EN ARABIA Saudílas mujeres pueden conducir ya un automóvil, pero aún no pueden conducirse a sí mismas. Por cierto, que estamos utilizando impropiamente el verbo “poder”. No
es que antes no pudieran, es que lo tenían prohibido, como ir al fútbol,
por ejemplo. Y ahora mismo, para viajar, necesitan la autorización del
marido o del varón que sea responsable de ellas, pues lo normal es que
tengan dueño. De hecho, la mujer de la imagen debería llevar a su lado
un copiloto, ya que no pueden salir de casa sin vigilancia. Aquí no se
le ve porque es todo de atrezo, como demuestra que los asientos sigan
con las fundas de plástico con las que el coche salió de fábrica. . Llamamos atrezo al conjunto de objetos de una escena. Significa que
asistimos a una representación en la que también ella está cosificada.
No vayan a creer que he buscado una foto que me ayudara a escribir un
artículo de tesis (si tesis y artículo fueran compatibles). Me limité a
pedir que me facilitaran una imagen ilustrativa de la novedad que nos
ocupa y me enviaron una metáfora que es metáfora desde los pies hasta la
cabeza del mismo modo que el toro es toro hasta el rabo. Eso no
significa que la noticia automovilística sea falsa. Es verdadera, pero
se trata de una verdad plastificada, una verdad envasada al vacío, una
verdad que se oxida al contacto con el oxígeno. Una de esas verdades a
las que se les caen los pétalos con solo mirarlas. Una verdad tan
delicada, en fin, que se deshace entre las manos. Una verdad
inaprensible, como el agua, como el aire o la arena. En todo caso,
deseamos que sea para bien.
Panorámica del Valle de los Caídos, con el Poblado en el ángulo inferior derecho.Alicia SoblecheroEl mausoleo franquista
se inauguró en 1959. A partir de aquel año, medio centenar de familias
convivieron en el Poblado, una singular comunidad de trabajadores de
Patrimonio gobernados por un guardia civil en plena reserva ecológica y a
la sombra de la enorme cruz. Esta es su historia. DESDE LA EXPLANADA del mausoleo franquista, sin mirar atrás, la visión es un espectáculo. El valle de Cuelgamuros
es un espeso bosque de pinos, rocas, arroyos y senderos que se deslizan
en dirección a Madrid. Desde allí no se divisa, pero a poco más de un
kilómetro de la enorme cruz, cuesta abajo, existe una aldea
semiabandonada, tres calles camufladas y protegidas de las rachas de
viento. En esa burbuja de casas adosadas de piedra, madera y pizarra han
vivido durante décadas medio centenar de familias gobernadas la mayoría
del tiempo por un sargento retirado de la Guardia Civil, conocido como
don Juan. Un hombre que se parecía a Franco, con un sello de oro en el
dedo, bigotito y voz de mando, grandón. Los residentes de las casas del
Poblado del Valle de los Caídos eran trabajadores de Patrimonio Nacional y guardias civiles encargados del funcionamiento y cuidado del mayor monumento de la dictadura.Tres generaciones han vivido allí en régimen de usufructo un tanto
ajenas al propio devenir de la sociedad española. Hoy, solo 11 viviendas
se mantienen habitadas, dos de ellas por guardias civiles y el resto
por parte de los 30 trabajadores de Patrimonio Nacional destinados en el
Valle de los Caídos.
La historia de estos pobladores no se conoce. El País Semanal ha
compartido las vivencias de estos hombres y mujeres ligados para siempre
al polémico monumento. “Es normal que para una persona que llega al
Valle lo que predomine sea la cruz. Para nosotros es como si no hubiese
existido. El entorno era tan impresionante que no nos fijábamos en ella,
éramos como una tribu que necesitaba muy poco del exterior. Cuando tenía veintitantos años me di cuenta del lugar privilegiado
donde vivía y también de lo que para muchos supone ese monumento, te
enteras de que hay gente que tiene allí enterrados a familiares en
contra de su voluntad”. Ángel Blázquez llegó al Poblado con siete años
desde un pueblo de Ávila. Su padre consiguió un puesto de peón de
mantenimiento y allí que se fue con toda la familia. Era 1971. Hoy es
veterinario en un municipio de la sierra madrileña. El tiempo
transcurrido no ha resquebrajado el hermanamiento con todos los
conocidos del Valle. “Existe un nexo muy íntimo y un apego sentimental…,
y no me preguntes por qué”, admite. “A nosotros la cruz no nos
impresionaba. Por paradójico que parezca, nunca me sentí más libre como
cuando estaba en el Poblado. Aquella forma de vivir, con las puertas
abiertas de par en par, rodeados de una naturaleza salvaje y bastante
aislados del exterior, nos ha creado un poso, un tatuaje, a todos”,
cuenta Teresa Gómez, de 54 años y coordinadora en una residencia de
mayores.
La calle principal del Poblado.Alicia Soblechero
Aquel poblado para los trabajadores de Patrimonio —similar, por
ejemplo, al de La Granja de San Ildefonso (Segovia)— tenía una escuela
que los domingos y fiestas de guardar hacía de iglesia, un economato con
productos básicos y una cantina, lugar de chato de vino y partida de
cartas. De esa forma, las 52 familias de gente dispar, de distinta
ideología y procedencia, unos enchufados por el régimen, otros
exempleados durante las obras del mausoleo y otros jóvenes que
necesitaban un trabajo , lograron montar una insólita comunidad en plena reserva ecológica a 14
kilómetros de El Escorial y a ocho de Guadarrama. Otro
planeta.Retrocedamos a enero de 1940. Francisco Franco propone al
general José Moscardó recorrer la sierra de Madrid en busca de “un valle
para los caídos”, tal y como recoge el periodista Fernando Olmeda en El
Valle de los Caídos. Una memoria de España (Ediciones Península, 2009) .
Desde ese año hasta la conclusión de las obras en 1958, la historia es
más bien conocida: el dictador quiso darle una dimensión descomunal a su
alzamiento levantando un monumento que se elevaría “en la vecindad del
cielo”. Quería equipararse a Felipe II. Tres empresas —San Román, Banús
y Estudios y Construcciones Molán— fueron las encargadas de perforar la
roca y construir la carretera, el monasterio, la exedra y el vestíbulo
de la basílica. Utilizaron capataces, trabajadores especializados y
también la mano de obra de cientos de presos republicanos.El 1 de abril de 1959 comenzaba otra historia. La cruz de 150 metros
de altura y brazos de casi 25 quedaba abierta al público. Aquella
barbaridad necesitaba limpiadoras, guías, guardacoches, postaleros,
taquilleros, forestales, personal de mantenimiento y jardinería,
administrativos… y es cuando Patrimonio Nacional construye el Poblado.
Varios de los jóvenes que vivían en Poblado, a finales de los setenta.Archivo
La primera vez que visité ese lugar fue el pasado 2 de marzo. Nevaba
en la sierra. Ascendía por la carretera y me acordé del Nido del Águila,
aquel lugar de retiro alpino de Hitler. El bosque, la construcción, el
aroma a franquismo parecía impregnarlo todo. La cita era con Pablo Gómez
en la que fue su casa hasta la jubilación. Pablo nació en El Escorial
hace 80 años. Sus padres trabajaban en una finca de ganado bravo
cercana. Nada más inaugurarse el Valle de los Caídos
fue contratado como responsable del almacén de los bares ambulantes del
complejo. Con su motocarro, repartía mercancía por las cafeterías del
monasterio y por los aparcamientos. En 1964 lograba una plaza como
jardinero, lo que le daba derecho a una casa en el Poblado hasta su
fallecimiento o jubilación. Al poco se hizo con el puesto de
vigilante-guía: “Era un trabajo tranquilo. No había que ser franquista
para trabajar aquí, pero ya sabías dónde te metías, tenías que aguantar
las impertinencias de algún que otro militar y también controlar a los
que venían a escupir o pisotear la tumba de Franco. Franco no venía por
aquí casi nunca, solo el 20 de noviembre al funeral de José Antonio”,
explica Pablo Gómez. En una de las casas del bloque de abajo del Poblado, Pablo y Pilar
criaron a sus cuatro hijos. La planta baja disponía de salón-comedor con
una lumbre de leña, salita de estar, cocina y patio. Y arriba, tres
habitaciones y un cuarto de baño. Había una calefacción central que se
ponía en marcha cada día de invierno a las tres de la tarde. “El sueldo
no era muy alto, pero no se pagaba nada, solo la luz. Cuando llegó
Adolfo Suárez nos hicieron una subida del 100%. Tuvimos que pelearla. Muchos teníamos que complementar los ingresos con otro trabajo, yo era
profesor de autoescuela”.
Hogueras de San Juan en el Poblado.Archivo
A Pablo se le han quedado grabados los días en los que llamaban desde
la puerta de entrada al Valle y decían: “¡Atención, suben restos!”. “Llegaban siete u ocho camiones con muertos de la guerra. Teníamos que
subir de inmediato. Todo el mundo a meter baúles a la cripta. Nos
poníamos por parejas con una parihuela —dos palos gruesos con unas
tablas atravesadas para colocar la carga— y a meter cajas con huesos
mezclados. Y todo en medio de las visitas a la basílica. Poníamos una
caja encima de otra y, una vez lleno el habitáculo, se tapiaba”,
recuerda. A partir de la terminación de la basílica en 1959 y hasta
1967, casi todos los meses llegaba algún convoy con restos de cientos de
muertos. Más de 33.000 cadáveres reposan en las criptas de la basílica. Pablo se acaba de encontrar en la cafetería del funicular, donde suelen
parar los visitantes —la mayoría extranjeros—, con José Muñoz, antiguo
compañero que todavía trabaja en el Valle. Se abrazan. “Mi padre estuvo
en la guerra, en el bando republicano. Me contaba que cuando en el
frente había muchos muertos, daban el alto el fuego, unos y otros
salían, hacían unas zanjas, cogían la documentación y los enterraban. Tras la guerra, requirieron todas las cartillas militares; si eras de la
zona republicana, te encarcelaban o te fusilaban. Él no se presentó a
entregarla y pensaron que estaba muerto. Es curioso, no tuve problemas
para trabajar aquí porque mi padre fuese del bando perdedor”, explica
Pablo. José Muñoz guarda un tesoro. En las oficinas del Valle están los
libros de cuentas y el registro de visitantes ilustres, páginas y
páginas con dedicatorias y firmas de mandatarios y personajes famosos
—incluidos futbolistas como Alfredo Di Stéfano— que pasaron para ver la tumba del dictador. Las hay en todos los idiomas. En el Poblado mandaba don Juan, jefe del destacamento de ocho guardias
civiles encargados de la puerta exterior del Valle y gestor de la
residencia que dependía de Patrimonio Nacional. No pagaba en la
cafetería, los trabajadores le hacían los arreglos de casa e iban a por
leña para él. “Vivía muy bien”, sostiene Teresa Gómez, “era un cacique
que no exigía ninguna mejora para la gente del Poblado, una fuerza viva
que no daba problemas a Fernando Fuertes de Villavicencio, gerente de
Patrimonio y leal a Franco”. Fernando Taguas, de 85 años, llegó a
Cuelgamuros el 4 de octubre de 1940. Tenía siete años. Su padre fue uno
de los primeros carpinteros del Valle de los Caídos, y su hermano Paco,
barrenero. El Día de Reyes de 1960 Patrimonio le cedió una casa en el
Poblado. Lo recuerda así: “Me acababa de casar con una trabajadora de la
escolanía del monasterio. Nos casó el confesor de Franco. Era la
segunda boda que se celebró en la basílica. Me dieron a escoger y elegí
una casa con despensa en el bloque de en medio.
Mi hermano Rafael fue el primer taquillero de la puerta y a mí me
pusieron de guardacoches. Un día me dijeron que echase una mano al que
vendía postales, libros, cruces…, y vendí tanto que me dieron un puesto. Podía vender en verano hasta 20.000 pesetas diarias en recuerdos”.
Risco de la Nava, donde se levantaron la cruz y la basílica.EFE
Su hijo Nando le interrumpe: “¿Te acuerdas, papá, de los autógrafos
que conseguía en el puesto? Tengo el de Lorne Greene, el actor
protagonista de la serie Bonanza; el de la actriz de Pipi Calzaslargas,
el de la pareja de la serie Los Roper…”. La vida de la generación de
Nando en el Poblado nada tuvo que ver con la de sus padres, con la de
Pablo o Fernando. Fueron niños y adolescentes entre mediados de los sesenta y la muerte
del dictador. Nando, Teresa, Yoli, Edu, Ángel, Carlos, Javier, Mari
Luz, Alicia…, decenas de chavales que hasta quinto curso de la EGB no
salieron de ese micromundo.
El padre Joaquín, en una fiesta en el bar del Poblado.Archivo
“Cuando acababa la escuela, nos ponían el bañador y no nos lo
quitábamos hasta el final del verano. Nos pasábamos la vida en la calle y
en el monte. Era como Heidi, feliz”. Alicia Soblechero —autora de
algunas de las fotografías que ilustran este reportaje— tiene ahora 50
años. Recuerda las clases de doña Martina, esposa de don Juan. Acudían
todos los niños juntos, daba igual su edad. Todavía se puede ver la gran
pizarra, el suelo de madera y el hueco de una enorme chimenea. Las
nevadas eran abundantes. “Hasta que tuvimos la edad de pensar, esto era
la gloria. Una burbuja donde las puertas tenían puesta la llave. Conforme llegas a la adolescencia, echas de menos cosas, piensas que
esto es una mierda, no tienes los mismos servicios que los que vivían en
los pueblos de alrededor, no puedes salir los fines de semana porque
cerraban las puertas y tenías que quedarte a dormir en casa de una
amiga. Cuando empezamos a ir al instituto comenzamos a pensar dónde
habíamos vivido. Muchos nos rebelamos. Un 20 de noviembre, que subían
los falangistas con antorchas, entonamos La Internacional en el autobús
que nos llevaba al instituto. No veas la que se montó, pero nadie pensó
que éramos los del Poblado”, recuerda Alicia.
En la escuela gobernada por doña Martina había niños y niñas de entre
3 y 11 años. Antes de comenzar la clase, tenían que rezar frente a una
foto del Caudillo. “Y cuando venía Franco, nos subían a la basílica y
teníamos que aplaudir, gritar ‘¡Franco, Franco!’ y cantar el Cara al
sol”. Todas las personas consultadas confiesan que en la cantina, en el
economato o en las casas nunca se hablaba de política. La presencia de
ocho guardias civiles, de esos que llevaban capa, imponía. Las apariencias eran importantes. “Unos no hablaban por miedo; otros,
porque pensaban como ellos; otro, porque no se habla mal de quien te
paga el sueldo… Entre los trabajadores de Patrimonio también hubo algún
preso republicano que tras la construcción del Valle se quedó en el
Poblado. De hecho, la hija de uno de ellos me habló por primera vez del
eurocomunismo”, relata Teresa. Ella nunca decía que vivía en el Valle,
“no por vergüenza, sino por la pereza que me daba tener que explicar que
mi padre trabajaba en la dichosa cruz”. Con 17 años, Teresa se marchó
del Poblado y se hizo activista de las Juventudes Socialistas: “Renegué
de aquel sitio. Pero más tarde fui colocando cada pieza de mi vida, y me
quedo con aquella infancia privilegiada donde eras feliz con muy poco”.
Como a menudo acontece en España, en cuanto a alguien se lo elige o
nombra algo, se inviste de autoritarismo. Es el legado silencioso
franquista.
HABRÍA PREFERIDO no añadir una miga más al empacho de fútbol, tras un mes entero de Mundial. Pero lo sucedido con la selección española
ha sido tan prototípico, tan revelador del carácter aún dominante en
nuestro país, que quizá vale la pena echarle un vistazo a esta luz. Más
de una vez he mencionado el asombro y el escándalo que me produce con
frecuencia el ejercicio del poder en España. Cómo es que, por ejemplo,
los alcaldes y alcaldesas tienen capacidad ilimitada para transformar
las ciudades que temporalmente gobiernan de manera irreversible, y con
total impunidad. Cómo es que no hay —o si lo hay, no se hace notar—
algún organismo complementario o superior que ponga freno a sus
arbitrariedades, sobre todo cuando afectan irremediablemente al paisaje,
a la estructura y al carácter del lugar. Por mucho que estemos en una democracia desde hace cuarenta años, la
manera de mandar de muchos sigue siendo la propia de los largos años
dictatoriales. No pocos individuos que acceden a un cargo se sienten no
sólo omnipotentes, sino facultados para realizar sus caprichos y
ocurrencias sin atender al daño que causan, a veces definitivo. No se
sabe por qué, tanto Ana Botella como Manuela Carmena
se han dedicado a complacer al colectivo ciclista en un espacio más
bien contraindicado para la bici, por las largas distancias y las
pronunciadas cuestas. La prueba del disparate la tengo cerca: Botella
acometió una obra de meses para crear un inútil carril-bici en la calle
Mayor, transitado, a lo sumo, por una docena diaria de pedaleantes. Lo mismo ha hecho Carmena con Santa Engracia,
hoy destruida e intransitable, Alcalá y otras vías. El cierre de la
Gran Vía al tráfico es ya y va a ser un descalabro monumental para
comerciantes, hoteleros y la ciudadanía en general. En este caso,
además, como en el de la Plaza de España, la alcaldesa y su cínico
equipo organizaron referéndums-farsa para “quedar bien”, cuando ya
estaba todo decidido antes de que votaran los cuatro partidistas que se
prestaron a la pantomima.
Y no olvidemos que Gallardón quiso pulverizar uno de los más
armónicos espacios urbanísticos de Europa, Recoletos y el Paseo del
Prado. Baronesa Thyssen aparte, sólo lo impidió la crisis, la falta de
dinero para consumar la tropelía. Y ahora a Carmena no se le ocurre otra
majadería que crear una “playa” —sí, con arena a raudales— en plena
Plaza de Colón. Aún no sé si nos hemos salvado de tal porquería, porque
la señora y sus palmeros están… eso, batiendo palmas ante el estropicio
que preparan junto con unos desaprensivos. Así que también resulta incomprensible y escandaloso que un solo
individuo, recién llegado al poder, tenga la potestad de cargarse en un
solo día de fatuidad el trabajo de cuatro años y la ilusión de muchos
millones de españoles. Sí, claro, aquí hay que contar con el egoísmo, y
nunca con el interés de los demás: Florentino Pérez es un constructor, y
me imagino que suele ir a lo suyo. Era natural que, al fichar a Lopetegui como entrenador del Real Madrid, le trajera sin cuidado el perjuicio que nos podía ocasionar a todos. Lopetegui ha ido asimismo a lo suyo sin importarle su compromiso
previo, aunque no le arriendo la ganancia: ojalá me equivoque, pero no
lo veo terminando la temporada en el puesto en que la iniciará.
Inoportuno, feo y desconsiderado lo hecho por el Madrid y el
exseleccionador. Pero mucho peor todavía la reacción autoritaria,
chulesca, engreída del novísimo Presidente de la Federación, Rubiales. Dos fechas antes del comienzo del Mundial, lo sensato y generoso habría
sido encajar con flema el desmán ajeno y esperar al término del
campeonato, poniendo por delante los mencionados trabajo e ilusión. No
podía ser tan ingenuo como para creer que semejante rabieta no iba a
desconcertar, desestabilizar y desalentar a los jugadores, como sucedió. Tuvimos que soportar partidos narcotizantes, en los que el balón iba de
un lado a otro sin propósito, como si se hubieran olvidado de que el
fútbol consiste en meter goles para ganar. Infinitos pases horizontales y
hacia atrás, un equipo deprimido y sin la menor incisividad, con un
portero estático que contagiaba al resto.
Era fácil prever que ocurriría algo así. El cabreo del ofendido Rubiales
se impuso sin cortafuegos, sin consultar ni escuchar. Como a menudo
acontece en España, en cuanto a alguien se lo elige o nombra algo, se
inviste de autoritarismo; es como si se dijera en el acto: “Se van a
enterar de que ahora mando yo. A mí nadie se me sube a las barbas, y
decapito a quien ose hacerlo, aunque con ello destroce el trabajo de
cuatro años y la ilusión de millones”. Así funciona todo aquí, por
fortuna con bastantes excepciones. Ese es el máximo legado silencioso
franquista, la verdadera pervivencia del dictador. El egoísmo de cada
parte, que se ha de dar por descontado, y la destemplanza y engreimiento
de muchos al alcanzar el poder, cualquier poder.
Más alarmante que la
permanencia de los restos de Franco en su tenebroso mausoleo es el
estilo de mando que de él han heredado numerosos cargos democráticos de
derechas e izquierdas, llámense Gallardón, Botella, Carmena,
Torra/Puigdemont, Villar, Rubiales o Colau. Por no hacer la lista más
larga.
Dos
personalidades educadas por Francisco Franco acaparan las noticias. Una,
el rey emérito, que fue elegido monarca por el Generalísimo. Y la otra,
la nietísima de Franco, Carmen Martínez-Bordiú.
Pilar Rubio y Sergio Ramos en el anuncio de la pedida de mano.INSTAGRAM
Efectuó
esa parada en Jiménez de Jamuz para volver a un restaurante llamado El
Capricho.
Me quedé sin aire. Entendí que se trataba de justicia poética.
