En julio de 1888 una acaudalada mujer apareció muerta en su casa de la calle Fuencarral y el público, los medios y la ley convirtieron el caso en nuestro primer circo mediático.
“Más famoso que el crimen de la calle de Fuencarral”: este dicho del Madrid
de finales del siglo XIX muestra hasta qué punto el misterioso
asesinato de una aristócrata llegó a convertirse en un fenómeno
sociológico de manual.
El pasado 2 de julio se cumplieron 130 años de un suceso que tuvo en vilo a todo un país, que causó la caída del presidente del Tribunal Supremo y que, de paso, inauguró una siniestra tradición: la del “crimen del verano” y la del periodismo sensacionalista.
Hoy el antiguo número 109 de la calle Fuencarral está en el corazón del barrio de Malasaña.
En su planta baja conviven una sidrería y un par de restaurantes. Cuando se construyó, en el último tercio del XIX, los alrededores de la glorieta de Bilbao conformaban un ensanche moderno e higiénico, una excepción en aquel Madrid previo a la Gran Vía donde abundaban las calles angostas y los edificios insalubres.
Aquel bloque de pisos era una residencia lujosa y cómoda, tal y como demuestran todavía hoy sus amplias proporciones, sus techos altos y grandes balcones.
En el segundo piso un hostal ocupa toda la planta. Una de sus habitaciones, hoy decorada con apacibles cortinas floreadas, fue en 1888 la más famosa de Madrid.
Cuando las autoridades entraron en la vivienda descubrieron en el dormitorio principal el cadáver de una mujer, presumiblemente la dueña de la casa, Luciana Borcino, con señales visibles de haber sido apuñalada.
En otra habitación se encontró a la empleada doméstica, Higinia Balaguer, inconsciente y tendida al lado del bulldog de la casa, aparentemente narcotizado.
La escena era macabra, y no escapó a las veleidades literarias de más de un redactor.
El más fantasioso posiblemente fue el que recreó el escenario del crimen para El Imparcial.
“En el gabinete, cerca de la puerta de la alcoba, hallábase tendida boca arriba una mujer con las ropas y las carnes totalmente abrasadas”, escribió.
“Era allí tan denso el humo y percibíase un olor tan nauseabundo, que hubo que abrir el balcón para que la atmósfera se despejase […]. En tanto, algunos vecinos apagaban el fuego que ardía aún en las ropas de la mujer carbonizada.
En sus tostados brazos brillaban el oro y la pedrería de unos brazaletes y en los dedos varias sortijas destacando sus fulgores en el fondo negruzco de la cara que aprisionaban”.
La escena, que no hubiera desentonado en una canción de Alaska y Dinarama o en un giallo de Dario Argento, fue el punto de partida de una auténtica obsesión mediática.
Las sospechas cayeron inmediatamente sobre la asistenta Balaguer, que llevaba apenas 28 días trabajando en la casa, pero los conocidos de la familia sospechaban también del hijo de la víctima, José Vázquez Varela, que había agredido a su madre en más de una ocasión.
No era posible: el pollito Varela, como se le conocía en los bajos fondos, andaba encarcelado, lo que le proporcionaba una coartada perfecta.
O casi. Había testigos que afirmaban que salía y entraba en la cárcel cuando y como quería.
El culebrón estaba servido.
Durante los dos años que duró la instrucción y el proceso judicial, los medios publicaron a diario noticias y rumores, testimonios contradictorios y anécdotas que convirtieron aquel crimen, aparentemente sencillo, en un rompecabezas.
El crimen era tema habitual de conversación. La víctima, los presuntos criminales y su círculo cercano pasaron a ser celebridades.
Posiblemente en eso resida una de las claves del fenómeno: cada estrato social podía identificarse con alguno de los implicados, una representación en miniatura de las tensiones sociales de unos años, los de la Regencia de María Cristina y la alternancia bipartidista, que los historiadores suelen describir como pacíficos y carentes de fracturas sociales.
Viuda y con un hijo, Luciana Borcino había llegado a Madrid desde su Vigo natal, con una fortuna heredada tras la muerte de su marido.
Vivía sin estrecheces, frecuentaba algunos círculos aristocráticos y tertulias.
Sin embargo, su fama procedía de su carácter difícil e irritable. También de la frecuencia con que cambiaba de criadas, y su poca propensión a gastar.
“Por no pagar al sereno, llevaba por las noches en el bolsillo dos grandes llaves, la de la puerta de la calle y la de la habitación”, relataba un artículo publicado en El País el 13 de julio de 1888 (aquel periódico, publicado entre 1887 y 1921, no tiene relación con el actual EL PAÍS).
Aunque vivía en una casa lujosa, solo dos estancias, las destinadas a las visitas, estaban amuebladas al completo.
Todos estos detalles aparecieron en la prensa de la época, que empezó a informar a diario acerca de las manías y obsesiones de la difunta, publicando testimonios de amigas y antiguas criadas que daban cuenta de sus rarezas.
Por ejemplo, de su miedo patológico al robo y a ser asesinada.
No permitía cocinar a sus criadas, porque temía que la envenenaran.
Sus peores tribulaciones procedían de su propio hijo, que en el momento del crimen contaba 23 años y se movía como pez en el agua en los bajos fondos de la capital.
A ellos culpaba siempre de sus desmanes y “calaveradas”, la última de las cuales, el robo de una capa, le había llevado al presidio con una condena de tres meses.
José Vázquez Varela, el Pollo Varela o Varelita, como era conocido, no pasaba desapercibido.
Solía pasear a caballo por la Castellana y el Retiro, y era asiduo de algunos círculos taurinos de la capital, “entre los que era conocido como uno de los gomosos con más chispa”, en palabras de la prensa de la época, que le describe como un joven alto, corpulento, rubio, con la mirada vaga y la nariz y los labios inusualmente gruesos.
Solía vestir pantalones muy ceñidos, americana y sombrero. Era aficionado a la pintura, el flamenco y la guitarra.
También a las amantes. En el momento del crimen, su pareja era una joven conocida como Lola la Billetera.
Pero ni siquiera ella estaba a salvo de su temperamento.
Varela solía maltratarla, y ella se negaba a denunciarlo, poniendo la excusa de haber sufrido un accidente o una caída.
Exactamente igual que su madre, que lo exculpó ante las autoridades cuando fue herida por él.
Sin embargo, la figura que desató ríos de tinta fue la empleada doméstica y principal sospechosa del crimen, Higinia Balaguer.
Su mejor descripción se la debemos a Benito Pérez Galdós, que acudió a los juicios y escribió una serie de crónicas recopiladas posteriormente en un libro.
“Creen los que no la han visto que es una mujer corpulenta y forzuda, de tipo ordinario y basto”, explica el autor de Fortunata y Jacinta. “No hay nada de esto: es de complexión delicada, estatura airosa, tez finísima, manos bonitas, pies pequeños, color blanco pálido, pelo negro.
Su semblante es digno del mayor estudio.
De frente recuerda la expresión fríamente estupefacta de las máscaras griegas que representan la tragedia.
El perfil resulta siniestro, pues siendo los ojos hermosos, la nariz perfecta con el corte ideal de la estatuaria clásica, el desarrollo excesivo de la mandíbula inferior destruye el buen efecto de las demás facciones.
La frente es pequeña y abovedada, la cabeza de admirable configuración.
Vista de perfil y aun de frente, resulta repulsiva”.
De manera acaso inconsciente, el novelista se hace eco en estas palabras del auge que la fisognomía tuvo en el siglo XIX.
Esta ciencia, que aseguraba que los rasgos faciales y físicos de cada persona permitían conocer su psicología, fue una herramienta muy útil en manos de los escritores realistas y naturalistas, pero también un reflejo de los prejuicios sociales de la época, en que una mujer dedicada al servicio doméstico debía poseer cualidades inferiores.
Y, en ese sentido, Higinia Balaguer era una presunta asesina, pero también una mujer de entre el más de medio millón que en la España de finales del XIX se dedicaba al servicio doméstico.
Higinia era analfabeta pero muy inteligente.
Hizo varias declaraciones distintas, cada una de ellas distinta de la anterior, asegurando en todas las ocasiones que todo lo dicho anteriormente era falso.
En la última, de la que nunca se retractó, declaró haber sido ella sola la autora del crimen, para robar a su señora, quemando después el cadáver para ocultar las señales del apuñalamiento y hacerlo pasar por un accidente.
