4 nov 2018
Tanta belleza.........................................Juan José Millás
ESTA OBRA DE ARTE no es una obra de arte.
Es un conjunto de contenedores apilados que casualmente han construido un mondrian.
Debemos su descubrimiento a la agudeza del fotógrafo, que fue capaz de observar unas pautas cromáticas donde la mayoría de los mortales solo habríamos visto un montón de chatarra de colores.
El contenedor es uno de los grandes inventos de la poshistoria o como quiera que se llame esta época que nos ha tocado vivir. Sus medidas estándar facilitan su almacenamiento y transporte por carreteras, ríos u océanos.
Las grandes barcazas especializadas en su traslado atraviesan los mares cargando centenares o miles de ellos, los unos encima de los otros, elevando peligrosamente el centro de gravedad del complejo. Su visión desde un barco normal o de recreo resulta muy perturbadora para las buenas conciencias, sobre todo si se manifiesta en medio de la niebla, como un remordimiento.
A veces, en los temporales, la carga se balancea y algunos de los contenedores caen al agua precipitándose hasta el fondo.
Los lechos marinos están llenos de estas cajas de zapatos monstruosas que igual contienen maquinaria agrícola que inmigrantes de los llamados ilegales.
Del mismo modo que si deseas entender a Mondrian has de atravesar lo que en su pintura hay de pura geometría y de simple pantone, para entender uno de estos continentes industriales debes abrir, siquiera de forma imaginaria, sus puertas de acero corten o aluminio para sorprenderte (y escandalizarte quizá) de lo que nos enviamos de un extremo al otro del universo mundo provocando sin querer tanta belleza.
La ignorancia produce monstruos ........................ Rosa Montero.
La ignorancia produce monstruos
Al leer las memorias de Tara Westover he tenido la sensación de estar
haciendo un viaje aterrador al Mal con mayúscula, al infierno del
dogmatismo .
EN 1989 fui al penal de Burgos a entrevistar a Félix Novales,
un chico rubio con cara de bueno que una década antes, con 21 años,
entró en el grupo terrorista GRAPO y asesinó a seis personas en menos de
dos meses, hasta que, por fortuna, lo detuvieron.
Llevaba desde entonces en la cárcel; al principio se mantuvo dentro del colectivo de presos del GRAPO, que imponía una férrea disciplina ideológica, pero después evolucionó.
Me imagino el tránsito de sobrecogedora soledad que debió de realizar hasta romper con sus compañeros terroristas.
Escribió un ensayo, El tazón de hierro, en el que intentaba entender la estructura del fanatismo y explicarse cómo era posible que un chico como él se hubiera entregado a semejante orgía de odio y de sangre.
A una deshumanización del otro tan total que celebró su primera muerte comprando champán y pasteles.
Fui a entrevistarle por el libro; estuvimos hablando varias horas y siempre digo que es el viaje más extraordinario que he hecho en mi vida, porque me interné en el rincón más negro del corazón humano con un guía que había estado previamente ahí y había salido.
Recordé a Novales leyendo Una educación (Lumen), el prodigioso libro de memorias de Tara Westover.
Y no porque la autora tenga ningún muerto a las espaldas, sino porque al leer este texto también he tenido la sensación de estar haciendo un viaje aterrador a los confines más extremos del ser humano, al Mal con mayúscula, al infierno del dogmatismo. Westover nació hace 32 años en Idaho (EE UU) dentro de una familia mormona extremadamente radical.
Vivían aislados en una granja, esperaban de un momento a otro el fin del mundo o el asalto de los federales, no iban al médico, no tomaban medicinas y los hijos no estaban escolarizados.
En realidad el padre de Tara muestra todos los síntomas de sufrir una grave enfermedad mental, pero el dogmatismo encubre y contagia todo eso.
El fanatismo es una enfermedad mental colectiva en la que terminan cayendo personas con verdaderos trastornos psíquicos y otras muchas que aparentemente no los padecen.
La historia que narra Westover con prosa cristalina, lúcida distancia e incluso sentido del humor es el testimonio de una vida delirante, tan extraña como una realidad alienígena, pero que para quien ha nacido y crecido encerrado en ese entorno es lo normal, la verdad absoluta, la única realidad posible.
De entrada, resulta increíble que Tara haya podido sobrevivir físicamente: su padre estuvo a punto de matarla un par de veces y fue bárbaramente maltratada por un hermano durante años sin que los padres hicieran nada por evitarlo.
Si a esto le añadimos que sus cortes, sus hemorragias, sus heridas y sus roturas de huesos fueron curadas con cocciones de hierbas, es evidente que esta mujer tiene una resistencia colosal.
Aunque la mayor resistencia es la mental.
Llevaba desde entonces en la cárcel; al principio se mantuvo dentro del colectivo de presos del GRAPO, que imponía una férrea disciplina ideológica, pero después evolucionó.
Me imagino el tránsito de sobrecogedora soledad que debió de realizar hasta romper con sus compañeros terroristas.
Escribió un ensayo, El tazón de hierro, en el que intentaba entender la estructura del fanatismo y explicarse cómo era posible que un chico como él se hubiera entregado a semejante orgía de odio y de sangre.
A una deshumanización del otro tan total que celebró su primera muerte comprando champán y pasteles.
Fui a entrevistarle por el libro; estuvimos hablando varias horas y siempre digo que es el viaje más extraordinario que he hecho en mi vida, porque me interné en el rincón más negro del corazón humano con un guía que había estado previamente ahí y había salido.
Recordé a Novales leyendo Una educación (Lumen), el prodigioso libro de memorias de Tara Westover.
Y no porque la autora tenga ningún muerto a las espaldas, sino porque al leer este texto también he tenido la sensación de estar haciendo un viaje aterrador a los confines más extremos del ser humano, al Mal con mayúscula, al infierno del dogmatismo. Westover nació hace 32 años en Idaho (EE UU) dentro de una familia mormona extremadamente radical.
Vivían aislados en una granja, esperaban de un momento a otro el fin del mundo o el asalto de los federales, no iban al médico, no tomaban medicinas y los hijos no estaban escolarizados.
En realidad el padre de Tara muestra todos los síntomas de sufrir una grave enfermedad mental, pero el dogmatismo encubre y contagia todo eso.
El fanatismo es una enfermedad mental colectiva en la que terminan cayendo personas con verdaderos trastornos psíquicos y otras muchas que aparentemente no los padecen.
La historia que narra Westover con prosa cristalina, lúcida distancia e incluso sentido del humor es el testimonio de una vida delirante, tan extraña como una realidad alienígena, pero que para quien ha nacido y crecido encerrado en ese entorno es lo normal, la verdad absoluta, la única realidad posible.
De entrada, resulta increíble que Tara haya podido sobrevivir físicamente: su padre estuvo a punto de matarla un par de veces y fue bárbaramente maltratada por un hermano durante años sin que los padres hicieran nada por evitarlo.
Si a esto le añadimos que sus cortes, sus hemorragias, sus heridas y sus roturas de huesos fueron curadas con cocciones de hierbas, es evidente que esta mujer tiene una resistencia colosal.
Aunque la mayor resistencia es la mental.
A los 17 años, Tara
decidió, con desesperado arrojo, romper con su familia y entrar en
Brigham Young, la universidad mormona (de la corriente mayoritaria: nada
que ver con los integristas radicales).
Ya he dicho que no había ido a la escuela, sabía poco más que leer y
escribir y todas sus lecturas habían sido libros religiosos. Cuando
llegó a la Facultad ni siquiera conocía lo que era el Holocausto: bien
podría haber acabado de bajar de Marte.
Pero al final logró hacer dos
carreras y un máster en Cambridge, Reino Unido.