Con todo el huracán desatado sobre la importancia o no de las grabaciones efectuadas a Corinna por una persona tan airada y oscura como el excomisario Villarejo.
Ignorando si se hará o no una comisión de investigación
acerca de lo que se dice en las grabaciones.
Si de verdad nos
encaminamos a una democracia más transparente, nuestras preocupaciones
quedan sintetizadas en el nombre del restaurante elegido por el monarca:
un capricho.
Para caprichos están los de Goya, que retrataron la España de su tiempo.
¡Es que la vida es caprichosa! En este mes dos personalidades educadas
por Francisco Franco acaparan las noticias.
Una, el rey emérito, que fue elegido monarca por el Generalísimo. Y la otra, la nietísima de Franco, Carmen Martínez-Bordiú, que prefiere no estar en España mientras se dirime la exhumación
de los restos de su abuelo en el Valle de los Caídos.
Carmen y Juan
Carlos tuvieron una educación similar y el mismo tutor: un dictador
feroz y católico en un tiempo histórico a punto de acabar.
Juan Carlos
no dio el pésame cuando murió la mamá de Carmen pero sí les otorgó el
ducado.
Aunque los dos son simpáticos y polémicos, prefiero a Carmen,
que ofrece mas transparencia sin pedir ejemplaridad para todos.
Carmen
se ha mantenido alejada del poder y disfrutando, a veces caprichosamente
pero siempre con verdad, de otras formas de liderazgo. Ahora está en
Portugal, deleitándose con los caprichos lusitanos y del amor, que es
fiscalmente transparente.
¿Qué es un capricho? Para mí, algo de vestir.
Tengo que elegir si me
sumo al ejercito de las personas tachonadas por un logo o los que no
llevan ninguno visible, como Carolina de Mónaco,
que en realidad es un emblema del nunca equivocarse en el vestir.
Esta
semana patrulla por Saint Tropez, que lucha para recuperar su corona
como destino chic.
Ibiza y Mikonos le hacen la competencia.
Mikonos con todo el turismo gay adinerado e Ibiza con su lista
inagotable de celebridades, desde Luis Fonsi hasta Messi cubierto por las siglas de Gucci.
Carmen Martínez-Bordiú en la plaza de toros de Las Ventas, el 23 de mayo de 2018.Europa PressEuropa Press via Getty Images
Otro capricho es el posado descalzo en ¡Hola!. María Zurita, sobrina de Juan Carlos, se ha sumado a ese subgénero
de posar sin zapatos, celebrando que ella y su hijo están ya en casa. A
Corinna también la incluyeron en ese tipo de posado. Es como un
tratamiento exclusivo de la revista a mujeres que tienen algo importante
que declarar. El capricho es que lo hagan descalzas.
Por eso me da penita que no siga adelante esa comisión parlamentaria
sobre las grabaciones a Corinna porque eso significaría que no
regresará a Madrid a declarar ni a ¡Hola! ni ante la justicia.
Con o sin zapatos. Y no podremos disfrutar del espectáculo de oírla
hablar en alemán, español, francés e inglés con una fluidez que solo ves
en el Tour de Francia, cuando la vida parece ir sobre dos ruedas.
Hace dos décadas, cuando la vida y el país iban sobre ruedas, en las
redacciones se hablaba de que a la casa real le incomodaba que la
vincularan con la prensa del corazón. Les parecía como si les trataran
como algo menor, frívolo o, simplemente, caprichoso. Lo sorprendente es
que veinte años después ese ha sido su destino. El rey emérito es
noticia por algo que mezcla lo extremadamente formal, el Estado, con lo
caprichoso: el amor o el interés, que tanto dependen del capricho. ¿Qué es un capricho? ¿Un antojo inocente? Una cana al aire, una
segunda botella de vino blanco bien frío. Un anuncio a todo pulmón de un próximo matrimonio como ha hecho Sergio Ramos ante el "sí, quiero" de su despampanante novia, Pilar Rubio. Una pareja moderna que tiene hijos antes que matrimonio y que al final,
se casan, más que por la Iglesia, por todo lo alto. Anunciándolo en sus
redes. Ojalá que todos los caprichos del anterior monarca se acabaran
con un tuit. Quizás mientras espera esa suculenta chuleta de buey en su
restaurante leonés, entre halagos, curiosee en su móvil, deseando que
Corinna, caprichosamente, cambie de actitud.