Siempre entre las nubes hay esos huequitos de Sol que te dan valor.
Un Blues
Del material conque están hechos los sueños
22 jul 2018
Los últimos habitantes del Valle de los Caídos................ Alberto Gayo
De esa forma, las 52 familias de gente dispar, de distinta
ideología y procedencia, unos enchufados por el régimen, otros
exempleados durante las obras del mausoleo y otros jóvenes que
necesitaban un trabajo , lograron montar una insólita comunidad en plena reserva ecológica a 14
kilómetros de El Escorial y a ocho de Guadarrama. Otro
planeta.Retrocedamos a enero de 1940. Francisco Franco propone al
general José Moscardó recorrer la sierra de Madrid en busca de “un valle
para los caídos”, tal y como recoge el periodista Fernando Olmeda en El
Valle de los Caídos. Una memoria de España (Ediciones Península, 2009) .
Desde ese año hasta la conclusión de las obras en 1958, la historia es
más bien conocida: el dictador quiso darle una dimensión descomunal a su
alzamiento levantando un monumento que se elevaría “en la vecindad del
cielo”. Quería equipararse a Felipe II. Tres empresas —San Román, Banús
y Estudios y Construcciones Molán— fueron las encargadas de perforar la
roca y construir la carretera, el monasterio, la exedra y el vestíbulo
de la basílica. Utilizaron capataces, trabajadores especializados y
también la mano de obra de cientos de presos republicanos.El 1 de abril de 1959 comenzaba otra historia. La cruz de 150 metros
de altura y brazos de casi 25 quedaba abierta al público. Aquella
barbaridad necesitaba limpiadoras, guías, guardacoches, postaleros,
taquilleros, forestales, personal de mantenimiento y jardinería,
administrativos… y es cuando Patrimonio Nacional construye el Poblado.
Varios de los jóvenes que vivían en Poblado, a finales de los setenta.Archivo
La primera vez que visité ese lugar fue el pasado 2 de marzo. Nevaba
en la sierra. Ascendía por la carretera y me acordé del Nido del Águila,
aquel lugar de retiro alpino de Hitler. El bosque, la construcción, el
aroma a franquismo parecía impregnarlo todo. La cita era con Pablo Gómez
en la que fue su casa hasta la jubilación. Pablo nació en El Escorial
hace 80 años. Sus padres trabajaban en una finca de ganado bravo
cercana. Nada más inaugurarse el Valle de los Caídos
fue contratado como responsable del almacén de los bares ambulantes del
complejo. Con su motocarro, repartía mercancía por las cafeterías del
monasterio y por los aparcamientos. En 1964 lograba una plaza como
jardinero, lo que le daba derecho a una casa en el Poblado hasta su
fallecimiento o jubilación. Al poco se hizo con el puesto de
vigilante-guía: “Era un trabajo tranquilo. No había que ser franquista
para trabajar aquí, pero ya sabías dónde te metías, tenías que aguantar
las impertinencias de algún que otro militar y también controlar a los
que venían a escupir o pisotear la tumba de Franco. Franco no venía por
aquí casi nunca, solo el 20 de noviembre al funeral de José Antonio”,
explica Pablo Gómez. En una de las casas del bloque de abajo del Poblado, Pablo y Pilar
criaron a sus cuatro hijos. La planta baja disponía de salón-comedor con
una lumbre de leña, salita de estar, cocina y patio. Y arriba, tres
habitaciones y un cuarto de baño. Había una calefacción central que se
ponía en marcha cada día de invierno a las tres de la tarde. “El sueldo
no era muy alto, pero no se pagaba nada, solo la luz. Cuando llegó
Adolfo Suárez nos hicieron una subida del 100%. Tuvimos que pelearla. Muchos teníamos que complementar los ingresos con otro trabajo, yo era
profesor de autoescuela”.
Hogueras de San Juan en el Poblado.Archivo
A Pablo se le han quedado grabados los días en los que llamaban desde
la puerta de entrada al Valle y decían: “¡Atención, suben restos!”. “Llegaban siete u ocho camiones con muertos de la guerra. Teníamos que
subir de inmediato. Todo el mundo a meter baúles a la cripta. Nos
poníamos por parejas con una parihuela —dos palos gruesos con unas
tablas atravesadas para colocar la carga— y a meter cajas con huesos
mezclados. Y todo en medio de las visitas a la basílica. Poníamos una
caja encima de otra y, una vez lleno el habitáculo, se tapiaba”,
recuerda. A partir de la terminación de la basílica en 1959 y hasta
1967, casi todos los meses llegaba algún convoy con restos de cientos de
muertos. Más de 33.000 cadáveres reposan en las criptas de la basílica. Pablo se acaba de encontrar en la cafetería del funicular, donde suelen
parar los visitantes —la mayoría extranjeros—, con José Muñoz, antiguo
compañero que todavía trabaja en el Valle. Se abrazan. “Mi padre estuvo
en la guerra, en el bando republicano. Me contaba que cuando en el
frente había muchos muertos, daban el alto el fuego, unos y otros
salían, hacían unas zanjas, cogían la documentación y los enterraban. Tras la guerra, requirieron todas las cartillas militares; si eras de la
zona republicana, te encarcelaban o te fusilaban. Él no se presentó a
entregarla y pensaron que estaba muerto. Es curioso, no tuve problemas
para trabajar aquí porque mi padre fuese del bando perdedor”, explica
Pablo. José Muñoz guarda un tesoro. En las oficinas del Valle están los
libros de cuentas y el registro de visitantes ilustres, páginas y
páginas con dedicatorias y firmas de mandatarios y personajes famosos
—incluidos futbolistas como Alfredo Di Stéfano— que pasaron para ver la tumba del dictador. Las hay en todos los idiomas. En el Poblado mandaba don Juan, jefe del destacamento de ocho guardias
civiles encargados de la puerta exterior del Valle y gestor de la
residencia que dependía de Patrimonio Nacional. No pagaba en la
cafetería, los trabajadores le hacían los arreglos de casa e iban a por
leña para él. “Vivía muy bien”, sostiene Teresa Gómez, “era un cacique
que no exigía ninguna mejora para la gente del Poblado, una fuerza viva
que no daba problemas a Fernando Fuertes de Villavicencio, gerente de
Patrimonio y leal a Franco”. Fernando Taguas, de 85 años, llegó a
Cuelgamuros el 4 de octubre de 1940. Tenía siete años. Su padre fue uno
de los primeros carpinteros del Valle de los Caídos, y su hermano Paco,
barrenero. El Día de Reyes de 1960 Patrimonio le cedió una casa en el
Poblado. Lo recuerda así: “Me acababa de casar con una trabajadora de la
escolanía del monasterio. Nos casó el confesor de Franco. Era la
segunda boda que se celebró en la basílica. Me dieron a escoger y elegí
una casa con despensa en el bloque de en medio.