El texto de Westover muestra que la necesidad de ser aceptado por tu
entorno puede hacerte aguantar cualquier barbaridad.
Mientras la martirizaban de manera cruel, Tara no se derrumbó psíquicamente; sí lo hizo cuando estaba estudiando y comprendió que tenía que romper con su familia.
El dolor de esa soledad indescriptible, de la profunda herida de tener que desgajarte de todo lo que has sido, palpita de manera estremecedora en el libro.
La mayor heroicidad consiste en ser la única voz que dice basta.
Pero lo más conmovedor es su hincapié en la necesidad de educarse y en cómo el conocimiento te hace libre.
Mientras la martirizaban de manera cruel, Tara no se derrumbó psíquicamente; sí lo hizo cuando estaba estudiando y comprendió que tenía que romper con su familia.
El dolor de esa soledad indescriptible, de la profunda herida de tener que desgajarte de todo lo que has sido, palpita de manera estremecedora en el libro.
La mayor heroicidad consiste en ser la única voz que dice basta.
Pero lo más conmovedor es su hincapié en la necesidad de educarse y en cómo el conocimiento te hace libre.
El fanatismo criminal engorda, como un moho, en los sistemas repetitivos
y cerrados de pensamiento (igual pasaba en el GRAPO). Atrévete a saber,
como decía Kant. La ignorancia produce monstruos.
¿Quieran o no?..........................................Javier Marías
No es aceptable que un reciente editorial de EL PAÍS sobre la
prohibición del tráfico privado en el centro de Madrid terminara con ese
tic dictatorial.
EN UN PAÍS tan tradicionalmente propenso al autoritarismo, cuando no a
lo dictatorial, hay que estar con cuatro ojos y cuatro oídos ante
cualquier veleidad de este tipo, aunque sea sólo verbal. Al contrario de lo que sostiene Carmen Calvo,
las palabras encierran a menudo peligro, y dan avisos, sobre todo
cuando “se le escapan” al que habla, cuando no se da cuenta de lo que
delatan.
Si Torra anima a atacar al Estado, no se puede tomar a la ligera, porque de hecho es lo que él y sus correligionarios llevan años haciendo, y continúan, y continuarán, con más ahínco cuanto más explícito se haga el objetivo.
Tanto los independentistas como el PP como Podemos tienen el tic autoritario en la punta de la lengua, sin cesar.
Esta última formación lo tiene además tan arraigado que casi no hay manifestación de sus dirigentes en la que no aparezca, quizá involuntariamente.
Un ejemplo reciente es la frase de su fundador Monedero durante una charla pública titulada La Corona, ¿pa’ cuándo? Llaves para abrir el candado democrático (sic).
“Compañeros, hay algo muy claro”, dijo con arrogancia. “A la Monarquía en España no le queda mucho si nosotros estamos aquí”.
No resulta claro dónde es “aquí” (¿en La Moncloa, ahora que ya han metido el pie?), pero sí meridiana la idea de Monedero de la democracia, al creer que algo tan fundamental como la forma de Estado dependerá de la decisión de un partido, o de un hipotético Gobierno, que ni siquiera se dignaría consultar a los ciudadanos.
Con toda nuestra larga historia de autoritarismos diversos, lo último que me esperaba es que esa tentación se expresara de manera diáfana en el periódico en el que escribo desde hace cuarenta años, y que leo desde hace algo más.
Si digo “en el periódico” es por esto: los editoriales de EL PAÍS, como los de todos los diarios, no van firmados, lo cual significa que la publicación los suscribe y los hace suyos sin reservas ni matices.
De haber llevado firma el editorial “Un corte necesario”, del 17-10-18, quizá no me vería impelido a escribir esta columna.
El texto parecía inspirado por un concejal del Ayuntamiento de Madrid o por un entusiasta de Manuela Carmena y su (para mí) nefasto y cínico equipo, el peor de la democracia, y cuidado que hay candidaturas a ese título en nuestra ciudad.
El editorial era una defensa y un aplauso incondicionales a la disparatada medida (entrará en vigor el 23 de noviembre) de prohibir el tráfico privado, salvo escasas excepciones, por un “centro” de Madrid de amplitud colosal.
Nunca he tenido coche ni sé conducir, así que poco me afecta en lo personal, pero espero que, tras semejante restricción, y en coherencia, el Ayuntamiento deje de cobrar a los automovilistas el impuesto de circulación, ya que apenas podrán circular.
El escrito alababa las bondades del plan, sobre todo para la salud y en la lucha contra el cambio climático.
Pero callaba ladinamente que: a) el tráfico que no pueda acceder a esa enorme “almendra” (más bien un “melón”) abarrotará el resto de calles, que estarán en permanente colapso; b) eso hará que los desplazamientos lentísimos, con los motores encendidos, contaminen el aire todavía más; c) si a eso se añade la reciente prohibición de sobrepasar los 30 km por hora en el 85% de la ciudad (aunque las avenidas estén despejadas), el atasco perpetuo, y la consiguiente emisión de gases, están asegurados; d) mientras se aplica este delirio, los voluminosos y pausados buses turísticos (ah, que le dan dinero a la alcaldía) bloquean calles estrechas, a veces de cinco en cinco; e) la situación infernal se verá agravada por la inhabilitación de la Gran Vía, ya ejecutada, y por la que se planea de la Castellana, al parecer; f) los caprichosos carriles-bici, apenas usados, ya han herido mortalmente a la capital.
El editorial reconocía que “una parte de los empresarios y comerciantes” están desesperados.
Por lo que sé, lo están la gran mayoría, y también los hoteles, restaurantes, bares, los taxistas y una altísima porción de la población.
No conozco a nadie que no sea un podemita o un carmenita furibundo que no se tire de los pelos ante el despropósito que convertirá Madrid en un insalubre caos (aún más).
Pero bien, cada uno tiene su opinión. Lo que no es aceptable es que EL PAÍS terminara así: “El camino de Madrid es el único posible si se quiere […] proteger la salud de los ciudadanos, quieran o no”. He ahí el tic dictatorial español.
¿Cómo que “quieran o no”? Esa frase supone una violentación de las libertades individuales, y tratar a los madrileños, a semejanza de lo que hacía el franquismo, como a menores de edad.
Se empieza por proteger la salud y a continuación también cabe proteger su “salud moral”, “quieran o no”. Se dictamina qué pueden ver, leer, escuchar y decir.
“Por su bien” se les puede imponer o prohibir cualquier cosa, porque los gobernantes o los periódicos saben mejor que ellos cuál es “su bien”.
Que a EL PAÍS, defensor de las libertades y la democracia, se le deslice semejante expresión, la suscriba y haga suya, me parece un grave síntoma, y la prueba, una vez más, de que los vientos del autoritarismo son demasiado contagiosos.
Si Torra anima a atacar al Estado, no se puede tomar a la ligera, porque de hecho es lo que él y sus correligionarios llevan años haciendo, y continúan, y continuarán, con más ahínco cuanto más explícito se haga el objetivo.
Tanto los independentistas como el PP como Podemos tienen el tic autoritario en la punta de la lengua, sin cesar.
Esta última formación lo tiene además tan arraigado que casi no hay manifestación de sus dirigentes en la que no aparezca, quizá involuntariamente.
Un ejemplo reciente es la frase de su fundador Monedero durante una charla pública titulada La Corona, ¿pa’ cuándo? Llaves para abrir el candado democrático (sic).
“Compañeros, hay algo muy claro”, dijo con arrogancia. “A la Monarquía en España no le queda mucho si nosotros estamos aquí”.
No resulta claro dónde es “aquí” (¿en La Moncloa, ahora que ya han metido el pie?), pero sí meridiana la idea de Monedero de la democracia, al creer que algo tan fundamental como la forma de Estado dependerá de la decisión de un partido, o de un hipotético Gobierno, que ni siquiera se dignaría consultar a los ciudadanos.
