El diseñador que dio carta de naturaleza al estilo genuinamente americano celebra el medio siglo de su marca entre grandes fastos y problemas financieros.
Conectar con las nuevas generaciones es el regalo que precisa más que nunca.
Un oso de peluche marcándose un heelflip de monopatín es
todo lo que Ralph Lauren necesitaba esta Navidad.
Estampado en un jersey de lana azul marino, supone la guinda que corona las celebraciones de su 50º aniversario.
La muy necesaria prueba de que, medio siglo después, el diseñador que ha definido no solo el estilo, sino también el sueño de la moda americana, sigue siendo relevante.
Las prenda es la estrella de la colección cápsula tramada junto a la marca de culto de skate británica Palace que se agotó en apenas minutos tras ponerse a la venta, a principios de noviembre.
En los canales especializados de segunda mano en Internet como StockX o Grailed se paga ahora mismo a partir de 900 euros, el doble de su precio original.
Es, claro, el hito de este 2018 en términos de streetwear, el espinoso terreno en el que el lujo se está jugando su futuro.
Que Ralph Lauren se haya anotado el tanto no resulta, en realidad, tan extraño.
“Me siento más cool que nunca”, proclamaba el diseñador y empresario estadounidense en entrevista a la CBS desde su rancho de Colorado, días después del magno desfile en el neoyorquino Central Park que conmemoraba el sonado cumpleaños de su marca. “Tu trabajo ha inspirado la historia de nuestras vidas.
Las vidas que hemos vivido, pero también aquellas a las que aspiramos.
Estamos aquí porque has perdurado”, glosó Oprah Winfrey en el brindis que le dedicó durante la cena de gala que siguió al show, el pasado 7 de septiembre.
Nacido Ralph Lifschitz en el neoyorquino barrio del Bronx, en 1939, Lauren es el mejor ejemplo de la profecía autorrealizada de la moda estadounidense, de talante eminentemente empresarial.
En 1967, mientras trabajaba como vendedor para la firma Beau Brummell, decidió crear su propia línea de corbatas, más anchas y atrevidas, y también más caras de lo que entonces se estilaba.
Su jefe le advirtió del fracaso, pero al año siguiente lanzaba Polo, la completa colección masculina sobre la que levantaría un imperio que hoy tiene un valor de mercado estimado en 10.000 millones de dólares (88.000 millones de euros).
“He observado al hombre y la mujer de mi país durante estos 50 años y
los he ayudado a evolucionar, a desarrollar sus gustos y estilos”,
continuaba ufano el diseñador en su comparecencia televisiva.
Desde luego, Lauren supo pulsar las teclas emocionales precisas a la hora de vestirlos: apelando a la uniformadora pulcritud/corrección de la Ivy League, cantera universitaria de intelectuales y políticos, y la herencia aristocrática británica de la Costa Este (con sus regatas, su pasión ecuestre y sus partidos de polo), por un lado, y a la mitología colonizadora y cowboy del Lejano Oeste, por el otro.
Por haber unido las piezas del puzle que conforma la idea del estilo norteamericano, al diseñador se le tiene por una suerte de comisario/estilista antes que por un genuino creador.
Y por haber sabido hacer de ese hecho cultural un símbolo de estatus indumentario aspiracional para millones de consumidores de clase media durante dos largas décadas (los años 80 y casi todos los 90), un titán del negocio de la moda.
“Es la clase de estadounidense que todos tenemos en mente: artista y empresario, emprendedor y filántropo, y, por último, cabeza de una dinastía. Es lo que cualquiera llamaría una estrella”, concedía su amigo el escritor y cineasta Philippe Labro durante el homenaje que las autoridades francesas le dedicaron en el palacio de Versalles, a principios de este mes.
Acompañado por su esposa, Ricky (casados desde 1964), y por dos de
sus tres hijos, el primogénito Andrew (que ha preferido el cine al
negocio familiar) y Dylan (propietaria de la popular tienda de
chucherías de diseño Dylan’s Candy Bar), Lauren tenía que haber recibido
entonces la medalla de Oficial de la Legión de Honor, pero las protestas de los chalecos amarillos impidieron que el presidente Emmanuel Macron se personara en la ceremonia, que ha quedado pospuesta para 2019.
Estampado en un jersey de lana azul marino, supone la guinda que corona las celebraciones de su 50º aniversario.
La muy necesaria prueba de que, medio siglo después, el diseñador que ha definido no solo el estilo, sino también el sueño de la moda americana, sigue siendo relevante.
Las prenda es la estrella de la colección cápsula tramada junto a la marca de culto de skate británica Palace que se agotó en apenas minutos tras ponerse a la venta, a principios de noviembre.
En los canales especializados de segunda mano en Internet como StockX o Grailed se paga ahora mismo a partir de 900 euros, el doble de su precio original.
Es, claro, el hito de este 2018 en términos de streetwear, el espinoso terreno en el que el lujo se está jugando su futuro.
Que Ralph Lauren se haya anotado el tanto no resulta, en realidad, tan extraño.
“Me siento más cool que nunca”, proclamaba el diseñador y empresario estadounidense en entrevista a la CBS desde su rancho de Colorado, días después del magno desfile en el neoyorquino Central Park que conmemoraba el sonado cumpleaños de su marca. “Tu trabajo ha inspirado la historia de nuestras vidas.
Las vidas que hemos vivido, pero también aquellas a las que aspiramos.
Estamos aquí porque has perdurado”, glosó Oprah Winfrey en el brindis que le dedicó durante la cena de gala que siguió al show, el pasado 7 de septiembre.
Nacido Ralph Lifschitz en el neoyorquino barrio del Bronx, en 1939, Lauren es el mejor ejemplo de la profecía autorrealizada de la moda estadounidense, de talante eminentemente empresarial.
En 1967, mientras trabajaba como vendedor para la firma Beau Brummell, decidió crear su propia línea de corbatas, más anchas y atrevidas, y también más caras de lo que entonces se estilaba.
Su jefe le advirtió del fracaso, pero al año siguiente lanzaba Polo, la completa colección masculina sobre la que levantaría un imperio que hoy tiene un valor de mercado estimado en 10.000 millones de dólares (88.000 millones de euros).
Desde luego, Lauren supo pulsar las teclas emocionales precisas a la hora de vestirlos: apelando a la uniformadora pulcritud/corrección de la Ivy League, cantera universitaria de intelectuales y políticos, y la herencia aristocrática británica de la Costa Este (con sus regatas, su pasión ecuestre y sus partidos de polo), por un lado, y a la mitología colonizadora y cowboy del Lejano Oeste, por el otro.
Por haber unido las piezas del puzle que conforma la idea del estilo norteamericano, al diseñador se le tiene por una suerte de comisario/estilista antes que por un genuino creador.
Y por haber sabido hacer de ese hecho cultural un símbolo de estatus indumentario aspiracional para millones de consumidores de clase media durante dos largas décadas (los años 80 y casi todos los 90), un titán del negocio de la moda.
“Es la clase de estadounidense que todos tenemos en mente: artista y empresario, emprendedor y filántropo, y, por último, cabeza de una dinastía. Es lo que cualquiera llamaría una estrella”, concedía su amigo el escritor y cineasta Philippe Labro durante el homenaje que las autoridades francesas le dedicaron en el palacio de Versalles, a principios de este mes.
El contratiempo le ha ganado así margen al diseñador para intentar solventar la situación financiera de su emporio, que en los dos últimos años ha dejado de ingresar cerca de 1.000 millones de dólares en ventas, según la web The Business of Fashion.
La nefasta política de descuentos, que han depreciado su valor de marca, y la desconexión con las nuevas generaciones están detrás del problema.
El plan presentado en julio por el actual director ejecutivo de la firma, Patrice Louvet, debería restituir los ingresos perdidos en cinco años. David, el menor de los hijos de Lauren y el único a su lado en la marca, tiene ahora la palabra como director de innovación.