Probablemente era consciente de que sus palabras la conducían al patíbulo, pero nunca hizo otra declaración.
El drama también reservó un puesto de honor a los personajes secundarios.
Particularmente a las hermanas Ávila, amigas de la sospechosa que ejercían la prostitución en las inmediaciones de la Cárcel Modelo, situada donde hoy se encuentra el Cuartel General del Ejército del Aire, en Moncloa.
Tal y como apuntaba Bernaldo de Quirós, autor del estudio criminológico La mala vida en Madrid, de las 2.000 prostitutas inscritas en Madrid en la época, solo unas 200 ejercían su profesión en un burdel.
El resto eran “carreristas” que trabajaban por su cuenta en plena calle.
En las inmediaciones de las cárceles el intercambio solía suceder de la siguiente forma: los presos les lanzaban monedas por las ventanas y ellas, a cambio, se dejaban ver a la luz de una vela. Ese era el caso de las hermanas Ávila.
De este modo, se cerraba el círculo social: desde la aristocracia hasta la prostitución callejera, las clases sociales del Madrid de la época quedaban representadas en un crimen tan complejo como una novela por entregas
En primer lugar, porque varios periódicos decidieron ejercer la acusación popular en el juicio y denunciar de paso la lentitud de la justicia y la corrupción de la judicatura.
También porque se dio un auténtico debate acerca de la conveniencia o no de informar sobre el caso. El País, El Liberal y El Resumen aportaron sus propios datos a la investigación y plantearon preguntas que, a su parecer, nadie estaba formulando. Por ejemplo, la responsabilidad de José Millán Astray, antiguo empleador de Higinia Balaguer y director de la Cárcel Modelo en la que cumplía pena José Varela en el momento del crimen.
Si se demostraba que Varela salía de prisión a su antojo, la responsabilidad recaería sobre él, pero también su protector, el presidente del Tribunal Supremo, que tuvo finalmente que dimitir por la presión mediática.
El Imparcial, uno de los pocos que al principio se abstuvo de publicar informaciones que pudieran entorpecer la investigación, llegó a publicar sus cifras de ventas para explicar que, cuando el crimen de la Calle de Fuencarral estaba en portada, vendía 4.000 ejemplares más.
A partir de entonces, incluyó información sobre el caso prácticamente cada día.
Mientras tanto, aquellos “personajes” de la intriga que no habían sido encarcelados presumían de fama por las calles de la Villa y Corte.
Los periódicos publicaban información sobre su estado de salud y sus habilidades y, cuando su custodia fue confiada a Lola la Billetera, novia de Varela, la joven no quiso dejar pasar la ocasión. Así lo contaba el periódico La Iberia:
“Todas las noches se reúne muchísima gente en la calle de Alcalá, acera del Suizo, para ver a Lola la Billetera paseando al Chato, el célebre perro.
Pues, digo, ¡qué sucedería si Lola pasease al portero de la casa de la calle de Fuencarral!”.
La celebridad, en aquellos años, dependía de la prensa, pero también
de la aclamación popular.
El pasado 2 de julio se cumplieron 130 años de un suceso que tuvo en vilo a todo un país, que causó la caída del presidente del Tribunal Supremo y que, de paso, inauguró una siniestra tradición: la del “crimen del verano” y la del periodismo sensacionalista.
Hoy el antiguo número 109 de la calle Fuencarral está en el corazón del barrio de Malasaña.
En su planta baja conviven una sidrería y un par de restaurantes. Cuando se construyó, en el último tercio del XIX, los alrededores de la glorieta de Bilbao conformaban un ensanche moderno e higiénico, una excepción en aquel Madrid previo a la Gran Vía donde abundaban las calles angostas y los edificios insalubres.
Aquel bloque de pisos era una residencia lujosa y cómoda, tal y como demuestran todavía hoy sus amplias proporciones, sus techos altos y grandes balcones.
En el segundo piso un hostal ocupa toda la planta. Una de sus habitaciones, hoy decorada con apacibles cortinas floreadas, fue en 1888 la más famosa de Madrid.
Las autoridades descubrieron el cadáver de una
mujer con señales visibles de haber sido apuñalada.