Mi hermano Rafael fue el primer taquillero de la puerta y a mí me
pusieron de guardacoches. Un día me dijeron que echase una mano al que
vendía postales, libros, cruces…, y vendí tanto que me dieron un puesto. Podía vender en verano hasta 20.000 pesetas diarias en recuerdos”.
Risco de la Nava, donde se levantaron la cruz y la basílica.EFE
Su hijo Nando le interrumpe: “¿Te acuerdas, papá, de los autógrafos
que conseguía en el puesto? Tengo el de Lorne Greene, el actor
protagonista de la serie Bonanza; el de la actriz de Pipi Calzaslargas,
el de la pareja de la serie Los Roper…”. La vida de la generación de
Nando en el Poblado nada tuvo que ver con la de sus padres, con la de
Pablo o Fernando. Fueron niños y adolescentes entre mediados de los sesenta y la muerte
del dictador. Nando, Teresa, Yoli, Edu, Ángel, Carlos, Javier, Mari
Luz, Alicia…, decenas de chavales que hasta quinto curso de la EGB no
salieron de ese micromundo.
El padre Joaquín, en una fiesta en el bar del Poblado.Archivo
“Cuando acababa la escuela, nos ponían el bañador y no nos lo
quitábamos hasta el final del verano. Nos pasábamos la vida en la calle y
en el monte. Era como Heidi, feliz”. Alicia Soblechero —autora de
algunas de las fotografías que ilustran este reportaje— tiene ahora 50
años. Recuerda las clases de doña Martina, esposa de don Juan. Acudían
todos los niños juntos, daba igual su edad. Todavía se puede ver la gran
pizarra, el suelo de madera y el hueco de una enorme chimenea. Las
nevadas eran abundantes. “Hasta que tuvimos la edad de pensar, esto era
la gloria. Una burbuja donde las puertas tenían puesta la llave. Conforme llegas a la adolescencia, echas de menos cosas, piensas que
esto es una mierda, no tienes los mismos servicios que los que vivían en
los pueblos de alrededor, no puedes salir los fines de semana porque
cerraban las puertas y tenías que quedarte a dormir en casa de una
amiga. Cuando empezamos a ir al instituto comenzamos a pensar dónde
habíamos vivido. Muchos nos rebelamos. Un 20 de noviembre, que subían
los falangistas con antorchas, entonamos La Internacional en el autobús
que nos llevaba al instituto. No veas la que se montó, pero nadie pensó
que éramos los del Poblado”, recuerda Alicia.
En la escuela gobernada por doña Martina había niños y niñas de entre
3 y 11 años. Antes de comenzar la clase, tenían que rezar frente a una
foto del Caudillo. “Y cuando venía Franco, nos subían a la basílica y
teníamos que aplaudir, gritar ‘¡Franco, Franco!’ y cantar el Cara al
sol”. Todas las personas consultadas confiesan que en la cantina, en el
economato o en las casas nunca se hablaba de política. La presencia de
ocho guardias civiles, de esos que llevaban capa, imponía. Las apariencias eran importantes. “Unos no hablaban por miedo; otros,
porque pensaban como ellos; otro, porque no se habla mal de quien te
paga el sueldo… Entre los trabajadores de Patrimonio también hubo algún
preso republicano que tras la construcción del Valle se quedó en el
Poblado. De hecho, la hija de uno de ellos me habló por primera vez del
eurocomunismo”, relata Teresa. Ella nunca decía que vivía en el Valle,
“no por vergüenza, sino por la pereza que me daba tener que explicar que
mi padre trabajaba en la dichosa cruz”. Con 17 años, Teresa se marchó
del Poblado y se hizo activista de las Juventudes Socialistas: “Renegué
de aquel sitio. Pero más tarde fui colocando cada pieza de mi vida, y me
quedo con aquella infancia privilegiada donde eras feliz con muy poco”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario