensa, y otra lo que se siente íntimamente, incluso a pesar de una misma. En ausencia de mayores tragedias, un divorcio con niños de por medio puede percibirse a la vez como la mejor opción y el mayor fracaso de una vida.
Somos hijos de nuestro padre y nuestra madre, de nuestro tiempo y circunstancias.
Y me atrevo a decir que no pocos de quienes crecimos en una familia tradicional supuestamente feliz y solo rota por la muerte de los progenitores, llevamos el lastre de nuestras rupturas con más fatigas y culpas de las que estamos dispuestos a reconocer en público.
No hablo de derechos ni obligaciones, ni de leyes ni de trampas, aunque podría.
Hablo de piel para adentro.
Aquí donde me leen, tan chula y autosuficiente, se me saltaban las lágrimas hasta hace nada por no haberles podido dar a mis hijas más viajes con su padre cantando juntos en el coche un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña, como hice yo con los míos casi hasta que se me fueron, fíjate tú qué tontería.
Heridas de quien nunca fue capaz de romper el cordón umbilical, ni siquiera a título póstumo, vale.
Nostalgias de huérfana y madre sola en la vida, de acuerdo.
Pero traumas, al fin y al cabo.
Por eso, porque admito mis taras y no quisiera que mis hijas las heredaran, me pongo especialmente nerviosa cuando, a estas alturas del milenio, se vuelve a oír hablar “sin complejos” como idea “preferente” de familia, de la compuesta por un hombre, una mujer y unos hijos.
Como si el resto fuésemos de segunda.
Familia somos todas. Con hijos o sin hijos.
Casados o solteros.
De géneros distintos o del mismo sexo.
Ni perfectas ni imperfectas ni normales ni anormales. Humanas. Y para protegerlas no hacen falta ministerios ni consejerías específicas, sino respeto y apoyo a sus formas de vida.
Una cosa es lo que se dice y se escribe porque se cree y se piensa, y otra lo que se siente íntimamente, incluso a pesar de una misma. En ausencia de mayores tragedias, un divorcio con niños de por medio puede percibirse a la vez como la mejor opción y el mayor fracaso de una vida.
Somos hijos de nuestro padre y nuestra madre, de nuestro tiempo y circunstancias.
Y me atrevo a decir que no pocos de quienes crecimos en una familia tradicional supuestamente feliz y solo rota por la muerte de los progenitores, llevamos el lastre de nuestras rupturas con más fatigas y culpas de las que estamos dispuestos a reconocer en público.
No hablo de derechos ni obligaciones, ni de leyes ni de trampas, aunque podría.
Hablo de piel para adentro.
Aquí donde me leen, tan chula y autosuficiente, se me saltaban las lágrimas hasta hace nada por no haberles podido dar a mis hijas más viajes con su padre cantando juntos en el coche un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña, como hice yo con los míos casi hasta que se me fueron, fíjate tú qué tontería.
Heridas de quien nunca fue capaz de romper el cordón umbilical, ni siquiera a título póstumo, vale.
Nostalgias de huérfana y madre sola en la vida, de acuerdo.
Pero traumas, al fin y al cabo.
Por eso, porque admito mis taras y no quisiera que mis hijas las heredaran, me pongo especialmente nerviosa cuando, a estas alturas del milenio, se vuelve a oír hablar “sin complejos” como idea “preferente” de familia, de la compuesta por un hombre, una mujer y unos hijos.
Como si el resto fuésemos de segunda.
Familia somos todas. Con hijos o sin hijos.
Casados o solteros.
De géneros distintos o del mismo sexo.
Ni perfectas ni imperfectas ni normales ni anormales. Humanas. Y para protegerlas no hacen falta ministerios ni consejerías específicas, sino respeto y apoyo a sus formas de vida.