Los hechos
Sobre las dos de la mañana del 2 de julio los vecinos oyeron gritos de auxilio y advirtieron que del segundo izquierda salía mucho humo.Cuando las autoridades entraron en la vivienda descubrieron en el dormitorio principal el cadáver de una mujer, presumiblemente la dueña de la casa, Luciana Borcino, con señales visibles de haber sido apuñalada.
En otra habitación se encontró a la empleada doméstica, Higinia Balaguer, inconsciente y tendida al lado del bulldog de la casa, aparentemente narcotizado.
La escena era macabra, y no escapó a las veleidades literarias de más de un redactor.
El más fantasioso posiblemente fue el que recreó el escenario del crimen para El Imparcial.
“En el gabinete, cerca de la puerta de la alcoba, hallábase tendida boca arriba una mujer con las ropas y las carnes totalmente abrasadas”, escribió.
“Era allí tan denso el humo y percibíase un olor tan nauseabundo, que hubo que abrir el balcón para que la atmósfera se despejase […]. En tanto, algunos vecinos apagaban el fuego que ardía aún en las ropas de la mujer carbonizada.
En sus tostados brazos brillaban el oro y la pedrería de unos brazaletes y en los dedos varias sortijas destacando sus fulgores en el fondo negruzco de la cara que aprisionaban”.
La escena, que no hubiera desentonado en una canción de Alaska y Dinarama o en un giallo de Dario Argento, fue el punto de partida de una auténtica obsesión mediática.
Las sospechas cayeron inmediatamente sobre la asistenta Balaguer, que llevaba apenas 28 días trabajando en la casa, pero los conocidos de la familia sospechaban también del hijo de la víctima, José Vázquez Varela, que había agredido a su madre en más de una ocasión.
No era posible: el pollito Varela, como se le conocía en los bajos fondos, andaba encarcelado, lo que le proporcionaba una coartada perfecta.
O casi. Había testigos que afirmaban que salía y entraba en la cárcel cuando y como quería.
El culebrón estaba servido.
Durante los dos años que duró la instrucción y el proceso judicial, los medios publicaron a diario noticias y rumores, testimonios contradictorios y anécdotas que convirtieron aquel crimen, aparentemente sencillo, en un rompecabezas.
El crimen era tema habitual de conversación. La víctima, los presuntos criminales y su círculo cercano pasaron a ser celebridades.
Posiblemente en eso resida una de las claves del fenómeno: cada estrato social podía identificarse con alguno de los implicados, una representación en miniatura de las tensiones sociales de unos años, los de la Regencia de María Cristina y la alternancia bipartidista, que los historiadores suelen describir como pacíficos y carentes de fracturas sociales.
Los protagonistas
En el reparto de papeles, la primera protagonista era la propia víctima.Viuda y con un hijo, Luciana Borcino había llegado a Madrid desde su Vigo natal, con una fortuna heredada tras la muerte de su marido.
Vivía sin estrecheces, frecuentaba algunos círculos aristocráticos y tertulias.
Sin embargo, su fama procedía de su carácter difícil e irritable. También de la frecuencia con que cambiaba de criadas, y su poca propensión a gastar.
“Por no pagar al sereno, llevaba por las noches en el bolsillo dos grandes llaves, la de la puerta de la calle y la de la habitación”, relataba un artículo publicado en El País el 13 de julio de 1888 (aquel periódico, publicado entre 1887 y 1921, no tiene relación con el actual EL PAÍS).
Aunque vivía en una casa lujosa, solo dos estancias, las destinadas a las visitas, estaban amuebladas al completo.
Todos estos detalles aparecieron en la prensa de la época, que empezó a informar a diario acerca de las manías y obsesiones de la difunta, publicando testimonios de amigas y antiguas criadas que daban cuenta de sus rarezas.
Por ejemplo, de su miedo patológico al robo y a ser asesinada.
No permitía cocinar a sus criadas, porque temía que la envenenaran.
Sus peores tribulaciones procedían de su propio hijo, que en el momento del crimen contaba 23 años y se movía como pez en el agua en los bajos fondos de la capital.
A ellos culpaba siempre de sus desmanes y “calaveradas”, la última de las cuales, el robo de una capa, le había llevado al presidio con una condena de tres meses.
José Vázquez Varela, el Pollo Varela o Varelita, como era conocido, no pasaba desapercibido.
Solía pasear a caballo por la Castellana y el Retiro, y era asiduo de algunos círculos taurinos de la capital, “entre los que era conocido como uno de los gomosos con más chispa”, en palabras de la prensa de la época, que le describe como un joven alto, corpulento, rubio, con la mirada vaga y la nariz y los labios inusualmente gruesos.
Solía vestir pantalones muy ceñidos, americana y sombrero. Era aficionado a la pintura, el flamenco y la guitarra.
También a las amantes. En el momento del crimen, su pareja era una joven conocida como Lola la Billetera.
Pero ni siquiera ella estaba a salvo de su temperamento.
Varela solía maltratarla, y ella se negaba a denunciarlo, poniendo la excusa de haber sufrido un accidente o una caída.
Exactamente igual que su madre, que lo exculpó ante las autoridades cuando fue herida por él.
Sin embargo, la figura que desató ríos de tinta fue la empleada doméstica y principal sospechosa del crimen, Higinia Balaguer.
Su mejor descripción se la debemos a Benito Pérez Galdós, que acudió a los juicios y escribió una serie de crónicas recopiladas posteriormente en un libro.
“Creen los que no la han visto que es una mujer corpulenta y forzuda, de tipo ordinario y basto”, explica el autor de Fortunata y Jacinta. “No hay nada de esto: es de complexión delicada, estatura airosa, tez finísima, manos bonitas, pies pequeños, color blanco pálido, pelo negro.
Su semblante es digno del mayor estudio.
De frente recuerda la expresión fríamente estupefacta de las máscaras griegas que representan la tragedia.
El perfil resulta siniestro, pues siendo los ojos hermosos, la nariz perfecta con el corte ideal de la estatuaria clásica, el desarrollo excesivo de la mandíbula inferior destruye el buen efecto de las demás facciones.
La frente es pequeña y abovedada, la cabeza de admirable configuración.
Vista de perfil y aun de frente, resulta repulsiva”.
De manera acaso inconsciente, el novelista se hace eco en estas palabras del auge que la fisognomía tuvo en el siglo XIX.
Esta ciencia, que aseguraba que los rasgos faciales y físicos de cada persona permitían conocer su psicología, fue una herramienta muy útil en manos de los escritores realistas y naturalistas, pero también un reflejo de los prejuicios sociales de la época, en que una mujer dedicada al servicio doméstico debía poseer cualidades inferiores.
Y, en ese sentido, Higinia Balaguer era una presunta asesina, pero también una mujer de entre el más de medio millón que en la España de finales del XIX se dedicaba al servicio doméstico.
Hizo varias declaraciones distintas, cada una de ellas distinta de la anterior, asegurando en todas las ocasiones que todo lo dicho anteriormente era falso.
En la última, de la que nunca se retractó, declaró haber sido ella sola la autora del crimen, para robar a su señora, quemando después el cadáver para ocultar las señales del apuñalamiento y hacerlo pasar por un accidente.
Probablemente era consciente de que sus palabras la conducían al patíbulo, pero nunca hizo otra declaración.
El drama también reservó un puesto de honor a los personajes secundarios.
Particularmente a las hermanas Ávila, amigas de la sospechosa que ejercían la prostitución en las inmediaciones de la Cárcel Modelo, situada donde hoy se encuentra el Cuartel General del Ejército del Aire, en Moncloa.
Tal y como apuntaba Bernaldo de Quirós, autor del estudio criminológico La mala vida en Madrid, de las 2.000 prostitutas inscritas en Madrid en la época, solo unas 200 ejercían su profesión en un burdel.
El resto eran “carreristas” que trabajaban por su cuenta en plena calle.
En las inmediaciones de las cárceles el intercambio solía suceder de la siguiente forma: los presos les lanzaban monedas por las ventanas y ellas, a cambio, se dejaban ver a la luz de una vela. Ese era el caso de las hermanas Ávila.
De este modo, se cerraba el círculo social: desde la aristocracia hasta la prostitución callejera, las clases sociales del Madrid de la época quedaban representadas en un crimen tan complejo como una novela por entregas
Del crimen al espectáculo
Todo esto no se hubiera convertido en un fenómeno sociológico sin la prensa.En primer lugar, porque varios periódicos decidieron ejercer la acusación popular en el juicio y denunciar de paso la lentitud de la justicia y la corrupción de la judicatura.
