Si Torra anima a atacar al Estado, no se puede tomar a la ligera, porque de hecho es lo que él y sus correligionarios llevan años haciendo, y continúan, y continuarán, con más ahínco cuanto más explícito se haga el objetivo.
Tanto los independentistas como el PP como Podemos tienen el tic autoritario en la punta de la lengua, sin cesar.
Esta última formación lo tiene además tan arraigado que casi no hay manifestación de sus dirigentes en la que no aparezca, quizá involuntariamente.
Un ejemplo reciente es la frase de su fundador Monedero durante una charla pública titulada La Corona, ¿pa’ cuándo? Llaves para abrir el candado democrático (sic).
“Compañeros, hay algo muy claro”, dijo con arrogancia. “A la Monarquía en España no le queda mucho si nosotros estamos aquí”.
No resulta claro dónde es “aquí” (¿en La Moncloa, ahora que ya han metido el pie?), pero sí meridiana la idea de Monedero de la democracia, al creer que algo tan fundamental como la forma de Estado dependerá de la decisión de un partido, o de un hipotético Gobierno, que ni siquiera se dignaría consultar a los ciudadanos.
Con toda nuestra larga historia de autoritarismos diversos, lo último que me esperaba es que esa tentación se expresara de manera diáfana en el periódico en el que escribo desde hace cuarenta años, y que leo desde hace algo más.
Si digo “en el periódico” es por esto: los editoriales de EL PAÍS, como los de todos los diarios, no van firmados, lo cual significa que la publicación los suscribe y los hace suyos sin reservas ni matices.
De haber llevado firma el editorial “Un corte necesario”, del 17-10-18, quizá no me vería impelido a escribir esta columna.
El texto parecía inspirado por un concejal del Ayuntamiento de Madrid o por un entusiasta de Manuela Carmena y su (para mí) nefasto y cínico equipo, el peor de la democracia, y cuidado que hay candidaturas a ese título en nuestra ciudad.
El editorial era una defensa y un aplauso incondicionales a la disparatada medida (entrará en vigor el 23 de noviembre) de prohibir el tráfico privado, salvo escasas excepciones, por un “centro” de Madrid de amplitud colosal.
Nunca he tenido coche ni sé conducir, así que poco me afecta en lo personal, pero espero que, tras semejante restricción, y en coherencia, el Ayuntamiento deje de cobrar a los automovilistas el impuesto de circulación, ya que apenas podrán circular.
El escrito alababa las bondades del plan, sobre todo para la salud y en la lucha contra el cambio climático.
Pero callaba ladinamente que: a) el tráfico que no pueda acceder a esa enorme “almendra” (más bien un “melón”) abarrotará el resto de calles, que estarán en permanente colapso; b) eso hará que los desplazamientos lentísimos, con los motores encendidos, contaminen el aire todavía más; c) si a eso se añade la reciente prohibición de sobrepasar los 30 km por hora en el 85% de la ciudad (aunque las avenidas estén despejadas), el atasco perpetuo, y la consiguiente emisión de gases, están asegurados; d) mientras se aplica este delirio, los voluminosos y pausados buses turísticos (ah, que le dan dinero a la alcaldía) bloquean calles estrechas, a veces de cinco en cinco; e) la situación infernal se verá agravada por la inhabilitación de la Gran Vía, ya ejecutada, y por la que se planea de la Castellana, al parecer; f) los caprichosos carriles-bici, apenas usados, ya han herido mortalmente a la capital.
El editorial reconocía que “una parte de los empresarios y comerciantes” están desesperados.
Por lo que sé, lo están la gran mayoría, y también los hoteles, restaurantes, bares, los taxistas y una altísima porción de la población.
No conozco a nadie que no sea un podemita o un carmenita furibundo que no se tire de los pelos ante el despropósito que convertirá Madrid en un insalubre caos (aún más).
Pero bien, cada uno tiene su opinión. Lo que no es aceptable es que EL PAÍS terminara así: “El camino de Madrid es el único posible si se quiere […] proteger la salud de los ciudadanos, quieran o no”. He ahí el tic dictatorial español.
¿Cómo que “quieran o no”? Esa frase supone una violentación de las libertades individuales, y tratar a los madrileños, a semejanza de lo que hacía el franquismo, como a menores de edad.
Se empieza por proteger la salud y a continuación también cabe proteger su “salud moral”, “quieran o no”. Se dictamina qué pueden ver, leer, escuchar y decir.
“Por su bien” se les puede imponer o prohibir cualquier cosa, porque los gobernantes o los periódicos saben mejor que ellos cuál es “su bien”.
Que a EL PAÍS, defensor de las libertades y la democracia, se le deslice semejante expresión, la suscriba y haga suya, me parece un grave síntoma, y la prueba, una vez más, de que los vientos del autoritarismo son demasiado contagiosos.
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