Con toda nuestra larga historia de autoritarismos diversos, lo último que me esperaba es que esa tentación se expresara de manera diáfana en el periódico en el que escribo desde hace cuarenta años, y que leo desde hace algo más.
Si digo “en el periódico” es por esto: los editoriales de EL PAÍS, como los de todos los diarios, no van firmados, lo cual significa que la publicación los suscribe y los hace suyos sin reservas ni matices.
De haber llevado firma el editorial “Un corte necesario”, del 17-10-18, quizá no me vería impelido a escribir esta columna.
El texto parecía inspirado por un concejal del Ayuntamiento de Madrid o por un entusiasta de Manuela Carmena y su (para mí) nefasto y cínico equipo, el peor de la democracia, y cuidado que hay candidaturas a ese título en nuestra ciudad.
El editorial era una defensa y un aplauso incondicionales a la disparatada medida (entrará en vigor el 23 de noviembre) de prohibir el tráfico privado, salvo escasas excepciones, por un “centro” de Madrid de amplitud colosal.
Nunca he tenido coche ni sé conducir, así que poco me afecta en lo personal, pero espero que, tras semejante restricción, y en coherencia, el Ayuntamiento deje de cobrar a los automovilistas el impuesto de circulación, ya que apenas podrán circular.
El escrito alababa las bondades del plan, sobre todo para la salud y en la lucha contra el cambio climático.
Pero callaba ladinamente que: a) el tráfico que no pueda acceder a esa enorme “almendra” (más bien un “melón”) abarrotará el resto de calles, que estarán en permanente colapso; b) eso hará que los desplazamientos lentísimos, con los motores encendidos, contaminen el aire todavía más; c) si a eso se añade la reciente prohibición de sobrepasar los 30 km por hora en el 85% de la ciudad (aunque las avenidas estén despejadas), el atasco perpetuo, y la consiguiente emisión de gases, están asegurados; d) mientras se aplica este delirio, los voluminosos y pausados buses turísticos (ah, que le dan dinero a la alcaldía) bloquean calles estrechas, a veces de cinco en cinco; e) la situación infernal se verá agravada por la inhabilitación de la Gran Vía, ya ejecutada, y por la que se planea de la Castellana, al parecer; f) los caprichosos carriles-bici, apenas usados, ya han herido mortalmente a la capital.
El editorial reconocía que “una parte de los empresarios y comerciantes” están desesperados.
Por lo que sé, lo están la gran mayoría, y también los hoteles, restaurantes, bares, los taxistas y una altísima porción de la población.
No conozco a nadie que no sea un podemita o un carmenita furibundo que no se tire de los pelos ante el despropósito que convertirá Madrid en un insalubre caos (aún más).
Pero bien, cada uno tiene su opinión. Lo que no es aceptable es que EL PAÍS terminara así: “El camino de Madrid es el único posible si se quiere […] proteger la salud de los ciudadanos, quieran o no”. He ahí el tic dictatorial español.
¿Cómo que “quieran o no”? Esa frase supone una violentación de las libertades individuales, y tratar a los madrileños, a semejanza de lo que hacía el franquismo, como a menores de edad.
Se empieza por proteger la salud y a continuación también cabe proteger su “salud moral”, “quieran o no”. Se dictamina qué pueden ver, leer, escuchar y decir.
“Por su bien” se les puede imponer o prohibir cualquier cosa, porque los gobernantes o los periódicos saben mejor que ellos cuál es “su bien”.
Que a EL PAÍS, defensor de las libertades y la democracia, se le deslice semejante expresión, la suscriba y haga suya, me parece un grave síntoma, y la prueba, una vez más, de que los vientos del autoritarismo son demasiado contagiosos.
¿Quieran o no?
Suscribirse a:
Entradas (Atom)