También porque se dio un auténtico debate acerca de la conveniencia o no de informar sobre el caso. El País, El Liberal y El Resumen aportaron sus propios datos a la investigación y plantearon preguntas que, a su parecer, nadie estaba formulando. Por ejemplo, la responsabilidad de José Millán Astray, antiguo empleador de Higinia Balaguer y director de la Cárcel Modelo en la que cumplía pena José Varela en el momento del crimen.
Si se demostraba que Varela salía de prisión a su antojo, la responsabilidad recaería sobre él, pero también su protector, el presidente del Tribunal Supremo, que tuvo finalmente que dimitir por la presión mediática.
El Imparcial, uno de los pocos que al principio se abstuvo de publicar informaciones que pudieran entorpecer la investigación, llegó a publicar sus cifras de ventas para explicar que, cuando el crimen de la Calle de Fuencarral estaba en portada, vendía 4.000 ejemplares más.
A partir de entonces, incluyó información sobre el caso prácticamente cada día.
Mientras tanto, aquellos “personajes” de la intriga que no habían sido encarcelados presumían de fama por las calles de la Villa y Corte.
Los periódicos publicaban información sobre su estado de salud y sus habilidades y, cuando su custodia fue confiada a Lola la Billetera, novia de Varela, la joven no quiso dejar pasar la ocasión. Así lo contaba el periódico La Iberia:
“Todas las noches se reúne muchísima gente en la calle de Alcalá, acera del Suizo, para ver a Lola la Billetera paseando al Chato, el célebre perro.
Pues, digo, ¡qué sucedería si Lola pasease al portero de la casa de la calle de Fuencarral!”.
Trasladada a nuestros días, la trama del crimen
de la Calle de Fuencarral bien podría protagonizar una versión
galdosiana y castiza de 'American Crime Story'
Por eso el escritor Antonio Lara, que recreó
el suceso en una novela publicada en 1984, imaginaba a Higinia Balaguer,
de camino al palacio de justicia, “ni la reina de las Españas disponía
de tal comitiva”.
Esa misma comitiva acudió también cuando fue condenada a la pena
capital.
Su ejecución en garrote vil fue la última realizada en público
en Madrid, el 19 de julio de 1890 en los muros de la Cárcel Modelo. A
ella acudieron hordas de curiosos, como Emilia Pardo Bazán y el joven
Pío Baroja, que estuvo contemplando el cadáver las horas en que fue
expuesto de manera ejemplarizante.
Concluía así el caso dos años después del crimen, sin lograr aclarar todas las zonas de sombra de asesinato.
Y comenzaba su fama póstuma, que inspiró romances, canciones, novelas e incluso un capítulo en la serie La huella del crimen, producida por Televisión Española en 1985, y en la que Carmen Maura interpretaba a Higinia Balaguer.
Trasladada a nuestros días, la trama del crimen de la Calle de Fuencarral bien podría protagonizar una versión galdosiana y castiza de American Crime Story, porque, más allá del crimen en sí, permite profundizar en las contradicciones de su época.
La celebridad, los intereses espurios de la judicatura, la influencia de la prensa, el amarillismo y, sobre todo, los prejuicios sociales, el sexismo y el clasismo inherentes a la sociedad española de finales del XIX fueron tan determinantes en la sentencia como los propios hechos.
En cierto modo, es otro tipo de crónica negra.
Y comenzaba su fama póstuma, que inspiró romances, canciones, novelas e incluso un capítulo en la serie La huella del crimen, producida por Televisión Española en 1985, y en la que Carmen Maura interpretaba a Higinia Balaguer.
Trasladada a nuestros días, la trama del crimen de la Calle de Fuencarral bien podría protagonizar una versión galdosiana y castiza de American Crime Story, porque, más allá del crimen en sí, permite profundizar en las contradicciones de su época.
La celebridad, los intereses espurios de la judicatura, la influencia de la prensa, el amarillismo y, sobre todo, los prejuicios sociales, el sexismo y el clasismo inherentes a la sociedad española de finales del XIX fueron tan determinantes en la sentencia como los propios hechos.
En cierto modo, es otro tipo de crónica negra.